En 1968, Juan García Ponce publica en Era el libro Nueve pintores mexicanos; ese mismo año y en esa misma editorial sale a la luz Marcel Duchamp o el castillo de la pureza de Octavio Paz. Ambas obras son ya el resultado de la ruptura que la cultura mexicana está experimentando. Así como Paz habla sobre “la pintura […]
En 1968, Juan García Ponce publica en Era el libro Nueve pintores mexicanos; ese mismo año y en esa misma editorial sale a la luz Marcel Duchamp o el castillo de la pureza de Octavio Paz. Ambas obras son ya el resultado de la ruptura que la cultura mexicana está experimentando. Así como Paz habla sobre “la pintura […]
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En
1968, Juan García Ponce publica en Era el libro Nueve pintores mexicanos; ese mismo año y en esa misma editorial sale a
la luz Marcel Duchamp o el castillo de la pureza de Octavio Paz.
Ambas obras son ya el resultado de la ruptura que la cultura mexicana está
experimentando. Así como Paz habla sobre “la pintura como filosofía”, García
Ponce recupera la importancia de “la tradición de la ruptura”; ambas visiones
vaticinan la construcción de una manera distinta de apropiarse del mundo y de
confrontar el sistema oficial. Sin saberlo, esos jóvenes artistas se proponen
experimentar para así construir, como los tiempos lo indican, un hacer crítico.
A la par de la naciente colectividad artística,
crece la ciudad, y entre esos casi seis millones de habitantes, los artistas
empiezan a toparse en cafés, galerías, librerías, restaurantes, cineclubs; un
grupo sin edades que se comunica a través del lenguaje de la
internacionalización, una familia de amigos que osan recobrar el placer que
provoca el acto creativo, lo orgásmico del pensamiento, la voluptuosidad de las
ideas. En aquel México de blanco y negro se abre una ventana por la que se
asoman Lilia Carrillo, Manuel Felguérez, Roger von Gunten, Francisco Corzas,
Gabriel Ramírez Aznar, Vicente Rojo, Fernando García Ponce, Alberto Grosella y
Arnaldo Coen, los nueve pintores que provocan a Juan García Ponce ejercer la
crítica; pero también están los aliados que Paz descubre en José Luis Cuevas y
Alberto Gironella, además de los inconformes como Vlady, Héctor Xavier y
Enrique Echeverría, o los que llegaron para quedarse, como Brian Nissen y otros
muchos transeúntes de lo contemporáneo que conscientemente se siguen por la
libre con la única prohibición de dar vuelta en U.
Su obra, abierta desde finales de los cincuenta,
hoy sigue en movimiento. No sólo lograron encontrar su lugar definitivo, ése
que advierte García Ponce; también lograron resistir esa “confusión de valores
que amenaza con invalidar todo gesto positivo”, así como la tentación de la
comodidad. Y siguen trabajando y ejerciendo esa libertad creativa que los
señaló de esquiroles frente al sindicato cultural mexicano. Aquel ejército ha
tenido sus bajas, pero los que quedan siguen en sus trincheras produciendo a
sus propios ritmos y estilos, unos más solitarios, como Von Gunten y Ramírez
Aznar, otros más dinámicos, aunque las canas abunden. Vicente Rojo, Brian
Nissen, Arnaldo Coen y Manuel Felguérez no paran, basta observar sus estudios o
verlos sonreír al explicar el proyecto presente. Están, y aunque se escapen
suspiros al rememorar a su palomilla, siguen viendo hacia el futuro.
Sin pretextos y con el único afán de
escucharlos, entrevistamos a estos cuatro artistas que, ya inspirados por los
llamados “modernos solitarios”, se atrevieron a recuperar conscientemente el
gozo —y no el deber— de pintar; a manifestar —sin pensar en los fracasos— una propuesta
plástica personal más allá de figuración y abstracción, que entendieron que el
arte contemporáneo requería asumir una actitud crítica y ser, como lo marca
Juan García Ponce, “un producto de su propia lucidez”.
¿Cómo eran? ¿A dónde iban? ¿Qué les interesaba?
