En esta crónica, Anuar Jalife Jacobo nos enfila para comprar pasteles en el Costco.
Sobre los pasteles del Costco
En esta crónica, Anuar Jalife Jacobo nos enfila para comprar pasteles en el Costco.
Texto de Anuar Jalife Jacobo 26/09/23
No son todavía las 10 de la mañana, pero el termómetro marca casi los 30 grados. Atravesamos un enorme estacionamiento en el que hay dispersa media centena de ficus a los que, por alguna perversa razón, alguien ha decidido condenar al enanismo. Fueron plantados hace más de 25 años y poseen gruesos troncos, pero difícilmente rebasan la estatura de una persona, lo cual les da un aspecto monstruoso. Aun así los lugares contiguos a ellos son sumamente codiciados: ofrecen algo parecido a una sombra en medio de este páramo. La tienda abre dentro de 15 minutos, pero ya hay una larga fila de gente al borde de la epilepsia esperando entrar. De hecho, en la antípoda de cualquier fantasía liberal, el lugar da para imaginarse que así pudieron ser los almacenes soviéticos poco antes de la caída del muro de Berlín: grandes bodegones en los que era necesario hacer largas colas para abastecerse. Aquí se hace fila para entrar, fila para el carrito, fila para el pan, fila para el pollo, fila para los medicamentos, fila para pagar, fila para el cajero, fila para los lentes, fila para el carnet, fila para la gasolina, fila para salir y hasta fila para que le esculquen a uno y le comprueben que no es un ladrón. Nada es rápido ni expedito; ni reina la libertad individual, sino la voluntad de la muchedumbre. La pesadilla del socialismo que quita el sueño a la clase media mexicana está detrás de una credencial con los colores de la bandera estadounidense.
Al ingresar, como en una penitenciaría, un joven exige que uno le muestre su credencial; coteja rápidamente la fotografía contra el rostro real y dice algo ininteligible por un radio. Dentro de la tienda no hay señas de elegancia alguna. El piso es de cemento pulido, los productos se ofrecen sobre pallets de madera o en estantes deslucidos, los precios están impresos en hojas Bond plastificadas, el techo es de lámina y lo atraviesan diversas tuberías y líneas de cableado. Recuerda un poco un local del Zorro Abarrotero o de la Abarrotera San Jorge. Sin embargo, el fantasma de la exclusividad ronda los pasillos mentales de muchos de sus socios. Tanto así que algunos de ellos forman grupos en redes sociales llamados “Fanáticos de Costco”, donde preguntan cosas como “Un amigo me mandó esta foto. [Adjunta imagen de una membresía]. ¿Es cierto que existe una membresía edición especial en francés? ¿Cómo hago para tener una?” O se lamentan: “Fui con mi familia a comprar a Costco. Es increíble la cantidad de gente tatuada que dejan pasar. Se supone que para algo pagamos membresía”. Quizás este sentimiento proviene de que, como en un antro de moda o en un club deportivo, aquí hay que pagar para entrar. También puede justificarse en el hecho de que, a diferencia de un tianguis o un supermercado, parece que no se puede comprar nada por menos de 100 pesos. Comprar solo un dulcecito, una rebanada de sandía o una simple trusa es algo impensable. Lo lujoso de Costco —todo lujo en el fondo es un exceso— no tiene que ver con lo precioso, sino con lo voluminoso. Lo que decía Ibargüengoitia sobre la ciudad imaginaria de Pedrones, en Costco “se confunde lo grandote con lo grandioso”. Recorrer sus pasillos lo hace a uno sentirse como en el castillo de un gigante: un asador del tamaño de un vocho, un frasco de 4 litros de humus, una caja con 12 frascos de tiomersal, una bolsa de zanahorias fritas de 4 kilos, un paquete con 60 rollos de papel higiénico envueltos cada uno individualmente… A cada paso se cuestiona uno si necesita aquello o si lo necesita en tal dimensión o cantidad. Pero justamente esa es una pregunta prohibida en Wholesale. El lujo es lo opuesto de la necesidad y aquí es sinónimo de volumen.
