¿En qué momento comienza a ‘existir’ una palabra? En este texto, el lingüista Renato García González aborda el controversial tema de las palabras que habitan en los diccionarios vs. los préstamos lingüísticos.
Sobre la (in)existencia de las palabras
¿En qué momento comienza a ‘existir’ una palabra? En este texto, el lingüista Renato García González aborda el controversial tema de las palabras que habitan en los diccionarios vs. los préstamos lingüísticos.
Texto de Renato García González 25/04/22
A muchas personas no les gustan las palabras que no aparecen en el diccionario y suelen reprobarlas sentenciosamente: “no puedes usar esa palabra: no existe, porque no está en el diccionario”. Sin embargo, el hecho más evidente de que las palabras existen —estén o no en el diccionario— es que si las usamos en una conversación con un grupo de personas, pueden comprenderse sin dificultades; esto, cuando menos, en la mente de ese grupo de personas.
Hace algún tiempo, una fundación que busca resolver dudas urgentes sobre el español recomendó a los hablantes no usar la palabra gamer para referirse a quienes —como quien escribe— tienen una afición por los juegos electrónicos y en línea. Esto debido a que tal palabra, un odioso anglicismo, puede ser perfectamente sustituida por «videojugador» o —peor aún— por «jugón».
Que me disculpen los diccionarios y las fundaciones, pero «jugador» claramente tiene la connotación, en mi idiolecto, de una persona que patológicamente se compromete con los juegos de azar para apostar: “Pedrito es un jugador, siempre está en problemas”; o bien, es una persona que no encuentra solaz en el lecho matrimonial y necesita salir a la aventura extramarital: “A Pedrito lo dejaron porque resultó un jugador”. De «jugón» no voy a decir nada, porque, como apuntó un usuario de redes sociales en ese momento, ¿qué tiene que ver un jugo de tamaño extragrande con los juegos electrónicos?
Si una palabra está registrada o no en el diccionario, no es de importancia para afirmar la existencia de dicha palabra. Las palabras, como la lengua misma, deben existir en primer lugar en la mente de las personas, después deben existir en los intercambios cotidianos entre esas personas y finalmente —mucho después— quienes escriben los diccionarios decidirán si tal o cual palabra merece la pena la tinta con la que se va a imprimir en su diccionario o no.
No me malinterprete, los diccionarios son una gran herramienta para registrar la historia de una lengua, para introducirse al estudio de una lengua o para conocer las minucias de los significados particulares nuestra lengua, pero son eso: una herramienta que debe estar al servicio de sus usuarios y no son, de ninguna forma, lugares de validación o registros civiles donde las palabras reciben su carta de ciudadanía.
El proceso de creación de palabras —la lexicalización— por parte de los hablantes es todavía un tópico de gran interés entre los lingüistas y los psicólogos, porque —por favor, deténgase a pensarlo por un momento— las palabras son un ruido en el mundo (en las lenguas orales) y una serie de movimientos (en las lenguas de señas) que provocan en nuestras mentes la activación de significados, algunos tan complejos como el significado de la palabra hasta o ahorita y otros tan odiosos como el de nazi. ¿Qué actividad cerebral está implicada en cómo creamos las palabras, dónde las almacenamos, cómo las recuperamos para usarlas todos los días sin dificultades? ¿Por qué la secuencia de sonidos /g/ /a/ /t/ /o/ activa el significado de ese animal mamífero, típicamente peludo, con garras, colmillos, orejas puntiagudas que suele dormir, comer y hacer travesuras cuando habita en compañía de humanos, y no activa otro?
La obsesión de algunas instituciones normativas por conservar una forma inmaculada de la lengua se revelará como fútil a la vuelta de los años, puesto que el cambio lingüístico no sólo es una gran constante en las lenguas naturales, sino que además tratar de detenerlo o frenarlo se siente, de alguna forma, contranatural. De acuerdo con una de las corrientes lingüísticas más influyentes, la gramática generativa, cada lengua se inventa nuevamente conforme la adquiere un nuevo hablante y sólo termina pareciéndose a la de las personas a su alrededor debido a la presión o influencia del ambiente en el que se desarrolla; por ello, parece ser que el que terminemos usando un inventario de palabras relativamente similar en comunidades es consecuencia directa del hecho de que vivimos en comunidad, y únicamente en comunidad las palabras adquieren sentido y relevancia.
Un ejemplo claro de lo anterior son los préstamos lingüísticos, ya que son una de las formas más comunes que tenemos los hablantes para transmitir los significados con la precisión necesaria. Ciertamente no se siente igual el significado de manga que el de comic, historieta o viñeta, en principio, porque el manga se refiere a un tipo particular de narrativa típicamente acompañada por un formato especial de ilustración; incluso comic se encuentra relativamente lejos del significado de novela gráfica.
Los préstamos lingüísticos entran a una lengua cuando alguna parte de la realidad se nombra1 en la lengua de una comunidad y, posteriormente, esta parte de la realidad se integra a otra comunidad. Como sabemos, en español tenemos incontables casos de este proceso; pensemos en las palabras que comienzan con a-, al-, típicamente atribuidas al árabe, como «algodón», «almohada», «almíbar» y perfectamente integradas al español contemporáneo, o démosle crédito a todos los nahuatlismos que existen no sólo en el español, sino en otras lenguas con formas ligeramente diferentes: «aguacate», «chocolate», «(ji)tomate», «chile».
El rechazo sistemático a los préstamos lingüísticos parece ser una cuestión más ideológica y política que lingüística, basado en una idea de limpieza y pulcritud que nada tiene que ver con las necesidades cotidianas de las personas. En ese sentido, hay quienes afirman que el problema no es el uso de los préstamos, sino el abuso de ellos; pero honestamente no es lo mismo «mercado target» que «mercado objetivo(?)», tampoco es lo mismo «call center» que «centro de llamadas». Si la palabra se ajusta para lo que quiere decir, úsela; si no está en el diccionario, no se preocupe, con que sus interlocutores la entiendan es suficiente. Usted siga peleándose con los trolls de Twitter, no deje de farmear en los videojuegos, siga bloqueando todo el spam que le llegue a su email, pero —sobre todo— evite triggerearse cada vez que lea una opinión que no se ajusta a su sistema de creencias. EP
1 En rigor no son partes de la realidad o partes del mundo, puesto que las palabras no están obligadas a referirse a objetos de la realidad o a entidades del mundo —piense en el concepto zeitgeist—; sin embargo, por sencillez, vamos a asumir aquí que los préstamos típicamente vienen acompañados de un objeto o un proceso en el mundo.
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