¿Cómo será visto el trabajo cuando, en unos años, sea abolido del planeta? Luis Reséndiz escribe una ficción al respecto, basándose en la serie de televisión, The Office.
¡A la sala de juntas! Una lectura de The Office desde el futuro
¿Cómo será visto el trabajo cuando, en unos años, sea abolido del planeta? Luis Reséndiz escribe una ficción al respecto, basándose en la serie de televisión, The Office.
Texto de Luis Reséndiz 19/05/22
Mucho ha pasado desde que en el año 2400 se concretó, tras largas y prolongadas revueltas humanas y robóticas, la abolición del trabajo asalariado en el planeta Tierra. Aunque en las colonias extraterráqueas aún se conservan vestigios del viejo mundo laboral en forma de robots que realizan labores, sobre todo de terraformación, y aunque algunos animales aún son utilizados en formas tradicionales de agricultura —es bien sabido que el arado de bueyes en las rojas planicies de Marte ha resistido el pasar de las centurias—, en general podemos decir que la humanidad ha pasado unos felices siglos desde que el trabajo asalariado desapareció de su estructura social.
Gradual pero inevitablemente, la desaparición material del trabajo ha tenido como consecuencia lógica su desaparición de la esfera simbólica. Tras la abolición del Primero de mayo y del derecho a huelga, últimos vestigios laborales que conservaban los calendarios y legislaciones interplanetarias, el trabajo ha pasado a convertirse en una pieza de museo olvidada por buena parte de la población.
Algunos estudiosos, sin embargo, han realizado extraordinarias faenas a fin de recuperar al menos parte de la memoria del trabajo asalariado (Bartleby, por ejemplo, en No hacerlo: una meditación sobre el desgano), uno de los grandes pilares de aquella sociedad casi olvidada de aquellos siglos aparentemente lejanos. Esta labor, financiada en buena medida por la Sociedad Jeff Bezos por la Memoria y la Justicia Laboral, ha encontrado recientemente, en los sótanos de la Biblioteca del Congreso de Coatzacoalcos, una importante pieza audiovisual considerada ahora indispensable para la comprensión de las dinámicas laborales de la sociedad humana primitiva en ese curioso ecosistema conocido como “la oficina”. Esta pieza es el documental titulado The Office: An American Workplace.
Desde su descubrimiento hace veinticinco años, distintos estudiosos de la industria audiovisual han pasado largas noches restaurando los discos en los que estaba contenida esta magna obra. Aunque el soporte físico del cine y la televisión de aquella época ha sido sustituido desde entonces por las redes neuronales de nuestros días, aún quedan numerosos entusiastas de lo análogo, quienes dedican sus esfuerzos a desenterrar discos duros de computadoras físicas, discos físicos de reproductores y hasta cintas donde, inauditamente impresas, pueden verse y proyectarse las imágenes que conforman una película. Fueron estos estudiosos quienes se encargaron de traer de vuelta el documental que narra la vida, durante casi una década, de los distintos integrantes de una oficina tradicional de finales del siglo XX y principios del siglo XXI en la zona que ahora se conoce como Nuevo Nuevo México (un área famosa por sus ruinas arqueológicas de antiguas oficinas).
Durante siglos, estudiosos y aficionados al pasado se han devanado los sesos tratando de esclarecer por qué nuestros antepasados decidían someterse al extraño sistema de la oficina. ¿Por qué la humanidad se recluía, voluntariamente, en cubículos de dos por dos metros (o menos) como modo de vida? ¿Por qué entregarse al yugo de la jornada de las ocho horas, por qué rendirse a la periodicidad de aquello que llamaban “la nómina”, famosa por “tardarse en caer”? Y sobre todo, ¿qué función tenía la cafetera presente en buena parte de los vestigios de oficinas que se han encontrado? El descubrimiento de The Office bien podría implicar una respuesta a esas interrogantes.
Una de las primeras lecciones que pueden apreciarse a lo largo de este documental es la importancia que tenía el trabajo para la vida social humana en esos tiempos. Aunque ahora resulte impensable y acaso hasta patético, en aquella época se consideraba perfectamente normal que un empleado dedicara la mayor parte de su vida a asuntos de oficina o relacionados con la oficina. Del trabajo se desprendían una serie de relaciones que hoy en día sería absurdo comenzar en un empleo: relaciones de amistad, de fraternidad incluso, y hasta vínculos sexoafectivos.
El bienestar de la oficina, sin embargo, necesitaba de un adhesivo social: el chisme. Esto es comprensible: los seres humanos somos criaturas de relatos, y pocos relatos tan interesantes para la curiosidad humana como la progresión del romance entre la recepcionista y el vendedor, o la contadora y el vendedor, o la enfermera que cuida la recuperación post-infarto del vendedor… y el vendedor. Así, The Office demuestra que el chisme resultaba esencial para el correcto funcionamiento de una oficina.
¿Y en qué consistía el funcionamiento de una oficina?, se preguntará acaso intrigado el lector de los lejanos valles exoplanetarios que pululan alrededor de Alpha Centauri. La pregunta ha perseguido a estudiosos y curiosos por siglos, y las teorías han abundado, desde los centros ceremoniales de formación varonil postulados por Ross, Glengarry Glen, en Trabajar con hombres: masculinidad en la oficina del siglo XX hasta los centros de tortura existencial del gran capital que sugiere Soares, Bernardo, en Todo me cansa: políticas del agotamiento cubicular. The Office viene a zanjar esta discusión de una vez por todas, gracias a su incontrovertible evidencia audiovisual y documental: al contrario de lo que estos autores pretenden hacernos creer, lo que menos se hacía en una oficina era trabajar.
