Por una cabeza

Este mes empieza el verano y, con él, los días más largos y más horas que dedicar a la lectura de buenas historias. Por ello hemos preparado una selección de cuentos que ofrecen una oportunidad de vivir otras vidas y adentrarse en otros mundos. La lista de autores es ecléctica porque elegimos a narradores natos, auténticos cuentacuentos. Que sirva esta advertencia.

Texto de 12/06/19

Este mes empieza el verano y, con él, los días más largos y más horas que dedicar a la lectura de buenas historias. Por ello hemos preparado una selección de cuentos que ofrecen una oportunidad de vivir otras vidas y adentrarse en otros mundos. La lista de autores es ecléctica porque elegimos a narradores natos, auténticos cuentacuentos. Que sirva esta advertencia.

Tiempo de lectura: 4 minutos

El piloto despegó del portaaviones y, antes de girar hacia el sur, dejó que el Sol lo deslumbrara.

Pese a todo, había dormido bien la noche anterior, su sueño mecido por el mar y el avance del buque, una gran hamaca metálica rellena de hombres, metralla, armas y, lo más importante, aviones de ataque.

La misión era sencilla: un ataque sorpresa, ráfagas de balas, bombas y torpedos aéreos, explosiones y fuego que no dejarían que el enemigo acabara de despertar antes de que la mayoría de ellos regresaran al cobijo de una de sus seis nodrizas.

No miró atrás y se sumó a su grupo junto con otros cuarenta pilotos, a dos les había fallado el avión y se habían quedado varados en altamar, no en tierra.

La canción resonó al interior de su casco, un tango que su abuelo había descubierto en su radio de onda corta y que, desde la primera vez que lo escuchara, buscaba en distintas estaciones muy temprano antes de salir al campo y tras su pesada faena laboral ya con la noche encima.

Nieto y abuelo ignoraban que ese tango era el último de un cantante famoso, muerto en un accidente aéreo apenas un mes y un par de semanas antes.

Al calor del sake, ambos hombres se miraban, alzaban su vaso y gritaban: “¡Por una cabeza!”, palabras que en realidad no les decían nada pero que los conmovían profundamente.

Cuando supieron que la misión era inminente y que en pocos días zarparía de la isla, el abuelo le dijo al nieto: “Olvídame a mí, pero no olvides la canción. Y haz lo que tengas que hacer, incluso si eso significa entregar tu vida”.

El nieto inclinó la cabeza y se dejó acariciar la nuca por primera y última vez: nunca antes su abuelo lo había tocado, tampoco lo había visto tocar a su abuela, muerta tres años antes, ni a su madre, a la que apenas había conocido.

De su padre, nadie sabía nada: era un hombre con el que su madre había pasado una noche en un viaje a la ciudad, luego de realizar un trámite y perder el tren que la devolvería a su pueblo, del que nunca antes había salido.

La historia se la había contado su abuela en su cumpleaños número diecisiete.

Y no se dijo más.

“¡Por una cabeza!” le gritó el piloto al mar y al cielo, fundidos en el horizonte, y sus recuerdos se esfumaron, reemplazados por los pormenores de la misión y la estática de la radio en sus oídos, no del todo vencida por el rugido del motor de su avión de ataque.

La isla apareció en su campo de visión cuando la avanzada de los primeros dos grupos ya había lanzado sus misiles y soltado sus bombas, el fuego y el humo mezclados con el verdor del paisaje y el gris opaco de los buques enemigos, las bases militares que su grupo debía atacar aún libres de violencia, pero no por mucho.

Miró su reloj de muñeca, que marcaba las 3.20 de la madrugada, hora en la que su abuelo y el campo aún dormían, aunque en esa latitud del océano eran en realidad las 7.50, un par de minutos después del inicio del ataque.

El piloto se lanzó en picada y, sin más preámbulo, oprimió el gatillo y comenzó a ametrallar todo lo que se le apareció enfrente, para luego volver a elevarse y dejar que el Sol le pegara de nuevo en la cara.

La bala de un avión enemigo, una sola entre decenas, cientos acaso, perforó la coraza de su avión y se incrustó en su motor, que de inmediato comenzó a humear.

Imposible regresar al portaaviones, al cobijo de su nodriza.

Las palabras de su abuelo le llenaron los ojos de lágrimas y el piloto hizo lo que tenía que hacer: enfiló su Zero hacia uno de los buques estadounidenses para estrellarse en su torre de mando.

“¡Por una cabeza!” gritó el piloto japonés y falló en su intento: apenas rozó el barco con las ruedas de su avión y se desplomó, ya apagado, en el mar.

El piloto perdió el conocimiento y se ahogó mucho antes de que su avión alcanzara el fondo.

En ese mismo momento y no muy lejos de donde se le había atribuido el nacimiento al cantante del tango que tanto le gustaba a su abuelo, una mujer sintió una contracción distinta de las habituales.

Allá, en el sur de Francia, aún era 6 de diciembre y ya era de noche, pasadas las siete.

En el villorrio en el que estaba refugiada, escondida de los alemanes que habían terminado de ocupar su país de exilio y en donde ella había dejado de ser alemana para ser, sin más, judía, no había un lugar digno para dar a luz ni un médico competente para atender la labor de parto, así que Anna consiguió una bicicleta, se fue a dormir y, al día siguiente, después de desayunar, montó el asiento de su vehículo y se fue pedaleando a Montauban, no muy lejos de Toulouse, cuna atribuida de nacimiento de Carlos Gardel, aún ignorante del ataque de los japoneses a Pearl Harbor y de la entrada inminente de Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial.

En el huso horario que contenía a mi abuela materna, de nuevo eran las 7.48 de la mañana del 7 de diciembre de 1941.

Mi madre, Monique, nacería un par de días después, el 9 de diciembre, cuando John Lennon acababa de cumplir un año y dos meses y un día, ignorante de que, entre uno y otro día, pero treinta y nueve años después y por la noche, sería baleado y moriría a la puerta de su casa en Manhattan, Nueva York, cuando yo tenía diez años y cuatro meses y dormía, no sé qué tan apaciblemente, en casa de mis padres, a la espera del cumpleaños número treinta y nueve de mi madre.

No sé bien cuándo fue la primera vez que escuché “Por una cabeza” de Carlos Gardel, pero siempre que la escucho me saca una o diez lágrimas, cien tal vez. EP

DOPSA, S.A. DE C.V