¿Cómo se recuerdan? ¿Qué es el color? ¿Qué la textura? ¿Qué les impresionaba?
¿Quiénes son?
Para
empezar, ninguno se siente cómodo con el término de ruptura. “Yo nunca acepté
la palabra ruptura puesta a mi generación.
Siempre afirmé que en realidad fue una apertura”, dice Felguérez. Coen, con un
sentido del humor tan contagioso como su sonrisa, declara: “A la gente de la
Ruptura nunca la conocí, porque ese nombre lo inventaron veinte o treinta años
después. Antes nadie se llamaba Ruptura”. Nissen, quien pronto se unió al
dinamismo del momento, subraya: “Aunque entiendo muy bien el concepto, yo lo
veo más como una apertura, que era salir de ese mundo tan hermético, abrirse a
las corrientes internacionales”. Rojo también se siente más cómodo con esa otra
palabra, porque “eso de la Ruptura empieza con otros como Rufino Tamayo,
Agustín Lazo, Alfredo Michel, Carlos Mérida y pintores más jóvenes, como Pedro
Coronel, Juan Soriano… En fin, ellos ya estaban ahí abriendo los temas y las
formas”.
Pero hay otra cosa que no les gusta del término,
y es que, como subraya Vicente: “No es y no está limitado a los pintores.
Éramos un grupo de amigos y había de todo: escritores, cineastas, teatreros…
Colaborábamos con ellos, y con poetas, narradores, ensayistas. Todo ese grupo
que se conoce como de la Ruptura de pintura para mí no es entendible si no se
conoce todo lo que en esa época estaba sucediendo en esos otros campos”. Le
preocupa que se le olviden los nombres, porque también estaban Emilio García
Riera, José Luis González de León, José de la Colina, el Gabo, Alberto Isaac,
Jomi García Ascot, Juan Martín…
“Fue una generación en la que también
participaron escritores, teatreros, bailarines… Todos tuvimos que romper para
hacer algo nuevo y para que por esa característica hubiera posibilidades de
hacer arte. En ningún caso hubo intención de hacer un manifiesto, puesto que
los principios rectores de nuestro quehacer eran lo universal y lo individual,
por lo tanto, cada quien mantuvo su ruta personal. El gran pecado para nosotros
era fusilarse algo”, señala Felguérez, siempre asumiéndose ciudadano del mundo.
Por su parte, Coen no deja de sonreír cuando
comenta:
Nos llevábamos muy bien todos, éramos cuates. En
esa época era muy bonito porque uno salía a caminar por la Zona Rosa, te
sentabas en el Perro andaluz o en un café, te encontrabas a alguien o te ibas a
la Galería Juan Martín y llegaba Luis Cardoza y Aragón… O te topabas con
Alejandro Jodorowsky y te platicaba que estaba haciendo una obra de teatro, le pedías
que te invitara al ensayo y acababas haciendo una escenografía. Existía una
alianza secreta o tácita de todos, como que había una especie de percepción o
de reconocimiento del aporte de esas personas. Pienso en mis amigos de aquel
entonces y uff, el Gordo Gurrola, Salvador Elizondo, los García Ponce, Ernesto
de la Peña… Fuimos muy inquietos, así como podías colaborar con Luis Buñuel,
podías estudiar actuación con Seki Sano o dramaturgia con Hugo Argüelles o
danza con Guillermina Bravo… Picábamos de todo porque sabíamos que eso
alimenta el espíritu.
A Vicente le sabe mal no acordarse de todos los
nombres, y de tanto en tanto aumenta la lista: “Había fotógrafos
extraordinarios como Nacho López, Héctor García… Pero también es importante
no olvidar a los refugiados europeos por la guerra como Mathias Goeritz,
Leonora Carrington, Remedios Varo, Wolfgang Paalen… Ellos significaban un
trasfondo muy importante porque también estaban ya influidos por la cultura
mexicana”. Resulta curioso que se refiera a ellos como europeos, pues él llegó
a México de Barcelona a los diecisiete años.
