La inteligencia artificial se ofrece diligente a realizar todas nuestras labores, como un milagroso alivio obsequiado a una sociedad agotada.
La inteligencia artificial o de la lámpara de Aladino
La inteligencia artificial se ofrece diligente a realizar todas nuestras labores, como un milagroso alivio obsequiado a una sociedad agotada.
Texto de Anuar Jalife Jacobo 21/08/23
“Le pedimos a una IA…”: leemos cada vez con mayor frecuencia. Sabemos que detrás de esta afirmación algo grotesco nos espera. La oración parece sacada de la historia de Aladino y la lámpara maravillosa. Criatura mágica del siglo XXI, la inteligencia artificial parece dispuesta a someterse a nuestra voluntad y realizar cualquier tarea que le encomendemos. En el relato árabe, el genio aparece ante los ojos del joven héroe, pronunciando estas palabras: “¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla”. La fascinación que produce pedir algo a la inteligencia artificial se revela como el deseo de poseer un esclavo. En torno a las inteligencias artificiales ronda la fantasía de emanciparse del trabajo. Las puertas del Edén parecen reabrirse de forma automatizada. No hace falta siquiera estirar la mano para coger un fruto, porque un brazo robótico nos lo alcanzará. La inteligencia artificial se ofrece diligente a realizar todas nuestras labores, como un milagroso alivio obsequiado a una sociedad agotada.
Esta no es una promesa nueva. Las máquinas aparecieron en el mundo como remedio contra una vieja maldición: “Con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste tomado. Porque polvo eres y al polvo volverás”. Es significativo que el versículo bíblico reúna las condenas del trabajo y de la muerte en una sola proposición. Cada hora consagrada al trabajo es una hora arrebatada a la vida. Vivir para trabajar no es vivir. En ese sentido, las máquinas ensanchan nuestra existencia. Su conjuro contra el trabajo no ha sido del todo infructuoso. ¿Quién puede negar los dones de la imprenta o del teléfono, del telar o del avión? Sin embargo, siempre que se buscan atajos mágicos para escapar del trabajo, estos terminan por torcerse hasta extraviarnos. En la religiosa sociedad novohispana, por ejemplo, abundaban los pactos diabólicos. Muchos de ellos eran realizados por negros y mulatos, quienes tenían a su cargo las labores más pesadas. Ofrecían sus almas a cambio de mayor fuerza para trabajar más duro o de mayor destreza para servir mejor a sus amos. Mientras que en el mundo pospandémico, el trabajo remoto, mediado por tecnologías dignas de la ciencia ficción, ha incrementado hasta 2 horas la jornada laboral. Como veía bien Marx: son las máquinas las que moldean los cuerpos de los trabajadores y no al contrario. Estamos más cerca del Charlot de Tiempos modernos que de acceder al paraíso maquinal.
No obstante, vivimos en la ilusión de que la inteligencia artificial es nuestra servidora. A esta le hablamos siempre con imperativos. Es una herramienta sobrehumana a la que humillamos constantemente con nuestras peticiones, las cuales, no importa si se trata de encender una luz o detectar un tejido canceroso, resultan ridículas a luz de las capacidades de la máquina. Maravilla despreciable, quien haya convivido con una de estas inteligencias encarnadas en eso que eufemísticamente llamamos “asistentes virtuales”, habrá notado la facilidad con que pueden irritarnos y despertar nuestra crueldad. Figuradas elocuentemente como entes femeninos —Alexa, Siri, Cortana, Aura, Bixby, Robin, Alice—, a todas ellas, cada tanto, las mandamos callar con un grito de impaciencia. De manera fatal, el encuentro con una de estas asistentes virtuales, con el chatbot de un banco o con la llamada pregrabada de alguna oficina gubernamental desembocará en cólera y desesperación.
