En esta crónica, Antonio Moreno nos lleva de paseo por los míticos rincones, las leyendas locales y los emblemáticos lugares de Ciudad Juárez.
Estampas de Ciudad Juárez en un Sábado de Gloria
En esta crónica, Antonio Moreno nos lleva de paseo por los míticos rincones, las leyendas locales y los emblemáticos lugares de Ciudad Juárez.
Texto de Antonio Moreno 10/05/21
Straight ahead lay the distant lights of El Paso and Juárez, sown in a tremendous valley so big that you could see several railroads puffing at the same time in every direction, as though it was the Valley of the world. We descended into it.
Jack Kerouac, On the Road
Llegué a tiempo a la Bolería Don Beto. Pese a ello, había tres clientes antes que yo, con sus botas picudas, de pieles exóticas. A media cuadra, hacia el poniente, se yergue el oximorónico Puente al revés, santo y seña de Ciudad Juárez; hacia el oriente, nos alcanza a todos un olor a menudo que se escapa del restaurante adyacente, que pone en aprietos el funcionamiento de nuestros hipotálamos. La imagen de los clientes, serenos —pero ahora ya con apetito—, me remite a la pirámide social del feudalismo, el rey perezoso e intocable que todo lo observa y lo oye en lo alto de su trono. El que lustra —con delicadeza y ternura infantil— la piel extravagante de la bota, no se atreve a levantar la cabeza para no interrumpir la mirada fija del rey vato, con esa lasitud del que sabe que lo tiene todo, hacia el más allá de sus linderos. “El que sigue”: me dice el bolero. El aviso me pone muy contento: yo también quiero ocupar el trono. La primera pregunta que le hago al bolero, sintiéndome con autoridad, es sobre la frecuencia con la que las mujeres acuden a lustrarse los zapatos y añado qué tan incómodo puede ser para ambos si una de ellas llega vestida con minifalda. Por los cubrebocas, no pude ver las mazorcas de los cuatros boleadores, pero por las chispas de sus ojos asumí que rieron de contentos. Para los creyentes y no creyentes, el Sábado de Gloria es un día de duelo, de estar en casa sometiendo el cuerpo a una rígida penitencia para que pague por todos sus excesos; pero uno nunca sabe. A un año y poco más de confinamiento, todo mundo quiere andarse a la flor del berro. Les digo que hace cuatro años estuve aquí: acompañé a mi amigo Enrique Cortazar para que le bolearan un par de zapatos fetiche. Les cuento que me había asombrado el conocimiento sobre música de uno de los boleadores, de quien desafortunadamente no recordaba su nombre ni señas particulares, sólo me acuerdo de que el tema de la charla había girado sobre el rock and roll y las bandas más famosas de la década de los setenta en Ciudad Juárez. El boleador se quita el cubrebocas, carraspea y me mira para luego anunciarme —en el medioevo, ese gesto le habría costado la cabeza al súbdito, por irreverente—, con tono melancólico, que Celso Reyes, el mero mero de la música, falleció el año pasado; y que también “el Chato”, el otro fundador de la bolería, había corrido con la misma mala suerte. Con cierta congoja por la noticia, levanto la vista, como dicen los poetas, hacia lontananza. No veo más que sólo coches transitando a mediana velocidad, una foto en blanco y negro pegada a la pared en la que aparecen los difuntos; percibo con mucha nitidez el ruido de la calle, una realidad inmediata, básica, como debe ser, pero insondable. Y, de inmediato, invaden a mi perímetro de visión “el Mariscos” y “el Morgan”, apodos de los parqueros y compas de los boleadores: que ya hace hambre, que el olor del menudo los parte por la mitad, que si le entran o qué rollo.
“A un año y poco más de confinamiento, todo mundo quiere andarse a la flor del berro.”
