Un cuento
Al cumplir ocho años mis padres planearon llevarme a Acapulco para festejar mi cumpleaños. Estaba feliz, me habían suspendido del colegio la semana pasada y pensé que seguiría castigado. La noche anterior mí padre no llegó a casa.
—Se fue a dormir con la otra.
Mi madre nunca ocultó las infidelidades de papá.
Creí que el plan se cancelaría, pero a la mañana siguiente, después de tomar sus pastillas, me pidió que la ayudara a guardar los refrescos en la hielera.
—Nos vamos sin él, no pienso esperarlo un segundo más.
Era un amanecer fresco en la ciudad, me ordenó que saliera con chamarra. Me senté atrás, junto a la hielera. Sabía que todo el camino mamá se la pasaría llorando y cantando las canciones de Juan Gabriel que trasmitían en la radio.
A la mitad del trayecto el sol ya estaba en lo alto, y comencé a sentir mucho calor. Quise quitarme la chamarra, al advertirlo mamá dijo:
—Ni se te ocurra.
Traté de abrir la ventana pero me ordenó que no lo hiciera. El auto era un sauna. Le supliqué, pero amenazó con regresar si la desobedecía y yo tenía muchas ganas de ver el mar. Desde que papá comenzó a verse con la otra no me habían llevado. Estaba empapado y alcancé a ver que mamá también sudaba.
—Mamá, porfis.
—Te callas o nada de playa, Javier. Lo hago por tu bien.
Los vidrios estaban empañados. Quise dibujar sobre el vaho de las ventanas pero la sed ya era insoportable.
—¿Puedo tomar un refresco?
—No, no puedes.
Comencé a sentir un intenso mareo, dolor en la nuca y no recuerdo más. Cuando desperté ya se alcanzaba a ver el mar y la brisa corría por todas las ventanas. Mamá había dejado de llorar.
—Javi, saca una Coca-Cola de la nevera para mamá y otra para ti.
Me quite la chamarra y bebí el refresco de un trago.
—¿Está listo el cumpleañero para su festejo? —preguntó emocionada.
Nos divertimos mucho en la playa. Comimos pescado frito y estuvimos un buen rato buscando conchitas. Mamá me ayudó a cavar un hoyo enorme en la arena, dijo que yo podía caber en él.
—Ojalá siempre seas mi animalito. No crezcas —me susurró sonriendo.
Cuando sonreía el mundo era perfecto. Sus ojos volvían a tener brillo y olvidaba que eran los mismos ojos de la señora bruja. Me olvidaba de eso y la quería mucho. Dejamos de jugar cuando recibió una llamada de mi padre. Una ola había inundado el hoyo en la arena, y me sumergí en él como si fuera una tina. Estuvieron hablando un largo rato hasta que comenzó a llorar. Me gritó que recogiera la hielera y subiera al auto, mi padre tampoco volvería a casa esa noche.
—Cumples años como un huérfano —dijo mirándome con asco.
El trayecto de regreso se la pasó cantando y llorando. Había oscurecido y moría de sueño, pero luchaba por mantenerme despierto. Cada vez que mamá se ponía así creía que era capaz de estrellarse frente a un camión. Alcancé a ver un animal a la mitad del camino y le advertí para que lo esquivara, pero aceleró aún más. Se escuchó un berrido espantoso.
—¡No lo vi!
Yo estaba seguro que sí lo había visto. Bajó del coche y me pidió que la acompañara. Era un gato, tenía los huesos de las patas traseras expuestos y convulsionaba azotando la cabeza contra el asfalto.
—Mira, tu regalo de cumpleaños. Siempre has querido un gatito.
Mamá hablaba con sus ojos de cabra loca, con una sonrisa forzada que le resaltaba una vena enorme en la frente.
—Pero se está muriendo —temblaba tanto que apenas alcancé a hablar.
—No seas malagradecido, es tu regalo de cumpleaños. Anda, ponle nombre.
—No, ¡tú lo mataste! ¡Lo mataste adrede!
Mamá se abalanzó sobre mí tirándome al suelo.
—¿Quieres que te dé una buena madriza? —Sus pupilas estaban desorbitadas—. ¡Ponle nombre, carajo!
Me soltó y gateó hacia el animal. Ante los faros del auto pude ver que tenía el hocico lleno de espuma roja. Mamá comenzó a acariciarlo.
Dije lo primero que se me ocurrió:
—Papito.
—Muy bien, ahora ayúdame a cargar a Papito.
Mis manos se llenaron de sangre, espesa y caliente. Al subir al auto mamá lo acostó sobre mis piernas.
—Acarícialo, trátalo bonito. Jamás imaginaste que te regalaría una mascota, ¿verdad? Para que veas que mami no es mala como dices.
Mamá siguió cantando y llorando. Yo lloraba y Papito también quería llorar pero se ahogaba con la espuma cada vez más abundante, hasta que se quedó tieso. Antes de llegar a casa detuvo el auto, tomó a Papito de la cola y lo tiró a un basurero.
—Descansa, animalito —le escuché decir.
Mamá me ayudó a bañarme, talló la sangre seca que se había colado hasta debajo de mis calzones. Después me leyó un cuento acariciándome el pelo y, cuando creyó que ya estaba dormido, me susurró:
—Feliz cumpleaños, mi vida.
Ricardo Guerra de la Peña (Ciudad de México, 1992). Becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) 2017-2018. Ganador del Premio Estatal de Cuento Corto “El Espíritu de la Letra” (Yucatán, 2015). Segundo lugar en el 17º Concurso Nacional de Cuento “Letras Muertas” 2016, organizado por la UNAM en homenaje a Rufino Tamayo. Mención honorífica en el Premio Nacional de cuento Joven FILEY 2015. Actualmente imparte el “Taller intensivo de narrativa” en la ciudad de Mérida y en modalidad en línea. Twitter: @Ricardoguerrap
Este cuento se realizó con el estímulo del PECDA 2017-2018