Como demuestran distintos registros de The Office, el trabajo era la parte a la que menos horas de la jornada se le dedicaba. Por supuesto, el equipo de ventas habría de realizar las llamadas pertinentes, y el equipo de contabilidad habría de hacer las cuentas de rigor, pero en general, esas labores ocupaban la menor parte de la jornada. Por lo que podemos ver en The Office, los centros laborales eran más núcleos recreativos donde los adultos podían comportarse como niños y además ganar dinero por ello. Celebraciones de cumpleaños, emergencias médicas de distinta ralea (a menudo provocadas por los mismos empleados), simulacros de incendio sorpresa, largas horas consumidas en el chismorreo en el comedor, fieras competencias deportivas con instrumentos laborales, colapsos emocionales de empleados y sobre todo jefes, filmación de películas de acción o simple evasión y perdedera de tiempo: una y otra vez, los registros de The Office demuestran que las oficinas eran el parque recreativo de los antiguos humanos.
Pero no todo podía ser juegos y diversión. A final de cuentas, las oficinas alcanzaron su máximo esplendor durante el capitalismo, un sistema económico basado entre otras cosas en el crecimiento constante. Esto implicaba que la productividad no podía descuidarse del todo, y para eso existía una de las figuras más odiadas del mundo oficinista: el jefe. Blando aspirante a tirano, burocrático émulo de dictador, intransigente abusador del mando medio, The Office nos demuestra que el jefe era considerado universalmente como un imbécil.
Inasistentes, impredecibles e intransigentes, el principal objetivo de los jefes, según The Office, era hacerle la vida de cuadritos a sus empleados a través de encargos absurdos, tareas repetitivas y redundantes rodeos que afeaban y arruinaban el flujo laboral.
Una y otra vez, el jefe de The Office, el inenarrable Michael Scott, aprovecha su puesto como gerente regional para someter a sus empleados a actividades absurdas y por lo general inútiles, incluso (o a menudo) relacionadas con su propia vida personal, a través de un grito de guerra que al parecer los jefes de la época lanzaban cuando querían subyugar a sus empleados: “¡A la sala de juntas!”. La reunión rompía la santa paz de la jornada y a menudo redundaba en algo que los empleados llamaban “estar hasta la madre”, una expresión coloquial que al parecer significaba “cansado como una madre que trabaja”. Por supuesto, la institución de la junta era ancha y ajena, y podía servir para múltiples propósitos: autores como Jalife, Anuar abundan en la índole religiosa de las juntas en indispensables trabajos como 31 minutas: rituales del caos oficinista.
Por lo que se aprecia en este documento histórico llamado The Office, los jefes eran agentes del caos laboral. Su sustitución por otro empleado, demuestra el documental en sus últimas instancias, no implicaba un cambio del status quo: al contrario, pareciera que la condición de “jefe” arrastra consigo una energía idiotizante que subyuga a quienes la contraen. De alguna forma, el puesto de “jefe” conllevaba un descenso importante en los puntos IQ de aquel que lo recibía y un derrumbe casi absoluto de sus habilidades sociales.
Conforme se avanza en The Office, resulta claro que algunas de las preguntas más acuciantes de los investigadores y estudiosos de la oficina no podrán ser contestadas. Poco se sabe aún del verdadero motivo por el que nuestros ancestros accedían a someterse a un sistema tan caótico y desquiciante, y las razones por las que “la nómina” “tardaba en caer” siguen siendo oscuras y misteriosas (todo parece indicar que el depósito ya estaba hecho y que era muy raro que no se reflejara, quizá el empleado debía checar de nuevo su cuenta porque dice contabilidad que sí se hizo la transferencia). Sin embargo, The Office sí proporciona una respuesta a uno de los misterios más insistentes de los estudios oficiniles: la presencia de una máquina de café en todas las oficinas. Según demuestra el documental, las oficinas no solo eran centros laborales sino auténticos comederos colectivos, donde los antiguos humanos hacían migas entre bocados y se saludaban con el tenedor a medio camino del plato a la boca (lo que explica las numerosas corbatas manchadas de chicharrón en salsa verde que se han descubierto en los restos arqueológicos de lo que antes se conocía como Polanco y que han intrigado a los estudiosos por siglos).
La máquina de café, no obstante, tenía una función distinta. Más que solo producir una infusión, la cafetera se consideraba una especie de tótem funcional. Todo empleado sabía que al lado de ese aparato se obtenía la mejor información; bastaba pararse a un lado con una taza en la mano dando la impresión de estar esperando una porción de líquido energizante para escuchar los últimos rumores del corporativo o los más recientes desarrollos de los romances de la de contabilidad. Al parecer, la máquina estimulaba los centros neuronales de los empleados, forzándolos a convivir entre sí cuando se acercaban a ella, muchas veces con el pretexto de “despertar” con una taza de café (estudios recientes demuestran que el café no tiene ninguna facultad estimulante salvo para la vejiga humana).
Y aunque los misterios de las oficinas pervivan a través de los tiempos, descubrimientos como el de The Office continúan ayudándonos a reconstruir la imagen del trabajo como institución en tiempos añejos. Recientemente, el Comité Walmart de Investigación para la Igualdad Económica anunció el descubrimiento de un nuevo documento audiovisual que relata, esta vez, las condiciones en las que se trabajaba en las oficinas de lo que en esa época se conocía como España. El documental se titula Paquita Salas y se espera que pronto esté a disposición del público en su red neuronal más cercana. EP
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