—2—
A mí me gusta más estar en la frontera. / Porque la gente es más sencilla y más sincera. / Me gusta cómo se divierten, cómo llevan / La vida alegre, positiva y sin problemas: canta Juan Gabriel a todo pulmón desde la rocola. Pasan de las cuatro de la tarde de este sábado terroso, con ráfagas de viento que, si te descuidas, pueden derribarte la peluca y sacudirte la polilla de los huesos. Hay un policía en la entrada que, primero, te toma la temperatura; después, te pone un poco de gel en las manos, como para neutralizar el virus; finalmente, anota tu nombre en una lista y te indica el tiempo de espera aproximado. Luego de saber que vengo solo, me dice que puedo pasar de inmediato, y me señala un lugar cercano a la esquina de la barra en forma de ele. Sé ahora, por uno de los gerentes del Kentucky Bar, Federico Delgado (con quien converso), el lugar exacto en el que estuvo sentado Al Capone bebiendo como un molusco durante toda la noche: justo en la esquina de la barra de madera tallada por rigurosos ebanistas, construida originalmente para un barco; si entonces le creo todo lo que me dice el gerente sin chistar, cabe la posibilidad de que yo esté sentado en el mismo sitio donde John Wayne, Elizabeth Taylor o William Carlos Williams dejaron caer sus pesados traseros (el de ella, glúteos finos, redondos y perfumados), tratando de pasar de incógnito. La canción de Juanga anima a los bebedores y me genera cierta comodidad; paso por alto los ripios, los lugares comunes de la letra e incluso el advertido anacronismo del referente, es decir, ya no se acomoda a los tiempos que corren en Ciudad Juárez: La gente no se mete en lo que no le importa / Todo respetan, cada quien vive su vida [sic]… Sin el propósito de derogar los estereotipos y los mitos fundacionales, si adulteráramos o expoliáramos ese famoso adagio francés, quedaría como sigue: si Juan Gabriel no existiera, los juarenses lo habrían inventado. A un conocido mío, afecto a las teorizaciones de variado cuño y a quien traté con regularidad en los talleres de creación literaria ofrecidos a mediados de los noventa en la Yutep (universidad que está del lado gringo), le dije entre bromas: “verás que a Juan Gabriel habría que considerársele si no un filósofo de la cultura pop, sí un pensador posmo”. Mediante canciones pegadizas, Juanga propone una proyección mental sobre el fenómeno fronterizo. Si las canciones de José Alfredo Jiménez, uno de los trovadores más densos y rabiosos —casi un filósofo—, de manera quirúrgica hacen correr el velo de las quejumbres borrascosas del alma mexicana, las canciones de Juanga, de rompe y rasga, pueden situarte en el pedestal mal disimulado de las emociones; pero quizá pueda ser un oportuno paliativo que ayude a sobrellevar —y, así, sobrevivir— la mohína realidad que nos circunda. He pedido una margarita clásica, a la cual considero una bebida transgénero por sus reapropiaciones, metamorfosis y rudos metabolismos. Tampoco quiero sostener un pugilato con los que saben todo: mi amigo Felipe, un colombiano con pinta de alemán desorientado, me preparó una margarita porteña en el bar que regentea con su esposa en el barrio de Palermo, Buenos Aires, hace dos años, y la verdad no se parece en nada a lo que el cantinero me sirve ahora, excepto el insobornable sabor del tequila. No es que la haya preparado mal, pero siguió un recetario distinto y argumentó orígenes de la bebida nada convincentes: ¿Tijuana? ¿Miami? ¿Los Ángeles? ¿Madrid? Manteniendo a raya todo lo que se ha vertido alrededor de esta bebida, los dimes y diretes, el sarcasmo a medio tono, los falsos pronunciamientos y las medias verdades, pésele a quien le pese, aquí en el Kentucky Bar, situado en la Avenida Juárez y a dos cuadras del puente internacional que conecta con El Paso, Texas, los que inventaron esta bebida —sea cierto o no, da lo mismo— se adelantaron en poner la primera piedra del mito; quiero decir, llegaron primero, elaboraron un discurso y con el tiempo tomó sentido; ahora, casi todos decimos que el coctel margarita es aquello que le pertenece a Ciudad Juárez, aunque haya herejes que digan lo contrario. Y yo vine a tomar una sola margarita para garantizar el mito de los juarenses, aquello que les pertenece.
“Mediante canciones pegadizas, Juanga propone una proyección mental sobre el fenómeno fronterizo.”
—3—
Cualquier frontera es, antes que nada, una idea ambigua: une y separa; en este caso, un lugar rico de otro que es pobre. Hombres y animales poseen el instinto de delimitar su hábitat mediante señales y símbolos que tienen un poder de provocación notable, influyen en nuestro comportamiento y en la manera de mirar el mundo. Los muros que circundaban las ciudades de la antigüedad (para protegerse de los enemigos, los intrusos y de los fenómenos naturales) eran considerados sagrados. De ahí que cada cultura tenga sus marcas particulares y nosotros, por razones míticas, las sacralizamos. Me he detenido en el parque El Chamizal para contemplar “el otro lado” —“el chuco”, “el gabacho”—, desde esa zona arbolada que fue objeto de disputas diplomáticas. Como me quedó de paso, decidí meterle freno al acelerador y quedarme aquí un momento. Esto que contemplo va más allá de una postal: veo el muro, una patrulla de la policía fronteriza que rueda con parsimonia; despuntan a lo lejos los edificios del centro de El Paso, Texas; y, finalmente, como una muralla, las estribaciones de la montaña Franklin. Un coche patrulla se estaciona junto al mío y el agente me dice que debo abandonar el parque porque permanecerá cerrado durante la Semana Santa para evitar la aglomeración de personas que puedan causar un repunte en los casos del virus. Levanto la mano y agradezco. Me dirijo hacia la Plaza de la Mexicanidad, donde se yergue una equis monumental de 62 metros de altura, elaborada por el artista mexicano Sebastián, por la cual cobró nueve millones de dólares, según leí antes de salir del Kentucky Bar. De un lado, el muro, la marca de los gringos; de éste, una tremenda equis roja y —para colmo— tuerta: esa impresión me dio la primera vez que la vi, con un ojo rasgado y gigantesco, y la bauticé como la Equis de Polifemo. Llamarla así contraviene en los propósitos de la magna y colosal escultura. La equis tuerta revela un pobre significado que embroma el dinamismo de una sociedad como la juarense que nunca deja de luchar. La equis mira hacia el gabacho, pero con un solo ojo que, de entrada, la coloca clínicamente en un grado de minusvalía irreversible: el ojo tuerto de la Equis de Polifemo capta el mundo a medias y lo que es peor, es que con el paso del tiempo vaya ésta a necesitar un parche o un monóculo. EP
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