El piloto despegó del
portaaviones y, antes de girar hacia el sur, dejó que el Sol lo deslumbrara.
Pese a todo, había
dormido bien la noche anterior, su sueño mecido por el mar y el avance del
buque, una gran hamaca metálica rellena de hombres, metralla, armas y, lo más
importante, aviones de ataque.
La misión era
sencilla: un ataque sorpresa, ráfagas de balas, bombas y torpedos aéreos,
explosiones y fuego que no dejarían que el enemigo acabara de despertar antes
de que la mayoría de ellos regresaran al cobijo de una de sus seis nodrizas.
No miró atrás y se
sumó a su grupo junto con otros cuarenta pilotos, a dos les había fallado el
avión y se habían quedado varados en altamar, no en tierra.
La canción resonó
al interior de su casco, un tango que su abuelo había descubierto en su radio
de onda corta y que, desde la primera vez que lo escuchara, buscaba en
distintas estaciones muy temprano antes de salir al campo y tras su pesada
faena laboral ya con la noche encima.
Nieto y abuelo
ignoraban que ese tango era el último de un cantante famoso, muerto en un
accidente aéreo apenas un mes y un par de semanas antes.
Al calor del sake,
ambos hombres se miraban, alzaban su vaso y gritaban: “¡Por una cabeza!”,
palabras que en realidad no les decían nada pero que los conmovían
profundamente.
Cuando supieron que
la misión era inminente y que en pocos días zarparía de la isla, el abuelo le
dijo al nieto: “Olvídame a mí, pero no olvides la canción. Y haz lo que tengas
que hacer, incluso si eso significa entregar tu vida”.
El nieto inclinó la
cabeza y se dejó acariciar la nuca por primera y última vez: nunca antes su
abuelo lo había tocado, tampoco lo había visto tocar a su abuela, muerta tres
años antes, ni a su madre, a la que apenas había conocido.
De su padre, nadie
sabía nada: era un hombre con el que su madre había pasado una noche en un
viaje a la ciudad, luego de realizar un trámite y perder el tren que la
devolvería a su pueblo, del que nunca antes había salido.
La historia se la
había contado su abuela en su cumpleaños número diecisiete.
Y no se dijo más.
“¡Por una cabeza!”
le gritó el piloto al mar y al cielo, fundidos en el horizonte, y sus recuerdos
se esfumaron, reemplazados por los pormenores de la misión y la estática de la
radio en sus oídos, no del todo vencida por el rugido del motor de su avión de
ataque.
La isla apareció en
su campo de visión cuando la avanzada de los primeros dos grupos ya había
lanzado sus misiles y soltado sus bombas, el fuego y el humo mezclados con el verdor
del paisaje y el gris opaco de los buques enemigos, las bases militares que su
grupo debía atacar aún libres de violencia, pero no por mucho.
Miró su reloj de
muñeca, que marcaba las 3.20 de la madrugada, hora en la que su abuelo y el
campo aún dormían, aunque en esa latitud del océano eran en realidad las 7.50,
un par de minutos después del inicio del ataque.
El piloto se lanzó
en picada y, sin más preámbulo, oprimió el gatillo y comenzó a ametrallar todo
lo que se le apareció enfrente, para luego volver a elevarse y dejar que el Sol
le pegara de nuevo en la cara.
La bala de un avión
enemigo, una sola entre decenas, cientos acaso, perforó la coraza de su avión y
se incrustó en su motor, que de inmediato comenzó a humear.
Imposible regresar
al portaaviones, al cobijo de su nodriza.
Las palabras de su
abuelo le llenaron los ojos de lágrimas y el piloto hizo lo que tenía que
hacer: enfiló su Zero hacia uno de los buques estadounidenses para estrellarse
en su torre de mando.
“¡Por una cabeza!”
gritó el piloto japonés y falló en su intento: apenas rozó el barco con las
ruedas de su avión y se desplomó, ya apagado, en el mar.
El piloto perdió el
conocimiento y se ahogó mucho antes de que su avión alcanzara el fondo.
En ese mismo
momento y no muy lejos de donde se le había atribuido el nacimiento al cantante
del tango que tanto le gustaba a su abuelo, una mujer sintió una contracción
distinta de las habituales.
Allá, en el sur de
Francia, aún era 6 de diciembre y ya era de noche, pasadas las siete.
En el villorrio en
el que estaba refugiada, escondida de los alemanes que habían terminado de
ocupar su país de exilio y en donde ella había dejado de ser alemana para ser,
sin más, judía, no había un lugar digno para dar a luz ni un médico competente
para atender la labor de parto, así que Anna consiguió una bicicleta, se fue a
dormir y, al día siguiente, después de desayunar, montó el asiento de su
vehículo y se fue pedaleando a Montauban, no muy lejos de Toulouse, cuna
atribuida de nacimiento de Carlos Gardel, aún ignorante del ataque de los
japoneses a Pearl Harbor y de la entrada inminente de Estados Unidos a la
Segunda Guerra Mundial.
En el huso horario
que contenía a mi abuela materna, de nuevo eran las 7.48 de la mañana del 7 de
diciembre de 1941.
Mi madre, Monique,
nacería un par de días después, el 9 de diciembre, cuando John Lennon acababa
de cumplir un año y dos meses y un día, ignorante de que, entre uno y otro día,
pero treinta y nueve años después y por la noche, sería baleado y moriría a la
puerta de su casa en Manhattan, Nueva York, cuando yo tenía diez años y cuatro
meses y dormía, no sé qué tan apaciblemente, en casa de mis padres, a la espera
del cumpleaños número treinta y nueve de mi madre.
No sé bien cuándo fue la primera vez que escuché “Por una cabeza” de Carlos Gardel, pero siempre que la escucho me saca una o diez lágrimas, cien tal vez. EP