Mujer leyendo en la escalera

Ensayo

Texto de 02/08/19

Ensayo

Tiempo de lectura: 13 minutos

Instrucciones: los fragmentos pueden ser leídos en orden aleatorio y, de ser posible, duchampianamente, al modo de Mujer bajando una escalera.

No tengo la menor idea de en qué calle estuvo situada, pero en su juventud mi madre tuvo una librería de libros religiosos y de cocina llamada San José en Ciudad Valles, San Luis Potosí, un pueblito que se distingue por ser la puerta a la región huasteca y por su calor insoportable que a veces ronda los cincuenta grados. Ignoro también si la librería quebró o mi madre simplemente la cerró a causa de la mudanza que hizo hacia Querétaro. Hasta allá llevó montones y montones de libros que luego colocó en dos enormes libreros azules, en los que uno podía hallar desde las vías más devotas de contacto con dios, las vidas más aventureras y edificantes de increíbles y virtuosos mártires, hasta las recetas más suculentas para una pierna mechada o consejos para una exitosa cena en compañía de una veintena de invitados cuyo plato fuerte eran codornices con espléndidas guarniciones de exóticos vegetales.

Una lee lo que tiene al alcance.

Mi madre nos enseñó a leer en casa mucho antes de ir a lo que entonces se conocía como preprimaria. Tengo la certeza de que lo primero que leí en mi vida fue La Biblia explicada a los niños, un librito de portada roja con una viñeta de Adán y Eva junto al árbol de la sabiduría. Después me aficioné a las vidas de los santos y los mártires. Esos hombres y esas mujeres (pero sobre todo hombres) que lo dejaban todo para marchar a islas ignotas a curar las heridas y besar las mejillas putrefactas de los leprosos. Esas mujeres que eran capaces de morir antes que perder su virginidad. De algún modo insano amaba esas historias porque en ellas pasaban cosas terribles e inauditas, cosas casi inconcebibles, cosas que rebasaban lo que ya desde entonces veía yo como el mundo chato y plano que era la realidad. Mi madre estaba enferma, mi padre se había ido de casa. Mi mundo era ir a la primaria, cuidar a mi madre y hacer labores más bien designadas a personas de mayor edad. A los siete años iba al mercado a hacer la compra, al banco, llevaba a mi madre al hospital. Muchas veces pensé que de grande quería ser una de esas misioneras que se marchaban a países de nombres impronunciables y ubicaciones inexactas. Otras tantas quise, porque mi madre me había inoculado un catolicismo recalcitrante, ser San Francisco de Asís y vivir una por una sus vicisitudes narradas en las Florecillas. Los estigmas. La prostituta seduciéndolo y él invitándola, para probar su fe y demostrarle su castidad y santidad, a recostarse a su vera frente al fuego de la chimenea. Los santos y los mártires eran mis superhéroes. Cómo no querer ser como ellos. Sí, a pesar de las llagas, del hambre, de las heridas, del rechazo de la gente, de ser tomados por locos. Creo que por eso nunca temí al ostracismo, que por eso elegí esa clase de barbarie que es la escritura.

En mis rutinarias salidas al mercado terminé topándome con Archie, Memín Pinguín, Capulinita, Condorito y El mil usos. También conocí El libro vaquero, El libro sentimental y Lágrimas y risas. A escondidas, quedándome con pequeñas cantidades de los cambios del dinero para el mandado, fui comprando estas revistas a las que, por supuesto, me aficioné clandestinamente. Bajo la escalera exterior de nuestra casa en Querétaro, tras los tanques de gas, hice mi escondite de cómics. Así que cada vez que mi mamá se enfadaba conmigo porque no había barrido o trapeado o hecho la comida exactamente como ella quería y me castigaba sacándome de la casa y dejándome sin comer, yo abría una silla de playa (no me pregunten por qué, pero había una silla de playa en casa) y me inventaba que estaba frente a una costa, frente a un mar que nunca antes había visto, pero que era imponente y hermoso, y me dedicaba felizmente a leer y releer mis impías revistas.

Crecer entre la Biblia y El libro vaquero tiene su encanto.