En
1958, Carlos Fuentes publica La
región más transparente, novela que ya señala el desgaste del discurso oficial, el
fracaso de la Revolución. Esos personajes se construyen como individuos a la
par del cambio de la sociedad mexicana. Afuera muchos creadores también
luchaban y denunciaban ese deterioro, pero también encontraban en esa
modernidad entrante a la vida cotidiana un dinamismo tan luminoso y especial
como la luz en la Ciudad de México. ¿Qué tenía este país que en sus
exposiciones internacionales oficiales se extendía el caudillismo
revolucionario a través de los tres grandes?
“En
la década de los cincuenta, aunque se intercalaban imágenes rurales con escenas
urbanas, a mí ya me parecía que México tenía un dinamismo cultural que no sé si
muchos países tienen”, comenta Rojo y se autointerrumpe para alargar la lista:
“Arturo Ripstein, Rubén Gámez, José Luis Ibáñez, Juan Ibáñez, Joaquín Gutiérrez
Heras, Raúl Cossío, José Emilio Pacheco…” Un ambiente que también envolvió a
Nissen, un londinense que llegó “por intuición. Venía de estar dos años en
París. Leí Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, y me
señaló el camino. Vine con la intención de pasar aquí dos o tres años, pero esa
estancia se alargó dieciocho. Fue un choque cultural intenso, porque Inglaterra
y México son países distintos, pero yo vine en busca de horizontes nuevos, aquí
me encontré con una serie de cosas que me fascinaban”.
Una fascinación que tiene que ver con la energía
de una ciudad activa que desde la década de los cuarenta se estaba
transformando aceleradamente. El México posrevolucionario se diluía en el trazo
moderno que conectaba al país ya no sólo en lo interno, sino con el mundo, como
ya se observaba en artistas como Rufino Tamayo o Carlos Mérida, quienes, según
Coen, “son la verdadera ruptura. Ellos son los que de manera casi simultánea
empiezan a combatir [el trazo] de la Escuela Mexicana de Pintura con el
desarrollo de expresiones individuales y libres que no se sumaban a ideologías,
sino que eran realmente expresiones propias”.
Al igual que Rojo, Coen sabía muy bien desde la
infancia lo que quería hacer, por ello su padre le presentó a Mérida:
Conocí a don Carlos porque mi padre fue novio de
Ana, su hija, la coreógrafa, y pues se quedó de amigo del suegro. Hacían una
revista de turismo y cultura. A veces, al salir de la escuela, yo lo acompañaba
a sus citas, y un día me llevó con él: “Te traigo a mi hijo porque tiene más
que ver contigo que conmigo, pues le gusta mucho pintar y esas cosas”. Don
Carlos fue muy generoso porque, aunque yo era un niño que no rebasaba los doce
años, me platicaba de cuando estuvo en París, de cómo había conocido a Picasso
y a otros artistas como Josef Albers. ¡Me encantaba ese señor que me hablaba de
arte!
También conoció a Diego Rivera, pero optó por el
mundo en el que se movía Mérida. “Diego se había formado en la academia y nunca
pudo zafarse de ella. A pesar de que le entró al cubismo en París, lo hizo
desde lo académico; mientras los cubistas hacían collages y eran atrevidos con
los soportes, él pintaba el sarape en lugar de pegarlo”, explica sin dejar de
sonreír y aprovecha para ver la luz de la tarde que inunda la estancia. Cierra
los ojos y me dice que lo que más le gustaba de don Carlos era “su uso de
color, la libertad con que se expresaba, la combinación de la geometría con la
figuración… Me atraía más el mundo de la geometría que el de la anécdota”.
Una geometría en la que están Mathias Goeritz y Germán Cueto; “sin embargo”,
señala, “mucho más abstractos que ellos fueron los mixtecos, los teotihuacanos.
Y en esas imágenes también se reconocieron Rojo y Nissen”.
“Me impresionó mucho Teotihuacán”, recuerda
Vicente, “al punto de que tengo una foto que me tomó mi padre en la que salgo
con un caballete pintando la Pirámide del Sol. Ése fue mi primer asombro.
