Una visión panorámica de sí misma

Presentamos un cuento del escritor mexicano Federico Vite, quien fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y actualmente forma parte del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

Texto de 13/06/22

Presentamos un cuento del escritor mexicano Federico Vite, quien fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y actualmente forma parte del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

Tiempo de lectura: 6 minutos

El futuro, por ejemplo, ¿cómo se construye el futuro? Mete la mano en la caja de zapatos oculta bajo el camastro. Extrae una vela y un encendedor. Al tercer chispazo los objetos se liberan de la noche; adquieren una vaporosa consistencia bajo la luz trémula de la llama pequeña. Abre la libreta vieja y apresta el lapicero. Empieza a escribir sobre la superficie de la hoja: “Al tercer mes subí de peso. Mi rostro se rellenó; se redondearon mis rasgos angulosos y adquirieron un relieve más suave y rubicundo, algo normal para una mujer en gravidez. A pesar de eso, mi cara aún mostraba los rasgos espléndidos de la juventud”. Pone la mirada en las paredes grises. Ese tono reproduce la experiencia asfixiante del encierro. No tiene idea de cuánto tiempo lleva ahí, pero agradece la soledad para replantearse algunas cosas que evidentemente no logra dirimir en la escritura. Hace una pausa para frotarse las manos. Escribe regularmente para dejar constancia de las emociones que experimenta. Eleva la mirada al techo para concentrarse. Imagina la recámara que tenía cuando era niña. Pero le cuesta mucho trabajo mantener esa imagen en la mente; literalmente lucha por reconstruir la última vez que estuvo recostada en esa cama. No puede recordar, siquiera, el color de la puerta principal. Esa habitación estaba en la tercera planta de la casa, desde ahí podía observar el mar. Esa era la única virtud de aquel inmueble. A cambio de la visión panorámica del Pacífico sufría el calor durante todo el día. “De ahí salí a prisa como siempre, con un pan en la mano y un termo lleno de café”, escribe en la libreta. Tiene ligeros problemas en los dedos de la mano izquierda. Atenaza el lapicero para facilitar los desplazamientos de la tinta sobre la hoja. Con la diestra limpia el sudor de la frente y regresa la mirada a la página. Renueva el trazo narrativo: “Mi padre fue un comerciante. Enfrentó a varios extorsionadores; se baleó con unos, mató a otros, pero al final terminó amarrado a un árbol. En ese sitio lo acribillaron ejemplarmente. Su madre, también comerciante, recogió el cadáver y lo llevó a casa para limpiarlo. Durante tres días y dos noches habló con él”. Ella creció en la ciudad. Fue una mujer sana e incluso alegre. Su memoria reconstruye algunas cosas y pone sobre la hoja esas improntas del tiempo: “Me casé muy pronto con un viejo. Él me llevó a otro sitio. Después a otro; luego a otro”. Piensa que si alguien toma ese libreta donde ella escribe y cambia los nombres de los personajes en el relato algo grave le pasaría a sus recuerdos. ¿Qué va ser de mi historia sin mi nombre? Inquiere en voz alta. ¿Es un apego mayor seguir siendo yo? ¿Debo pensar como si fuera ella, la que observa el mar aún siendo niña? Se pregunta en voz baja. Echa un vistazo al camastro. Ve los cartones en el piso; las sábanas sucias, amontonadas en la esquina. Todo está monumentalmente desordenado. Si cambio los nombres no tiene sentido lo escrito, dice. Contempla la flama pequeña de la vela. ¿Si cambio los nombres qué podría perder esta historia? Vuelve a preguntarse y gira la cabeza a la izquierda. Escucha la orden de una voz sutil pero imperativa, una voz que desde hace tiempo la obliga a proceder. Entonces el fuego se convierte en el signo de redención. Piensa nuevamente en aquel cuarto de la infancia. En el paisaje que aprehende desde ese lugar, un luminoso mar que solo puede apreciarse desde ahí, a plenitud visual y emotiva. Una casa es la vista panorámica de uno mismo, el calor de una certeza existencial, una suave pulsión del tiempo como el presente y el presente, el matiz de los anhelos. Agarra el encendedor. Acerca los cartones que usa para cobijarse en el camastro y comparte el fuego a los objetos. Crece la flama. El encendedor arde como las sábanas, la ropa sucia y las hojas de la libreta. Gira la cabeza a derecha e izquierda para comprobar que el fuego avanza desde diversos flancos. Desde su perspectiva, las hojas de esa libreta adquieren un tono dorado que incrementa el brillo en la medida que se avivaban las flamas. Cierra los ojos para guardar en la memoria ese momento: las lenguas del fuego tocan las plantas de los pies, las pantorrillas, las