Por eso resulta significativo el reciente episodio de los pasteles que se ha dado en la tienda. El mayorista restringió la venta de sus pasteles a 5 unidades por cliente para evitar el desabasto producido por revendedores que han surgido en años recientes. En la prensa de estas últimas semanas, se pudieron leer titulares más ajustados a una ley seca o una campaña macartista que al mundo de la repostería: “¡No más revendedores! Costco limita venta de pasteles y pays”, “Costco va contra los revendedores de pasteles”, “Revendedora «burla» restricción para comprar pasteles”, “¡Ya los cacharon! Exhiben a revendedores de pasteles” o “«Me los quitaron del carrito»: revendedora explota contra Costco”. La escasez de este producto también avivó el activismo de la selecta clientela del Costco que no tardó en alzar la voz contra otros miembros a los que consideran indignos de ser tales: las revendedoras de pasteles, mejor conocidas en el mundo de la confitería como “Nenis” por la costumbre que tienen de llamar así a su clientela. “Nenis: Llegaron los pasteles. Chocolate y zarzamora”, dicen.
Las Nenis, como decía, no solo han sido fustigadas por la cadena comercial, sino también por los socios, quienes han caricaturizado a las revendedoras como la conocida ogresa Fiona, de la película Shrek, o enviándolas, insultos de por medio, a comprar sus pasteles a Bodega Aurrerá —elección seguramente inconsciente aunque nada gratuita pues, en el fondo, ambas tiendas se parecen—. ¿Por qué han levantado semejante ámpula estas emprendedoras cuya única falta es llevar una porción de azúcar a los hambrientos? Precisamente por eso. Por introducir la necesidad en los reinos del exceso. El comprador ideal de la tienda no va a ella a sacar provecho, sino a desbordar su propio deseo; va a gastar, a antojarse, a comprar cosas que probablemente nunca utilizará, que se terminarán pudriendo o que permanecerán almacenadas durante años. Pero esa es su fantasía y ese es su placer. Las presurosas Nenis atareadas llenando un carrito de pasteles, con su dosis de realidad, destruyen esa ilusión de estar en un mundo donde no existe la privación. Tampoco es casualidad que el encono lo despierte precisamente un pastel. Los indignados no se quejan de que una restaurantera se lleve 3 botes gigantes de mostaza o 10 latas de chiles en vinagre. El pastel por sí mismo es un objeto espléndido. Se come en cumpleaños, bodas y aniversarios. Una rebanada para celebrar el encuentro con una persona querida o como postre después de la comida basta para darle a nuestra jornada algo de extraordinario. Sacar un fruto como este del paraíso del consumo para traficar vulgarmente con él es poco más que una blasfemia. Esos pasteles de 2 kilos, de 20 centímetros de altura y bañados con una densa capa de betún sabor chocolate son un símbolo más que una mercancía, una recompensa que no debería estar al alcance de los paganos a cambio de sucio dinero.
Después de haber recorrido pasillos con pacas de ropa, refractarios de plástico y cartones de cerveza, llegamos al área de panadería. Hay, por supuesto, una larga fila de personas esperando no sabemos qué, pues los refrigeradores lucen rebosantes: hay pasteles y pays de naranja, zarzamora, cajeta, calabaza y limón. Quiero hacerme pasar por un revendedor y vivir una experiencia cercana al linchamiento. Me acerco al mostrador y pregunto a una de las panaderas cuántos pasteles me puedo llevar. La empleada no me responde. Pregunta con la mirada a una compañera, quien, moralmente satisfecha, me dice:
—Ya no estamos limitando la venta. Puede llevarse los que quiera.
—¿Y esa fila, entonces?
—Es para las donitas de azúcar y canela. EP
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