Siempre he pensado desde el punto de vista formal y estético, sé que hay un
trasfondo profundamente simbólico y expresivo, pero yo nunca he podido entrar a
ese mundo; sin embargo, la geometría…”
Nissen, con una fuerza corporal aún
extraordinaria que todavía se ve en la energía implícita en su obra (qué mejor
ejercicio intelectual y físico que la pintura), asume la huella de las culturas
prehispánicas: “La gente pregunta cómo es eso posible porque no ve en mi obra
señales, pero no fue por ahí. Cuando llegué tenía una idea del arte, pero me
puse a estudiar y a empaparme de esas culturas antiguas. Me fascinaba la idea
del objeto ritual ceremonial, el objeto mágico, y en ese sentido entendí que el
artista está dotando de poderes a la obra de arte, poderes de comunicar no sólo
en lo estético”.
¿Qué
les decían estas formas? Coen las aprendió a mirar de la mano de Rivera: “Diego
me enseñó lo prehispánico. Me abrió los ojos hacia lo esencial de la cultura
mexicana. Lo prehispánico es fascinante porque es el mundo de lo intangible”.
Para Rojo fue una revelación: En el año 59 hice un viaje a Palenque, durante el
cual leí Visión de los vencidos, de Miguel
León-Portilla, que acababa de salir. Vi el arte prehispánico de una manera más
profunda y, junto con el tema de los presagios que tenían los indígenas sobre
la llegada de los españoles, imaginé unas nebulosas. Entonces, a partir de esas
imágenes me concentré en una pintura con colores más sutiles, de texturas
mínimas, de una geometría más tenue. Me di cuenta de que me interesaba la
visión de la pintura más sutil y lo que estaba en el cuadro, y no lo que estaba
representando el cuadro. Ése fue mi comienzo de la abstracción. Con esa serie
llamada “Presagios” dejé atrás la figuración que me había incomodado en mi
primera exposición en la Galería Proteo y empecé a sentirme un poco más a
gusto. Todavía no tenía muy claro qué era lo que podía hacer.
Una
indefinición compartida por el grupo, pues los muralistas los llamaban
despectivamente abstractos. “Porque eso éramos para los muralistas:
‘los abstractos’, sin importar si éramos figurativos. Era el mote: ‘Esos
pintores abstractos que no están comprometidos con el arte’”, refiere Coen, cuya
obra, como se ve en sus Zapatas, está más del lado de la figuración; para él,
el problema radica en querer encajonar: “Uno cree que para entender algo hay
que poner restricciones o explicarlas. Cada uno de nosotros era completamente
diferente. Nadie que se parezca a nadie, pero en esa época se decía que todos
pintábamos igual porque nos lo dictaba Juan García Ponce. Para mí la más
cercana a la abstracción es Lilia Carrillo. Era tan auténtica, vivía en ese
mundo de la otredad, de hacer visible lo invisible… como hacer música a
través de la pintura”. Los llamaban abstractos para recalcar una especie de
traición. “En México, al final de los años cincuenta había sólo cuatro o cinco
pintores a quienes se les aplicaba el nombre de abstractos: Vicente Rojo, Fernando
García Ponce, Lilia Carrillo y Maka Strauss. Por supuesto también yo”, añade
Felguérez.
Rojo también coqueteó con la figuración: “A
Alberto Gironella le gustaba. Hice una primera exposición en la Galería Proteo
con una expresión figurativa y un tema bastante ambicioso, que era el de la
guerra y la paz. Sin embargo, cuando la vi, me molestó un poco. Yo pintaba en
casa, y la obra era pequeña, pero en la galería, al verla extendida, entendí
que lo que me interesaba era la pintura en sí. Esos cuadros tenían exceso de
materia, de textura, de geometría, de color… me resultaron pesados”. Si bien
las culturas prehispánicas le dan un guiño, fue en un viaje a Europa que se
soltó a la abstracción:
Mi padre ya había regresado a Barcelona, yo
tenía dos niños de tres y cuatro años, quería que él conociera a sus nietos y
mi hermana mayor a sus sobrinos. Así que ahorramos para pasar un sabático.
