Anuar Jalife Jacobo narra la pintoresca inauguración de un teatro, otrora covacha en un centro cultural, que recibe el nombre de un personaje muy distinguido.
Homenaje a un personaje muy distinguido
Anuar Jalife Jacobo narra la pintoresca inauguración de un teatro, otrora covacha en un centro cultural, que recibe el nombre de un personaje muy distinguido.
Texto de Anuar Jalife Jacobo 21/07/23
“Desde que yo me acuerdo esa ha sido la Bodeguita y no un teatro”, se quejaba una de las trabajadoras de intendencia del Ágora del Milenio, un complejo cultural con el que la ciudad, como tantas otras del Altiplano, buscaba dejar atrás su pasado agrícola y comercial para apostar por el llamado turismo de negocios. Integrado por un par de salas de exposición, una biblioteca, algunos salones destinados a talleres artísticos y docenas de oficinas, el moderno conjunto de edificios resulta bastante llamativo, pero poco habitable, pues el proyecto arquitectónico original había sido pensado para la ciudad de Oslo, con enormes ventanales y amplios domos, adecuados tal vez para el clima nórdico, pero no para el semidesierto mexicano. La Bodeguita, por su parte, había sido concebida como un pequeño auditorio, pero pronto se llenó de cachivaches y nunca llegó a ver otro espectáculo que el del diario trajín del personal de servicios. Doce años después, un joven funcionario público en permanente campaña para no se sabe qué cargo público deseaba cambiar eso, pensando que una forma barata de convertirse en el creador de un teatro para la ciudad era travistiendo a la Bodeguita. Bastarían una mano de pintura, algunas lámparas, un par de bocinas y, lo más importante, el nombre de algún personaje muy distinguido de la cultura y las artes locales para bautizar el flamante recinto. Ese honor lo recibiría Guillermo Franz, un poeta o diplomático o académico o gestor cultural, que además de ser amigo del funcionario también había sido uno de los fundadores del Ágora, gracias a sus buenas relaciones con el entonces presidente de la República.
Aquel mediodía se celebraba la magna inauguración. En punto de la hora, el lugar se iba llenando de poetas y artistas, que parecían sentirse tan homenajeados como el propio Franz, y hombres de negocios con la actitud de quien va a una boda o unos XV años; hambrientos estudiantes a la caza de un brindis y señoras de la alta sociedad vestidas a matar; estrafalarios teatreros y políticos demasiado a gusto consigo mismos; profesoras desconcertadas con el homenaje y burócratas felices del acarreo que los había sacado de sus cubículos.
Colgaban del techo pendones plateados con el nombre de Franz escrito en ellos con una tipografía casi ilegible de tan elegante. Contrastaba con el glamour del evento el caos que comenzaba a crearse en aquel vestíbulo que daba acceso a la Bodeguita, la cual, al abandonar su vieja vocación para dedicarse al arte, había dejado sin almacén al complejo cultural, que ahora destinaba un tercio del vestíbulo a sillas rotas, cajas de archivo muerto y escritorios destartalados apilados a lo largo de una pared donde antes podía observarse el mural de un maguey que al ser tocado por el dedo de una niña gigante se descomponía en ceros y unos elevándose hacia un firmamento cósmico que remata con la frase “Año 2000”; otro tercio lo ocupaba el banquete pantagruélico que se preparaba para la ocasión, dejando la última fracción para los numerosos asistentes, a quienes un grupo de Protección Civil negaba el acceso, pues la tarde anterior una lámpara que había caído del techo casi descalabraba a un trabajador que limpiaba las butacas. Fue hasta que el funcionario en persona —con los ojos inyectados de sangre— intercambió unas atentas palabras con ellos que la multitud pudo entrar. En el interior, unos diligentes jovencitos, con excelente ojo sociológico, acomodaron a las personas en estamentos, con el funcionario y sus gentes en primera fila, y poetas, cronistas y similares en las últimas. Pronto se ocuparon todas las butacas, con excepción de tres filas centrales que habían sido bloqueadas con cinta amarilla para prevenir un nuevo accidente.
Después de unos minutos, hizo su aparición, entre aplausos, un Guillermo Franz irreconocible. Más de veinte años no habían pasado en balde. Su última estancia en el Ágora, pletórica, había sido para inaugurar el complejo con una exposición fotográfica llamada “El joven Karol Wojtyla: futuro pescador de almas”, con la presencia del gobernador y el obispo, quien leyó una tarjeta de agradecimiento enviada por el mismísimo papa. Franz estaba llamado a ser el director del Ágora y lo fue durante casi tres semanas, hasta que se le invitó a ser agregado cultural en algún país europeo. Más de dos décadas después, hijo pródigo, regresaba encorvado y caminando dificultosamente con la ayuda de un joven que lo sostenía del brazo derecho. El propio funcionario parecía afectado por la estampa de su viejo amigo, al que, por lo visto, no solía frecuentar. Sin embargo, como buen hombre público se repuso rápidamente y dio un fuerte abrazo al poeta, ante el temor del público de que este se fuera a lastimar.