piernas y el vientre. Siente la potencia abrasiva del ansia. Aprieta los puños y la mandíbula para ahogar el grito. No es necesario arrepentirse ni pedir ayuda: todo acaba muy pronto. Pasada esa fase del proceso eleva los párpados y se pregunta nuevamente: ¿Se construye el futuro? Se levanta del camastro y con azoro recorre la sala. Se sube a la hamaca y desde ahí atisba el azul metálico del Pacífico. Escucha que su padre habla en voz alta. Se asoma por el ventanal. Es muy joven, casi tanto como ella. Tiene el torso desnudo. Ya se hizo la cicatriz en el pecho, la que ella tantas veces acarició de niña. Es tan joven, dice. Él no logra verla, pero se siente observado. Se cubre el torso con una playera. Abandona la casa. El día es clarísimo y el calor no abrasa. Ella sale de la habitación, despacio, sin hacer ruido. Viste una blusa de color blanco y un short de color azul marino. El peso y olor de esa ropa es distinto a lo que ella recuerda, pero se trata de la misma casa y del tiempo vivido ahí. Cuando atraviesa las paredes percibe un poco más de frío en la estancia, pero nada desagradable. Checa los objetos del padre. En esa vida, la que ella acuciosamente merodea, él ni siquiera ha conocido a su futura esposa, la encargada de velar al padre, después de que lo ataran al árbol y lo asesinaran ejemplarmente. Descubre con azoro que incluso ese árbol aún no se siembra. Sale del cuarto y regresa a la tercera planta. El segundo piso está a oscuras, como un hueco que solo puede iluminarse en la medida que se construye el futuro de esa familia. Observa sin prisa, como si mordiera visualmente cada milímetro del océano, la caída del sol y la noche la lleva a la otra estancia, donde escribe: “Mi padre fue un comerciante. Enfrentó a varios; se baleó con unos, mató a otros, pero al final terminó amarrado a un árbol”. Eleva la vista al techo, a las paredes sucias y entiende que debe seguir escribiendo: “Al tercer mes empecé a subir de peso. Mi rostro se rellenó; se redondearon mis rasgos angulosos y adquirieron un relieve más suave y rubicundo, algo normal para una mujer en gravidez. Tuve un aborto espontáneo en el séptimo mes. Yo ya estaba encerrada en este sitio. Lo tuve aquí, junto a mis pies, muerto. Días después se lo llevaron y llegó otro cliente”.  Antes del embarazo conoció a Vicente en un supermercado. A petición de él intercambiaron números de teléfono. Después mensajes; luego llamadas. Conversaron muchas veces. Ella se animó a verlo a escondidas, en una parque. Aprovechó que su esposo había salido por negocios. Él la esperaba con una rosa blanca. Tomaron un helado. Se despidieron efusivamente. Cuando ella iba rumbo a casa la alcanzaron tres hombres. La sujetaron de las manos y la espalda; la arrastraron hasta un Jetta color beige. Ya era de madrugada cuando entró a la habitación; la desnudaron y la bañaron. Recibió su primera visita. Él se limitó a bajarse el cierre del pantalón: sacó el pene y ella permitió que todo lo demás fuera menos violento. Después recibió otros jóvenes. Uno de ellos solía verla con frecuencia, Jonás, él fue quien le dio la libreta y el lapicero. Da media vuelta y se dirige al baño. Enciende la hojas de los periódicos apilados en el retrete. Retrocede unos centímetros para apreciar con mayor nitidez que el fuego se apropia de todo. Después usa el encendedor con la libreta. Prende esas palabras que dan cuenta de una historia sencilla, un relato vital y violento largamente anudado en el futuro. “Jonás se encargó de revisarme. Es quien me dijo que estaba embarazada”, escribe. Preserva la memoria de aquellos tiempos y expresa por escrito algunos recuerdos vagos e inquietantes. Baja la mirada, toma el lapicero y redacta: “Sé que debo esforzarme para imaginar mi liberación”. Después hace una pausa larga. Si alguien cambia los nombres no tiene sentido lo escrito, dice. Ve la llama pequeña de la vela, el encendedor y el fuego. ¿Si alguien cambia los nombres qué podría perder esta historia? ¿Qué perdería yo si hablara de mí en tercera persona, por ejemplo, y escribiera ella gira la cabeza a derecha e izquierda para comprobar que el fuego avanza desde diversos flancos? A unos metros de distancia está esa figura alta y oscura, la que emite la orden. Es la dueña de la voz suave e imperativa que la ofusca, la controla de manera categórica. Entonces el fuego es redención. Piensa hondamente en la recámara que tenía cuando era niña. En el calor y la tibieza de esa estancia que ella concibe como parte esencial de su existencia, porque desde ahí puede lograr un cambio, un modificación en el destino, puede lograr una fisura y escapar de esa voz. Esa maldita voz. EP

DOPSA, S.A. DE C.V