Viajamos por Italia, Francia, Holanda, viendo pintura. Ese viaje fue una
enseñanza para mí. Tenía treinta y dos años, ya no era un jovencito, y mi
primera expo, que no me había agradado mucho, no había sido una equivocación de
juventud porque tenía veintiséis años; pero en ese año de 1964 me fui a mi
aire. Hice montones de dibujos y algunas pinturas. De ahí salió la primera serie
totalmente abstracta. Cuando regresé, la expuse. Salvador Elizondo la tituló
“Señales”, y aunque no fue concebida como serie, el conjunto sí daba esa idea.
Resulta
difícil imaginar a un Vicente figurativo, aunque en sus primeros años, y sobre
todo en su trabajo en los suplementos culturales, ejerció la ilustración, al
igual que todos sus compañeros, a los que invitaba constantemente a colaborar,
ya fuera para hacer un libro, una portada, una ilustración o un collage.
Al verlo tan sereno sentado en su estudio, con mucho trabajo esperando, es casi
imposible imaginar que alguna vez hubiera dudado de su mirada abstracta. Esa
misma sorpresa invade al pensar en un joven Coen resistiéndose a la figura (y
al sentido del humor):
Yo quería ser más abstracto. Cuando conocí a
este grupo no estaba definido… Y sigo sin definirme; nunca me he podido
definir. Yo me formé más por el lado de la música; para mí, la música es
aquello que lo acerca a uno al arte sin necesidad de un paisaje o de un bodegón
o de una figura; son sonidos que nos ponen a temblar o nos hacen entrar a un
estado sublime o estar en uno de irritación… una gama infinita de emociones y
sensaciones que son indescriptibles e inefables. Yo pensaba que la pintura
podría ser algo similar. Ansiaba una sin la necesidad de que representara algo,
quería aplicar la música en la pintura. Por más que yo quería ser abstracto,
volvía a la figura, hasta que me permití expresarme de una manera espontánea.
Como decía Indira: “No hay que buscar la libertad, la libertad es el camino”.
De alguna manera me solté, y entonces este expresionismo que yo sentía se volcó
en mi primera exposición.
Tal como lo señalara Juan García Ponce, quizás
el único rasgo común de estos artistas está en su voluntad de no negarse a ver
su mundo y asumir el costo. Un empeño que estuvo y está en su ser y hacer
combativo. Si bien ellos no se propusieron pautas ni creen en las escuelas, les
tocó la suerte, como refiere Felguérez, de romper formal e ideológicamente con
el dominio oficialista y dogmático de la Escuela Mexicana. Y no pueden negar su
destino: un punto de inflexión. Pero no estuvieron solos, los acompañaron
críticos y museógrafos como Fernando Gamboa, “quien desde el punto de vista
ético rompe con una estructura de poder al lograr armar ‘Confrontación 66’”,
señala Coen.
No obstante, desde entonces y hasta ahora queda
claro que la mayor ruptura, la más interesante e intensa, como afirma
Felguérez, “fue algo estrictamente personal. En 1947 me tocó ver algunas de las
grandes obras de la humanidad. De esa visión me surgió la decisión de dedicarme
al arte. Consideré que éste es una larga cadena que viene desde el principio de
la humanidad. En esa cadena, mi pauta fue agregar un eslabón”. A los cuatro les
interesaba y se involucraban con su realidad, por ello se enfrentaron al Salón
Solar e inventaron el Salón Independiente, del que dice Nissen:
Nace por razones políticas, de la inconformidad.
Nace contra la tiranía del gobierno. Organizamos tres ediciones, fue un
movimiento muy unido que luego se disolvió. Al ver la reciente exposición en el
MUAC, me parece que nosotros nunca pensamos que tendría una importancia
histórica. Sin embargo, nos lo tomábamos muy en serio, estábamos muy
entregados. La pasión nos caracterizaba, una pasión por gestar un proyecto
común, no sólo en el arte. El Salón Independiente fue un movimiento
autogenerativo, comunitario, no tuvimos ni fondos ni dependencia de nadie. Fue
muy representativo de nosotros: la autogestión, la pluralidad, las corrientes
internacionales desde adentro.