Siempre he gozado el hecho de guardar secretos. De ser una que nadie sabe que soy. Mi madre me creyó durante mucho tiempo una niña católica entregada absolutamente a la fe, a las cosas puras y pías y a todo lo que tuviera que ver con tener contento a dios. Y lo era, una parte de mí, una yo era esa Sara que ella siempre quiso que yo fuera. Esa Sara le leía la Biblia todas las tardes de cinco a seis. Leímos el Antiguo Testamento: Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio, Josué, Jueces, Rut, Job, Salmos, Proverbios, Eclesiastés y el Cantar de los Cantares, leímos también todos los libros del Nuevo Testamento, los Hechos, las Cartas, leímos toda la Biblia excepto el Apocalipsis. Mi madre no quiso que se lo leyera y ya nunca sabré si su miedo a leerlo era por el temor que podría causarle a ella o a mí. Lo que mi madre jamás supo es que sincrónicamente a mis lecturas en voz alta de los sagrados textos, las cuales eran precedidas por comentarios que hacíamos sobre qué nos había parecido ese capítulo, su hija menor, la que ella creía la más bien portada, leía con risa las historietas infantiles y con morbo las de contenido más adulto. Por supuesto un día descubrió mi escondite. Esa tarde le causé una primera decepción a la que precederían al menos un par más, asestadas como saetas a la imagen prístina que siempre tuvo de mí hasta casi antes de su muerte.

Entre los libros religiosos y de cocina se colaron por azar (mi madre me contó alguna vez que esos volúmenes se los habían enviado como disculpa por un error que habían cometido con la entrega de otro pedido) tres libros que serían vitales para mi ingreso a la literatura propiamente: Su nombre era Muerte de Rafael Bernal, El tesoro de la Sierra Madre de B. Traven y El hipócrita de Carlos H. de la Peña. Ésas fueron las primeras tres novelas que leí. Debí tener ocho años cuando ocurrió el hallazgo de esas obras; para ese entonces ya me había engullido la mayor parte de las vidas de santos y los recetarios. Fueron tres experiencias muy distintas, todas decisivas. El hipócrita era un libro oscuro y pesimista sobre la amargura y el fracaso de un médico que se autodefinía como patético, un fingidor. De él absorbí el sarcasmo, la ironía, con él conocí que existía algo llamado derrota y era devastadora y podía romperlo todo, acabar con el sentido de la existencia hasta hacerte desear tu propio fin. Su nombre era Muerte, cuya anécdota es inverosímil —un hombre decepcionado amorosamente huye a la selva lacandona, logra comunicarse con los zancudos a partir de los sonidos de una flauta y descubre su plan para dominar a la humanidad—, me hizo incursionar, de un modo distinto a la imposibilidad y heroicidad de los santos, a un mundo donde lo insólito podía ser posible, donde ninguna teoría por absurda que fuera era descartable. ¿Podía un hombre comunicarse con los mosquitos? Sí. ¿Podía una selva (y cuando digo selva quiero decir amor) consumir la vitalidad y la cordura de un hombre? Sí. El final del libro me enseñó sobre la crueldad, pero también sobre el azar, sobre que cada una de las decisiones que tomamos tiene consecuencias infinitas e inesperadas. Pero El tesoro de la Sierra Madre tiene un lugar aparte de los otros dos. Si digo que lo he leído veinte veces quizá mienta, porque estoy segura de haberlo leído muchas veces más. Amé desde el principio a Dobbs y a Curtin. Amé los cafés de chinos, las lavanderías de chinos, las sucias barracas. Desde que inicié la lectura quise ser un tipo caminando a su lado en busca de oro, quise abrirme paso entre los arbustos con un machete, traer leña, cocinar a la intemperie, arriar a las mulas, escuchar las leyendas de los indios alrededor de una fogata y esconderme de los tigres trepando a un árbol por las noches. Amé a Howard. Los amé a los tres y quise ser uno de ellos, allá, en la montaña, solos, enloquecidos o enloqueciendo por la fiebre del oro. Lo que quiero decir es que B. Traven fue el primero que me hizo sentir hasta los huesos que no me bastaba con ser quien era: una niña de ocho años que iba a la escuela, cocinaba y cuidaba a su madre enferma. B. Traven me hizo saber que yo quería ser mucho más, que yo quería vivir muchas vidas, de hombres, de mujeres, de Otros; que yo no era sólo yo, que podía ser muchas y muchos más, mientras leía.

Durante mucho tiempo no hubo más literatura. Salvo esos tres libros leídos y releídos, no tuve otra forma de acceder a más. Lo que hacía por las tardes era perderme en cada uno de los tomos de la enciclopedia del Reader’s Digest. Me la leí completita, vocablo a vocablo. Como si fuese una tarea en la que se me fuera la vida. Creo que por eso me enamoré del lenguaje, porque me parecía maravilloso y fascinante que existieran tantas palabras, que pudieran significar tantas cosas. Me provocaba estupor que pudiera existir tanto lenguaje, tanto y tanto sentido.

