“Mi relación con las corbatas fue distinta. El olor de papá había quedado impregnado en ellas. Las restregaba con mi nariz y sentía que me abrazaba. Él jamás fue cariñoso, el abrazo más largo que me dio fue una semana después de muerto.”
Las corbatas de papá
“Mi relación con las corbatas fue distinta. El olor de papá había quedado impregnado en ellas. Las restregaba con mi nariz y sentía que me abrazaba. Él jamás fue cariñoso, el abrazo más largo que me dio fue una semana después de muerto.”
Texto de Ricardo Guerra de la Peña 20/01/20
Días después del funeral, mamá trajo a casa una caja con algunas de las pertenencias de papá. Murió solo en un departamento de la Condesa que alquiló por tres semanas. El psicólogo les había dicho que, en su carrera, eran el primer matrimonio al que no le veía futuro.
Yo tenía trece años, conservo pocos recuerdos de esos días:
Uno. El cabrón que me molestaba en la escuela llamó a casa para preguntarme ¿Cómo está la viuda? Lo escuché reír a carcajadas junto a otros compañeros del salón.
Dos. En el camino a la escuela mamá cantaba con tanta rabia las canciones de Yuridia que temía que enloqueciera y se estrellara de frente con otro auto.
Tres. Ver a Carlos Loret de Mola acariciar el ataúd de papá me hizo sentir importante. Mamá regaló la mayoría de las cosas de la pequeña mudanza que alcanzó a hacer papá. No sé cómo me convertí en el guardián de lo poco que quedó: sus lentes, un libro de Michel Houellebecq y sus corbatas.
En 2015 subí a Instagram una foto de los lentes de papá junto a un verso de Francisco Hernández: “Los lentes de mi padre siguen viendo”. Tuvo diecinueve likes y una tía comentó: Y además, ¡te ven a ti! Te felicito por esa sensibilidad. Besos ciegos.
Del libro de Houellebecq recuerdo haber leído varias veces la última página que leyó papá, marcada con un dobladillo en la esquina superior. Intentaba encontrar un mensaje oculto, alguna pista que me indicara que seguía vivo haciendo un trabajo encubierto para el Cisen, o que había sido asesinado por el Cisen. Tardé años en atreverme a leer la última página con dobladillo. Creía que estaba maldita, que después de leerla también me daría un infarto fulminante.
Mi relación con las corbatas fue distinta. El olor de papá había quedado impregnado en ellas. Las restregaba con mi nariz y sentía que me abrazaba. Él jamás fue cariñoso, el abrazo más largo que me dio fue una semana después de muerto.
Ese día corrí a guardar las corbatas en una caja de plástico hermética para intentar conservar a papá el mayor tiempo posible. Cuando pasaba mucho tiempo sin soñar con él o no me aguantaba las ganas, corría a abrir ligeramente una esquina de la caja para olerlo. Sentía culpa cuando me descubría con una corbata pegada a la nariz como una mona, aspirando con fuerza, extasiado. Al mudarnos a Mérida me volví más riguroso: sólo me permitía sentir a papá en ocasiones especiales, intentando no respirar demasiado profundo para no acabármelo.
Finalmente la humedad hizo de las suyas y llegó el día en que el olor de papá se esfumó. Habían pasado ocho años desde su muerte y por primera vez sentí su ausencia definitiva. Con el tiempo las corbatas terminaron regadas por todo el clóset. Algunas rasguñadas por el gato. Ya no eran más que pedazos de tela que comenzaron a cumplir otras funciones. Cuando mi abuelo falleció en casa, mamá me pidió que hiciera algo para cerrarle la boca antes de que llegaran más familiares. No titubeé en tomar una corbata azul cielo para amarrarle la quijada a la cabeza, aprovechando que su cadáver aún no estaba rígido. Al verlo, una de mis tías preguntó aterrada ¿Qué le hicieron? ¿Por qué tiene un moñito en la cabeza como si fuera un regalo?
No toleraba encontrarme con las corbatas cada vez que abría mi clóset y comencé a meterlas al fondo de todas las chucherías. Las únicas veces que llegué a usarlas, las extravié sin ningún remordimiento. En eventos especiales comencé a pedirle al novio de mi mamá que me prestara sus corbatas para evitar usar las de papá.
Hoy fui a probarme un traje para la boda de un primo, el hijo de la tía que hizo el comentario en mi post de Instagram sobre los lentes de papá. Cuando me ofrecieron rentar una corbata, a pesar de saber que era un gasto innecesario, me decidí por una. Hace una hora le envié a un amigo una fotografía de mi outfit. Me dijo que la corbata rosa que elegí estaba fatal y las que me prestó el novio de mamá demasiado informales. Me sentí acorralado, así que después de varios años, me animé a sacar del clóset las corbatas de papá. La mayoría estaban descosidas, a otras, el gato las había reducido a jirones y apestaban a orines de ratón. No encontré la azul cielo con la que le amarré la quijada a mi abuelo, quizá se quedó dentro de la sábana con la que, junto con mi hermano y el encargado del Semefo, lo envolvimos como una momia.
Por costumbre, acerqué las corbatas a mi nariz y me sorprendió reencontrarme con papá en la mayoría de ellas. Les tomé una foto y se la envié a mi amigo. Me dijo que muchas combinan con el traje, pero que había que llevarlas a la tintorería. Para entonces ya me había pasado una hora olisqueándolas; si respiraba profundo aún lo podía sentir. Llevar las corbatas de papá a la tintorería significaba matarlo para siempre. Las dejé sobre la cama y su olor comenzó a esparcirse por el cuarto. Le marqué a mi novia para contarle, pero no supo decirme nada más que lugares comunes. No la culpo, nadie entiende mi relación con las corbatas. Hace unos minutos fui a mostrarle a mi hermano las que elegí para la boda y las miró con asco. Lo entiendo, yo hace menos de una hora también las aborrecía.
Las corbatas todavía le pertenecen a papá, a un muerto, se descomponen junto a su cadáver y su memoria. Si no las libero de él, el tiempo terminará por destruirlas.
Esta noche mi cama, donde reposan las corbatas, estará impregnada de papá. Será la última vez que me abrace. Mañana voy a llevarlas a arreglar y después a la tintorería. Guardaré en este texto el olor de sus corbatas y la certeza de que todo amor, incluyendo el de los muertos, no debe durar para siempre. EP