El maestro de ceremonias dio inicio al evento y leyó una semblanza de Franz. En ella se hacía mención de su trayectoria como diplomático, asesor de organismos públicos y privados, director de escuelas, titular de dependencias gubernamentales y fundador de numerosas asociaciones civiles; coronaba esa vida pública, una docena de libros entre los cuales destacaban poemarios como Voz es de luz / Voces de luz y La orgía de los significantes, los ensayos Ética sin valores y Nueva semiótica del mexicano, y los tres tomos de memorias y viajes Mi vida como Franz. El homenajeado subió con lentitud al escenario; se colocó frente al micrófono, carraspeó un poco; palpó las bolsas de su saco y de su pantalón, y finalmente preguntó a algunas personas de las primeras filas dónde estaba su discurso: “Lo traía en la mano hace un momento cuando los saludé”, les reclamó. Desconcertadas, casi ofendidas, las personalidades levantaban las manos y miraban a su alrededor en actitud de “A mí que me revisen”. Todos asistentes comenzaron a buscar debajo de sus asientos y entre sus cosas la carta robada. La pesquisa terminó con un “Bueno, no importa. Voy a improvisar” que Franz pronunció mientras desdoblaba una hoja con el discurso presuntamente extraviado. Luego continuó: “Agradezco al señor —no se supo si a Dios o al funcionario— por este reconocimiento. Lo recibo a nombre de la educación y la cultura, de la poesía y el arte, que en esta época es lo único que nos puede salvar. Son tiempos duros los que vivimos. Sobre todo, los jóvenes, porque los viejos como yo, ya estamos más cerca del de arriba que de los de abajo”. El público se rio honestamente. Franz prosiguió: “Son tiempos en que se nos quiere inocular el odio, tiempos en que se promueve la división: de pobres contra ricos, de negros contra blancos, pero muy especialmente de mujeres contra hombres, de humanos contra humanos, a fin de cuentas.” La gente aplaudió convencida. Franz siguió más seguro que antes: “Para conciliar esas diferencias está la cultura y está la poesía. Por eso quiero recordar esta tarde unas palabras que tuve la fortuna de escucharle a Octavio Paz hace casi tres décadas. Paz decía: «la mujer es la forma visible del mundo», por eso no es raro que se le compare con los valles, las colinas, los ríos, «todo eso es la naturaleza y todo eso es la mujer; de modo que es cierto que la mujer es la forma en que, para nosotros los hombres, aparece la naturaleza, aparece el mundo». Traigo a colación esta cita de nuestro Nobel porque nos recuerda que a la mujer no hay que enfrentarla, sino cuidarla; no hay que violentarla, sino amarla, porque es una vía de conocimiento para todos nosotros. ¡Muchas gracias!”.
El auditorio estalló en un aplauso de franca reconciliación con la vida. Inmediatamente después, de forma espectacular, se descorrió un telón y apareció en el fondo la Orquesta Filarmónica de Niñas y Niños de Escasos Recursos. Vestidos con trajes de yute y caras de seriedad, los niños interpretaron un popurrí de versiones instrumentales de canciones de Agustín Lara, José Alfredo Jimenez y María Greever. Al concluir esta parte, el orgullosísimo director de la agrupación declaró que tenía al público reservada una sorpresa e invitó al funcionario a unirse a la orquesta. Con cara de falso asombro, este se encaminó al escenario y cogió rápidamente un micrófono. Comenzaron a sonar los primeros acordes de “Gavilán o paloma”, luego continúo con “Almohada” y, ya con los integrantes de la orquesta agotados, una impresionante interpretación de “El triste”, que culminó con un aplauso que no a pocos hizo recordar el famoso de la OTI. En el público veía gente sonriente, conmovida y a algún político, conocido por su afición a la bebida, con el rostro sudoroso y desencajado. Terminado el inesperado número musical, Franz subió nuevamente al escenario para recibir un diploma de manos del funcionario, que otra vez se fundió con él en un abrazo capaz de acabar con su vida. Tomados del brazo salieron de la ex Bodeguita para develar la placa. Los seguían las personas asistentes, extasiadas no se sabe si del gusto por el homenaje o por el banquete que lucía sus dones en el vestíbulo.
Escaso de paredes, abundante de vitrales, se entenderá que no había mucho lugar para colocar la placa, así que esta quedó ubicada entre la puerta del nuevo teatro y la del baño de caballeros. Seguramente no faltará el despistado que por ello no sepa a cuál de los dos recintos corresponde el título del homenajeado, pero en cualquier de los casos, quedará la certeza de que lleva, eso sí, el nombre de un personaje muy distinguido. EP
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