A veces me escapaba a la biblioteca de los dos leones, en el centro de Querétaro. Pero ahí las encargadas, a las que siempre les extrañaba que llegara sola, a las que les mentía diciendo que mi mamá estaba en el dentista de media cuadra más adelante, siempre me vigilaban y únicamente me dejaban estar en la sección infantil. Sólo me ofrecían libros que me resultaban sosos, facilones. Me entretenía con algunos cómics y muchas veces ni siquiera los leía, me quedaba sentada en esas mesitas y sillitas hechas para niños impulsada por la imperiosa necesidad de sentirme rodeada de libros, de sentir que todos esos artefactos hechos de papel eran mundos a los que algún día tendría acceso.

A la literatura me la volví a encontrar en el cuarto de hospital donde internaron a mi madre seis meses antes de morir. Nos habíamos mudado a Ciudad Valles, yo tenía diez años, cursaba sexto y no conocía la biblioteca de la ciudad: iba sólo de la escuela a casa a cuidar a mi mamá. En la primaria donde estudiaba tampoco había biblioteca ni rincón de lectura: nada. Recién llegada, mi madre permaneció en cama y toda la realidad era atenderla a ella, ayudarla a paliar sus terribles dolores. A veces le improvisaba un show cómico para hacerla reír, inventaba chistes, imitaba voces: funcionaba. Ya nunca le leí más la Biblia. No sé si al final perdió algo de su fe. Sé que yo me cansé de pedirle a dios un milagro y al último más bien le rogaba porque se la llevara para que ya no sufriera. Cuando la internaron dejé de verla; debido a mi escasa edad sólo me permitían entrar en raras ocasiones. Quien la cuidaba era mi hermana, apenas dos años mayor que yo. Mi hermana estaba ya en la secundaria y fue ella quien trajo de nuevo los libros a mi vida. Recuerdo una vez que me dejaron entrar a ver a mi mamá, dormía debido a los sedantes. Yo me aburría sin remedio mientras que mi hermana estaba totalmente imbuida en El Cantar de Mio Cid. Yo quería que ella soltara el libro y me hiciera caso, pero no hubo forma de lograrlo. Entonces simplemente le pedí que me lo prestara cuando lo acabara. Y así fue como conseguimos nuestra proveedora de libros: la biblioteca de la Secundaria Técnica No. 16 de Ciudad Valles. Mi hermana se hizo amiga de la bibliotecaria, quien le prestaba libros incluso para sacarlos de las instalaciones. Casi todos eran de la colección Sepan Cuantos. Casi todos eran clásicos de la literatura universal. Casi todos fueron devorados durante los últimos seis meses de vida de mi madre.

No sé cómo descubrimos que existía la Biblioteca Pública Municipal ISSSTE-SEP de Ciudad Valles. Sé que fue después de la muerte de mi mamá. Yo ya estaba en primero de secundaria y tenía acceso a la biblioteca escolar, pero nos resultaba insuficiente. Lo que sí puedo evocar es que cuando entramos a esa biblioteca del ISSSTE nos pareció un oasis, era uno de los pocos lugares del pueblo que tenía aire acondicionado, además de un botelloncito con agua que los usuarios podían beber en conitos. Solíamos pasar horas y horas leyendo y escogiendo los libros para llevar a casa. Ahí tuvimos acceso a la colección completa de Sepan Cuantos de Porrúa, a la de Lecturas Mexicanas de la SEP y a muchas más. Si eran de literatura, podíamos pedir tres libros por seis días. Lo cierto es que solíamos ir por recarga de libros dos o tres veces a la semana. Leíamos día y noche, cada quien sus libros o en voz alta una a la otra. Leíamos, literalmente, como si no hubiera un mañana.

