En Libros les traemos fragmentos de publicaciones elegidas por los editores de Este País. «En busca del espacio perdido» es uno de los once textos que conforman En tierra de nadie de la editorial Gris Tormenta. Es el cuarto título de la colección Disertaciones, antologías alrededor de un tema debatido por un grupo heterogéneo de voces. Aquí se recopilan memorias y narraciones personales sobre la migración y el exilio de autores que han sido migrantes o han vivido de cerca la experiencia. Entre sus páginas están historias contemporáneas como una travesía africana que termina en un naufragio cerca de la isla italiana de Lampedusa, una familia que viaja de Cuba a Estados Unidos atravesando ocho países y un escritor que habla a distancia con un amigo sirio estancado en Alemania.
En Libros les traemos fragmentos de publicaciones elegidas por los editores de Este País. «En busca del espacio perdido» es uno de los once textos que conforman En tierra de nadie de la editorial Gris Tormenta. Es el cuarto título de la colección Disertaciones, antologías alrededor de un tema debatido por un grupo heterogéneo de voces. Aquí se recopilan memorias y narraciones personales sobre la migración y el exilio de autores que han sido migrantes o han vivido de cerca la experiencia. Entre sus páginas están historias contemporáneas como una travesía africana que termina en un naufragio cerca de la isla italiana de Lampedusa, una familia que viaja de Cuba a Estados Unidos atravesando ocho países y un escritor que habla a distancia con un amigo sirio estancado en Alemania.
Este
es un fragmento
del ensayo de Aleksandar Hemon, donde el autor escribe sobre cómo sus padres,
después de la caída de Yugoslavia, intentan hacer una vida desde cero en
Canadá, un país al que llegaron sin conocer el lenguaje y sin pertenencias.
Desde la lejanía, los Hemon observaron la destrucción de su hogar mientras
construían uno nuevo.
[…]
El problema persistente de vivir en un edificio de departamentos era que mis
padres siempre estaban en el espacio de alguien más, así que cuando tuvieron la oportunidad de
comprar una casa en una cerrada se aferraron a ella con todas sus fuerzas. La
casa era modesta, con un pequeño patio trasero y una estructura que la agente
de bienes raíces describió como El Granero. Se trataba, en realidad, de un
taller, uno que había sido construido por los antiguos dueños —un ingeniero nacido en Australia. No tardó
mucho en correr el chiste que mi padre había comprado El Granero y que la casa
venía con él. Mi madre asegura que
mi padre vive en El Granero y que solo vuelve a la casa para comer y dormir.
Para
algunos inmigrantes, la propiedad es aquello que poseen, aquello que les da una
legitimidad real —su
parcela de tierra extranjera, que se convierte en un hogar por virtud de que
les pertenece. Para mis padres, sin embargo, la casa, El Granero y el pedazo de
tierra que compraron eran apenas un cascarón a medio llenar con sus proyectos,
un espacio donde se mantenían activos. Un título de propiedad no era suficiente
para hacer que ese espacio fuera suyo de verdad; como los primeros colonos,
necesitaban darle una nueva forma para hacerlo propio.
En
los quince años que llevan viviendo ahí han emprendido una serie de proyectos
que han transformado el espacio en un lugar que represente su (re)actualización. Mi padre le
añadió una chimenea a la casa,
lo que implicó que tenía que cargar ladrillos hasta el techo y que mi madre se
preocupara (cada vez que yo llamaba para saber cómo avanzaba el proyecto)
porque podría caer y fracturarse la espalda. La habían instalado en el sótano, así que cada que llamaba en invierno para ver
cómo estaban, su reporte siempre venía acompañado del chisporroteo de la leña en la chimenea mientras
afuera caía la nieve canadiense. También
descargaron, con ayuda de mi tío, un camión
de tierra en un rincón del patio trasero para hacer un jardín de vegetales;
cada verano cosechan tomates, pimientos, cebollas, pepinos.
La
lista de enmiendas y mejoras a la propiedad original es extensa e
impresionante, y El Granero se ha convertido en un verdadero centro de
operaciones para todos los proyectos de (re)construcción. Ahí es donde Papá
hizo una mesa de jardín y bancas para que en el verano puedan sentarse a la
sombra y hacerse una comida con todo lo que cultivaron de su jardín […]. Y lo
más importante, El Granero es el sitio donde sucede casi todo lo relacionado
con la apicultura de Papá; es ahí donde hace sus colmenas y marcos, donde
extrae la miel y donde ha dedicado una repisa entera (que construyó él mismo) a
las reservas de propóleos.
Si
El Granero es su mente, el apiario es su alma. Hay entre veinte y cuarenta
colmenas en un pequeño claro que da hacia el este, un poco más allá del complejo. En el verano, las abejas
zumban mientras salen a hacer su trabajo, un sonido y una vista tan agradable
que Papá ha puesto una silla (recuperada de la basura) justo arriba de ellas,
para poder sentarse en su trono y disfrutar de su dominio. Al pie de la silla
hay una pequeña lápida que dice «Mak
2006». Las cenizas de Mak,
nuestro único perro, están ahí. Si mi padre experimenta la trascendencia alguna
vez, aquí es donde sucede, un instante antes de que el zumbido de las abejas
obreras lo adormezca.
La
soberanía de su dominio, sin embargo, es precaria, siempre necesitada de
protección. Aunque cada año mis padres vuelven de visita a Sarajevo unos meses
después del (por lo general
largo) invierno, siempre están reticentes acerca de dejar su territorio en el
verano: les preocupa que el calor seque el jardín, que los enjambres se escapen
de las colmenas sin supervisión, se preocupan por los ladrones y por toda una
cantidad de situaciones impredecibles —ya
una vez dejaron su hogar y nunca más volvieron. Proteger y mantener el espacio
que tienen en Canadá se ha vuelto su prioridad, su proyecto dominante.
[…]
yo estoy deslumbrado por mis padres. Los terribles clichés de la cultura dominante norteamericana
muestran a los inmigrantes como inocentes recién llegados. En la condescendiente
imaginación nativa, los inmigrantes son tragados y digeridos por la cultura a
la que llegan, y sus prácticas son supuestamente tan recónditas que los nuevos
inmigrantes serían más parecidos a niños. Lo que tales obviedades no ven es el
poder transformador e ingenioso de los inmigrantes, incluso aquellos que, como
mis padres, llegaron ya con cincuenta años y con poco conocimiento del idioma
inglés. Al llegar, mis padres
hicieron lo que los primeros colonos de Norteamérica: transformaron el espacio en el que se
hallaban. Mis padres no exterminaron nativos, pero sí tuvieron que lidiar con
la burocracia y el papeleo, con encontrar trabajos y ser despedidos, con las
deficiencias en su conocimiento del idioma que devenían en condescendencia mientras,
a la vez, construían un espacio que sería indeleblemente suyo.
El domino que mis padres se construyeron es perfectamente soberano. Ahí pueden hacer y crear cosas que les permiten ser ellos mismos; aquí es donde ejercen su poder, una burbuja afuera de la cual están reducidos a la pasividad impuesta por la historia. Su casa, El Granero y el patio trasero son lugares donde no son refugiados. El tiempo no lo pudieron recuperar, pero el espacio sí, y lo hicieron. EP