A propósito de Poor Things (2023), María Paz Amaro revisa los referentes culturales que inspiraron al cineasta griego en su más reciente filme.
Las deudas de Lanthimos
A propósito de Poor Things (2023), María Paz Amaro revisa los referentes culturales que inspiraron al cineasta griego en su más reciente filme.
Texto de María Paz Amaro 08/02/24
La última producción fílmica del cineasta griego Yorgos Lanthimos, Poor Things, galardonada con el León de Venecia y nominada para otros premios más –para bien o para mal– ha alcanzado el summum de su membrete icónico en el tránsito de la factura más experimental de sus primeras películas hasta su inminente entrada a la industria cinematográfica global.
Cuando hablo de “deudas”, me refiero a algo que pareciera a primera vista una suerte de homenaje que Lanthimos hace de todas las fuentes históricas, literarias, estéticas y también fílmicas a las que recurre. Como tantos otros, no pudo sucumbir a la tentación de ser parte del esquema hollywoodense. En Poor Things, un paisaje construido que toma prestados los ecos del prerrafaelismo, el art nouveau y el art decó, tanto el imaginario escenográfico como el vestuario, nos recuerda producciones fílmicas a la Lewis Carroll retomado por Disney y otros, mezcladas con la parafernalia de Lemony Snicket.
Lanthimos nos presenta la historia de Bella Baxter (Emma Stone) insuflada de vida en el otrora cuerpo de una suicida tirana gracias al poder de su creador y ahora padre de la nueva criatura, el Dr. Godwin Baxter (Willem Dafoe), a quien Bella, en su balbuceo primigenio, llama “God”. Evidente es la deuda que tiene, primero, con la obra cumbre del siglo XIX en esta nueva versión más feliz de Frankenstein o el moderno Prometeo, ahora vuelto mujer, y que llevará a Lanthimos incluso a copiar, en algunas escenas y casi de forma idéntica, ciertos visos de quien también fuera inspirado por Shelley: Fritz Lang en Metrópolis (1927).
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— The Cinegogue (@TheCinegogue) May 11, 2023
Bella Baxter es la nueva versión del buen salvaje rousseauniano ahora tocada por el decolonialismo y la interseccionalidad. En esto, Lanthimos no es el único. No queda claro a ciencia cierta si esto es el resultado de que los tiempos avanzan o de que los cineastas, desde Martin Scorsese o Justine Triet hasta los directores de las series de Netflix en su formato más chato, encuentran la coyuntura ideal para ser reconocidos como progres para un nuevo público imbuido de las nuevas categorías y los nuevos membretes.
La naturaleza primigenia del personaje principal le llevará, de manera gradual en su transitar de la alcoba a las ciudades de la Europa finisecular, a descubrir la potencia de su propio deseo inicialmente de la mano de Duncan Wedderburn, clásico prototipo de macho encarnado por Mark Ruffalo, que acaba envenenado por un amor desmedido a la tradicional usanza romántica. Bella se emancipa tanto en el amor como en la elección entre el bien y el mal por medio del supuesto poder que otorga el conocimiento.
En el guion hay citas y lugares comunes que recuerdan, por ejemplo, lo que Diógenes pidió a Alejandro Magno cuando este último le tapaba el sol, en el justo momento en que Bella descubre las obras clave de la literatura y la filosofía gracias al filósofo pesimista Jerrod Carmichael (Harry Astley), acompañante de la ahora octogenaria Hanna Schygulla, encargados de conducir la educación moral de Bella mientras dure el trayecto de un viaje en barco. Ojo aquí, pues la negritud es parte de la estrategia ya mencionada. Es el filósofo quien llevará a ver a Bella los confines de la expansión europea ante el breve asomo de la realidad periférica del Oriente mirado por Fanon, Said y cuántos otros, en una Alejandría que recuerda, igualmente, los pasajes de Lawrence Durrell en su aclamado cuarteto, o bien, ese oriente lánguido y enigmático, supuestamente oscuro, que también utiliza Jim Jarmusch en su oda a los vampiros.
En este caso, es la escena de miseria la que le abre los ojos finalmente a Bella; el rastro de un colonialismo que no ha desaparecido y que se vuelve cada vez más sofisticado y siniestro. Llegado el momento, Toinette (Susy Bemba) y la madrota Swyney (Kathryn Hunter), meros reductos de la civilización occidental, se encargarán también de mostrarle más alternativas al propio placer sumadas a la prostitución entendida como mera transacción económica, momentos antes del retorno de la protagonista a la casa del padre en Londres.
Escapo de saber si en esta estética –que recuerda a veces la meticulosidad de los paisajes cinematográficos de Wes Anderson, solo que más intelectualizados en el caso de Lanthimos– la serie de personajes con los que Bella se topa en su camino le van fraguando una libertad que se antoja solo posible en el viaje de un sueño cinematográfico. Quienes conocen la primera producción teatral y cinematográfica de Lanthimos comprobarán sus típicas obsesiones presentes en la visceralidad y la sordidez, acentuadas durante el film por un ojo de pez bicromo, el cual simula ser un escondite para aquello abyecto y ominoso que solo puede verse a través de una mirilla.
En mi caso, extrañé el tratamiento de la tortura psicológica de sus anteriores films, como Dogtooth (2009) o The Lobster (2016) en los que dejaba espacio para el armado personal de aquello que apenas se atisba (más para pensar, menos para ver, mucho que sufrir). Hay quienes dicen que hay escenas que podría haberse ahorrado, en un dejo de supuesto escándalo pornográfico que, en mi caso, no escandaliza para nada por expedito y deliberado. Más bien, es de las pocas cosas que se salva de una película que, como Hollywood mismo, deja muy poco a la imaginación. Al igual que en el caso último de Scorsese, ambos guiones se basan en sendos libros escritos por David Grann y Alasdair Gray y creo que, una vez más, las versiones fílmicas solo les hacen justicia en términos del derroche de una producción desmedida
¿Qué no le es posible a Hollywood una vez que se ha llegado a esta meca con el pie derecho? En mi opinión, a estas alturas no merecen gran reconocimiento las estrategias y los caprichos que millones de dólares son capaces de hacer. Quienes busquen regodearse en detalles decorativos inconmensurables, grandes actuaciones, paisajes escenográficos y coreografías ingeniosas, esta es su película. Me divertí, pero al final, extrañé, como muchas veces sucede, al director del pasado dispuesto a tomar más riesgos. EP
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