Una independencia de pensamiento que les
susurraba que todo estaba por hacer sin necesidad de manifiestos ni de
caudillos. Si rechazaron a los muralistas no fue porque no admiraran su
talento, sino porque estaban aburridos de la demagogia. “Era importantísimo ver
lo que estaba haciendo Siqueiros con la poliangularidad. Yo le hubiera dicho:
‘maestro, enséñeme y apliquémosla de otra manera’. Lo que estaba haciendo era
genial, pero me preguntaba cómo era posible que lo echara a perder poniéndole
demagogia encima”. Ese exceso de ideología es lo que sigue molestando a Nissen:
“Sigo pensando que es mucha demagogia visual. Admiro la capacidad que tenía
Diego Rivera, por ejemplo, de organizar plásticamente, pero como pintura no me
llama la atención”. Vicente prefiere a Orozco y a Rivera como muralistas; no
obstante, Siqueiros como pintor de caballete le parece extraordinario, “cosa
que a él le horrorizaría, porque en aquella época todos los pintores de
caballete estaban vendidos a la burguesía”. Mientras que Felguérez afirma:
“Siempre admiré la voluntad de los muralistas de la Escuela Mexicana por hacer
arte público, un arte de dimensiones tan significativas que hiciera fácil la
comunicación con el público, así como su voluntad de hacer en sus obras estilos
altamente diferenciados entre ellos”.
Sin nacionalidades ni ataduras, e
interdisciplinarios, hicieron suyas las palabras de Augusto Monterroso: “El
pequeño mundo que uno encuentra al nacer es el mismo en cualquier parte que
nazca; sólo se amplía si uno logra irse a tiempo de donde tiene que irse,
físicamente o con la imaginación”. Así, Rojo dejó escapar la figuración en la
geometría del arte popular; Nissen le abrió la puerta a la ambigüedad donde “la
cultura mexicana se encuentra cómoda. En Europa la ambigüedad espanta, es
blanco o negro, y aquí es blanco pero también puede ser negro”; Coen buscó en
la figuración para encontrar en ella la tierra y libertad anheladas, y
Felguérez quemó sus naves para jamás dejar la abstracción.
Grupo sin grupo, sin manifiesto, sin
pretensiones de dejar escuela, sin coincidencias estilísticas ni temáticas, sin
afanes aleccionadores, nos enseñó a ser contemporáneos de nuestros
contemporáneos. ¿Cuál es su legado? Los cuatro insisten que eso toca decidir a
las nuevas generaciones. Sin embargo, sí contribuyeron a extender esa apertura.
Ninguno vive en la nostalgia. Están aquí y ahora, creando, dialogando,
emocionándose por el hallazgo de una obra que los mueve. Inventando proyectos,
cruzando fronteras como aprendieron en la juventud. Dice Coen: “Somos seres
cambiantes y de alguna manera tenemos que aceptar los cambios. Porque uno no
puede vivir en la idea de repetir algo, pues se pierde la realidad y el
momento; es decir, por evocar el pasado se pierde uno el presente, y el
presente se pasa rapidísimo. Uno debe disfrutar ahora lo que es y lo que no es,
y también aprender a apreciar lo que son otros”.
Este
2019 Rojo cumplirá setenta años de haber llegado a México; Nissen celebrará su
ochenta aniversario; Felguérez tendrá noventa y uno, y los Zapatas de Coen
siguen reinventándose a cuarenta y dos años de su primera exhibición. A otro
ritmo y en su línea cada uno de ellos, al igual que el resto de sus compañeros,
han encontrado su lugar, o su destino, ése que Juan García Ponce advertía que no
bastaba aceptarlo para justificarlo, sino ver qué se hacía con él. Y la última
palabra aún la tiene su obra. Dice Vicente esbozando una sonrisa: “Me parece un
éxito que he podido hacer lo que he querido toda mi vida. Siempre rodeado de
una cantidad extraordinaria de amigos”. Tiene razón, ¡qué mayor éxito que eso!
Y siempre a su manera. EP
Vicente
Rojo
Manuel
Felguérez
Brian
Nissen
Arnaldo
Coen
**Las
entrevistas con los cuatro artistas se realizaron en diciembre de 2018.