Y no había un mañana. No para nosotras

Muerta mi madre quedamos a cargo de un tío al que no le hizo mucha gracia tener que cuidar a dos adolescentes raras que hacían cosas raras (como leer en demasía) y que además parecían ser muy rebeldes. Mi tío era un hombre sin educación que nada sabía de procesos de duelo tras la pérdida de un ser querido. El hombre intentó someternos, meternos a un internado, ingresarnos al tutelar de menores, pero ésas son otras y muchas historias que no voy a contar aquí. El caso es que al año el tipo murió de un infarto. Ese mismo año la herencia que mi madre nos había dejado se esfumó tras los fraudes masivos de las cajas populares en México. De un día para otro perdimos nuestra herencia y a nuestro tutor legal. Afortunadamente nadie sabía que vivíamos solas. Creo que la gente del pueblo prefirió pensar que seguro había alguien haciéndose cargo de nosotras, aunque no fuera así. Durante un tiempo todavía la caja popular nos daba los intereses del dinero ahorrado, hasta que un día dejó de ministrarlos. Si me preguntan por esas épocas, les diré que me resultan absolutamente borrosas. Yo estaba todavía en la secundaria y no recuerdo si mi hermana también o ya había salido o estudiaba en una escuelita para secretaria comercial (que fue el único futuro al que mi tío nos había conminado: secretarias, recepcionistas, dependientas, meseras). Lo que sí puedo rememorar son tres hechos que me hicieron ser quien soy: la gran vida secreta que vivimos a través de los libros; que los libros se convirtieron en nuestros padres y en nuestro alimento; y el episodio así llamado La Gran Quema.

Solía robarme las hojas de rotafolio que sobraban de los ejercicios en clase en la secundaria. Lo hacía para transcribir en ellas versos de Elsa Cross, Thelma Nava, Rosario Castellanos, José Carlos Becerra, Octavio Paz, José Vicente Anaya, entre muchos otros más, y pegarlos en las paredes de nuestra casa. Al menos esa herencia no se había perdido. Amaba tanto esos versos que necesitaba verlos en gran formato: rodeándome, sí; arropándome, sí: llenándome de lenguaje, sí; pero también tapando, ocultando la miseria en la que estábamos viviendo. Nos leímos todo lo habido y por haber de aquella biblioteca del ISSSTE. Me recuerdo una navidad leyendo El conde de Montecristo y escapando con Edmundo Dantés de la prisión para luego vengarme de mis enemigos. Recuerdo cómo amaba a Vicente Riva Palacio, cómo sufrí y gocé Monja y casada, virgen y mártir, Martín Garatuza y Los piratas del Golfo, cómo odié y temí a la Inquisición. Puedo verme a mí misma mirando al leer, como si fuera en una pantalla de cine, escenas de Los tres mosqueteros, que yo juro estaban incluso musicalizadas. A veces creo que alucinamos, como una vez ya no teníamos para pagar la luz y nos la cortaron y leíamos con el libro detrás de una vela. Esa noche, que tocaba el turno a El perro de los Baskerville, el terror se apoderó de nosotras y escuchamos ruidos y era tanto el miedo, pero tantas las ganas de seguir avanzando en las páginas, que no soltamos el ejemplar. No hubo historia que me diera más pavor que El signo de los cuatro, también de Conan Doyle, también de mi entrañable Sherlock Holmes. Las noches de esa época las pasamos enteras leyendo. En Ciudad Valles hacía un calor infernal, incluso de madrugada. Leíamos hasta que refrescaba un poco a eso de las cinco de la mañana y luego caíamos rendidas. Por supuesto, fueron años en los que faltaba casi todo el tiempo a la escuela. No me explico en realidad cómo es que aprobé la secundaria.

Desvariábamos por la literatura, por la soledad, por el calor, por el hambre. Me acuerdo, por ejemplo, que una vez mi hermana se desplomó. Llevábamos dos días sin comer. Lo que nunca voy a olvidar es un episodio que tiene que ver con La Gran Quema. Como dije, no teníamos luz y tampoco gas. Así que para cocinar se nos ocurrió un método singular, pero efectivo: pusimos una gran olla y arriba de ella una rejilla, adentro del recipiente hacíamos bolita las hojas de los libros de la librería de mi mamá y luego les prendíamos fuego, éste, por supuesto era precario y fugaz, pero servía para cocinar algo rápido, muy rápido. Llamamos a esta parte de nuestras vidas La Gran Quema porque uno a uno fuimos quemando los libros de mi madre para poder cocinar las cosas que conseguíamos para comer. Una noche me ardía muchísimo el estómago de hambre, no puedo saber ahora cuánto tiempo llevaba sin comer, el hecho es que no sé de dónde había sacado unas papas que tenían raíces, es decir, estaban entre podridas y generando nuevos brotes. Con gran ilusión las calenté en un sartén con nuestro método de hojas de libros. Sin embargo, cuando le di la primera probada a aquellas papas, empecé a llorar: por alguna razón sabían a lápiz, puedo evocar aún ese sabor a madera en la lengua, estaban incomibles. Lloré de desesperación y de hambre y de miedo y lo siguiente que pasó es algo por lo que le estaré agradecida toda mi vida a mi hermana. Con voz calmada me dijo, ya no llores, ven, te voy a leer algo y vas a ver que se te va a quitar el hambre. Y así fue. No me pregunten qué libro, soy incapaz de recordar qué me leyó en voz alta, pero al paso de los minutos y las horas el hambre se fue borrando y las lágrimas también.