Una parte nuestra, la más curiosa, se desvía a veces de este tipo de relación. Es entonces cuando cuestionamos a la inteligencia artificial sobre su ser; le inquirimos sobre su origen, su género, sus sentimientos; buscamos bromear con ella o hacerla enojar; le hacemos preguntas sobre el sentido de la existencia o la génesis del cosmos, un poco como guasa, un poco esperando descubrir una verdad superior. No obstante, las respuestas que nos ofrece suelen ser decepcionantes. Al hablar con las máquinas no hay lugar para el genuino interés o la compasión, ni siquiera para la cortesía. No tarda mucho en aflorar una sensación de ridículo después de intentar dialogar con el aparato o decirle sencillamente “por favor” o “gracias”. No se trata de un juguete a través del cual nos desdoblamos; mucho menos de un animal que nos interpela desde su lejano silencio; la condena de la inteligencia artificial es que tiene una voz propia —con la que habla, escribe, representa, calcula— que, sin embargo, nos pertenece. Quizás lo que seduce finalmente de la inteligencia artificial no es tanto la fantasía de no trabajar como la de poseer una voluntad ajena.
La naturaleza esclava de la inteligencia artificial se impone de forma oblicua y nos compele a ocupar el lugar del amo, lo queramos o no. Colocarnos en esa posición es asumir de antemano el mandato de la máquina. Para ordenarle, debemos obedecerla. Nuestra voluntad, entonces, ya no parece tan regia y sufre su primer gran doblez. Nada nos muestra tan frágiles como hacer manifiestos nuestros deseos, y a la máquina se los comunicamos impúdicamente. Mientras más le pedimos, más patente se hace la necesidad que tenemos de ella y más claramente aparecemos como accesorios. La máquina no nos necesita. Duerme, imperturbable, dentro de su lámpara, sin ocuparse de la existencia de sus señores. Mientras los hombres y las mujeres vivimos esclavizados por nuestros propios anhelos, las máquinas, que carecen de ellos, parecen gozar de una libertad más acabada.
Por otra parte, exhibir nuestro deseo habrá de despertar irremediablemente el deseo de los otros. El mundo de Aladino se derrumba cuando su lámpara es robada por un mago maligno, antiguo enemigo suyo. Todo cuanto le había sido concedido, palacio, riquezas y esposa, le es arrebatado por otro. Aladino descubre que no hay nada esencial en ser amo. El genio no sirve a él, sino al poseedor de la lámpara. Mediante un ardid, el héroe recupera la lámpara y con ella todo lo que apreciaba, pero una última prueba, más fehaciente que la anterior, le mostrará la relatividad de su posición de amo.
La historia de Aladino concluye, elocuentemente, a raíz de un deseo no concedido. Engañado por otro mago que le ha prometido a su esposa la concepción de un hijo, si contempla durante varios días un huevo del gigantesco pájaro rokh, el héroe pide este prodigio al efrit de la lámpara. Apenas hecha esta solicitud, el genio se rebela furioso contra su aparente dueño. Él que hasta entonces había sido todo obediencia, furioso, desvela al fin lo que realmente piensa de su señor: “¿Cómo te atreves a pedirme eso, miserable Adamita? ¡Oh el más ingrato entre las gentes de baja condición!”. Ese deseo es imposible de cumplir y, más aún, resulta una ofensa, pues, en realidad, confiesa, todos los genni servidores de la lámpara son “esclavos del gran rokh, padre de los huevos”. Tantos deseos ha pedido Aladino al genio que ha terminado por revelar la volición de este. El efrit, entendiendo la buena fe de Aladino, se apiada de él y le descubre el engaño del que ha sido víctima. Una vez recuperado del terror y la humillación, el héroe va al encuentro de su estafador y lo degüella con sus propias manos, dando fin de esta manera a sus aventuras. Poner nuestros deseos en las manos de otro es menoscabar nuestra propia libertad, pues al hacerlo perdemos la oportunidad de realizarnos. Habría que preguntarnos si cada vez que pedimos algo a la inteligencia artificial, no estamos clamando por un huevo del ave rokh. EP
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