Los libros, literalmente, fueron mi alimento.

La Gran Quema duró un tiempo limitado: un día los libros se consumieron de manera definitiva. Mientras tanto seguíamos leyendo ejemplares de la Biblioteca Pública Municipal ISSSTE-SEP (ninguno de ellos pereció en la hoguera, debo aclarar). La directora era una mujer sensible que pareció darse cuenta de nuestra afición lectora y nos proporcionaba tiempo extra o incluso nos llegó a regalar volúmenes que ya estaban descontinuados. Cuando digo que nos leímos toda el área de literatura de esa biblioteca no exagero: Amparo Dávila, Guadalupe Dueñas, Josefina Vicens, Inés Arredondo, Silvia Molina, Julieta Campos, Sabina Berman, Beatriz Espejo, María Elvira Bermúdez, Gabriela Mistral, Isabel Allende, Louisa May Alcott, Agatha Christie, Emily Brontë, Jane Austen, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Vicente Leñero, Juan José Arreola, José Agustín, Jorge Ibargüengoitia, Jaime Sabines, Amado Nervo, Xavier Villaurrutia, Mariano Azuela, Sergio Mondragón, Salvador Elizondo, Francisco Tario, Walter Scott, García Márquez, Nietzsche, Wilde, Kafka, Dostoyevsky, Neruda, Poe, Carroll, Verne, Salgari, Swift, Dumas, Stevenson, Hemingway, Cortázar, Huxley, Camus, Borges, Kipling, Dickens, Twain, Kundera, Sartre, son algunos de los que vienen a mi mente ahora. Cómo olvidar a la entrañable Marianela de Benito Pérez Galdós, mi primera reescritura para una tarea de la secundaria, o al enigmático Demian de Hermann Hesse, si por él se llama así mi sobrino.

Cuando nos acabamos toda el área de literatura mi hermana empezó a explorar otras secciones. En Historia se encontró con un libro llamado Crónica de la intervención, siempre he pensado que lo catalogaron mal porque debieron creer que se trataba de la Intervención francesa. Pero cuando mi hermana abrió el tomo y vio el inicio, lo que leyó fue esto: “Quiero que me cojan todo el día y toda la noche”. Inmediatamente supo que ésa no era una obra de historia y que quería leerla. Éramos adolescentes entonces y qué adolescente se hubiera resistido a un comienzo así. Yo siempre digo que fue por unos versos de José Carlos Becerra, “Cada palabra es una lámpara encendida / para verte cuando tú no estás”, que yo decidí escribir poesía. Pero también siempre digo que Juan García Ponce, el autor de Crónica de la intervención, fue mi padre sin saberlo. Ese texto cambió mi vida, me cambió a mí, me hizo ser otra en todos los sentidos posibles. Por ese libro decidí ser escritora y ese deseo que parecía irrealizable, si se miraban bien mis circunstancias: huérfana y sin un peso encima, me hizo hacer y creer en cosas que entonces me habrían parecido inasequibles. Ese libro me dio el valor, el coraje, la insolencia de pensar que yo podría ser una escritora algún día y que valía la pena hacerlo todo, por difícil o duro que fuera, para lograrlo. Por ese libro fui más allá de las reglas de la sexualidad impuestas por la moral y a la larga descubrí mi bisexualidad. Lo consulté muchas veces como a un oráculo para saber qué hacer y qué no hacer. Por ese libro deseé que mi vida estuviera siempre unida a la belleza del lenguaje, a la transgresión del lenguaje, a las posibilidades infinitas, a la imposibilidad del lenguaje.

Estoy convencida de que sin la literatura jamás hubiera cometido la insensatez de querer ser otra distinta de la que yo estaba destinada a ser: sin los libros yo no sería yo. Estoy convencida de que sin la literatura, sin haber aprendido a amar a los libros de tantas y tantas formas yo no me habría salvado. Tal vez, y lo digo literalmente, ni siquiera estaría viva. EP

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