En este texto, Osnaya lleva al lector a través del mundo de los dioses griegos y sus metáforas.
Hespérides
En este texto, Osnaya lleva al lector a través del mundo de los dioses griegos y sus metáforas.
Texto de Julio César Osnaya Guzmán 18/12/20
Una aplazada encomienda debía cumplir. Yo, un modesto mortal, sencillo y moderado, criollo, de temple endurecido en infames guerras, con profundas heridas que se alojaban reveladoras en mi fibroso cuerpo, fui elegido. Mi psique, sediciosa e insubordinada, de turbulenta trascendencia, rindió inigualables comisiones a mi soberano. Destrezas y victorias serían enaltecidas. Antes debía cumplir a cabalidad dos determinantes misiones: atravesar enfurecidos océanos y robar un fruto de inmortales consecuencias. Proceder erradamente pondría fin a una vida consagrada a frenéticas adversidades.
Oculta tras una impenetrable bruma, bajo las cenizas sombras de las confidencias, enclavada en medio de la nada, despuntaba mi codiciada morada, la isla de las concupiscencias. Tierra de fervores que reclamaban escudriñar goces y deleites, en la que no vegetaban obstaculizadores prejuicios ni agraviantes anormalidades. Dominio de disipados placeres, donde las prohibiciones desfallecían bajo lívidos cielos rojos.
Mi linaje debía permanecer como una anodina leyenda. Convenía guardar con riguroso secreto mi ambicionado origen. Mis centenarias y predecesoras generaciones desembarcaron clandestinas; ocultas sobrevivieron. Por medio de filosofales alegatos, ganaron su permanencia intercediendo con desconfiados dioses. Con razonadas premisas sobre la conquista de piélagos y bestias fantásticas, obtuvieron su aceptación. A mis ancestros se les debe el oral arte para concebir aletargadas satisfacciones a insaciables mujeres. Éramos los únicos que procedíamos de ajenas tierras.
Discreto zarpé de noche. Guiado por el mapa sideral, navegué con enérgica decisión. Por embaucadores mares de tentadoras sirenas remé imbatible. Mi barca de robusta hechura sorteó poderosas tormentas y pesadas olas. Combatí leviatanes y di muerte a pulpos de monumentales tentáculos. Curtido en anónimas batallas, mi aguerrido cuerpo dio muestra de su fortalecido coraje. Mis temibles alientos tentaban a la muerte. Tras siete días con sus funestas noches alcancé mi destino.
Seducido por la eternidad ascendí al Jardín de las Hespérides. En la cima del etéreo prado despuntaba un árbol. De sus ramas colgaban imperiosas las manzanas de la inmortalidad. Nada me detendría. Bastaría propinar una sola mordida para alcanzar la perpetuidad. Mi anhelado fruto cumplía siglos custodiado por tres voluptuosas ninfas y un despiadado dragón.
Me oculté tras un arbusto con pálidas flores. Mientras me disponía a reconocer el terreno, dos delicadas garzas llegaron ante mí. En las miradas de las aves inquirí su denodada estirpe. Eran mensajeras de Lilith, la madre del adulterio. Provenían de sus embelesadas entrañas. Me observaban con extrema atención. También fijé mi vista en ellas. Parpadearon. Reconocí en la impavidez de sus ojos, la imagen de su incitante nodriza que se me ofrecía con sus mejores armas, la seducción y el erotismo. Lucía un ondulado cabello, extenso como su fogosa maestría, negro como sus fatales deseos. Su delineada mirada hacía pensar en azarosas fantasías. En la sombría y recta forma de su nariz brotaba una pequeña perforación, una delicada flor de cuatro pétalos. Deseosa entreabría su boca; parecía pedir furtivos placeres. Alrededor de su desnudo cuerpo, una vibrante serpiente rozaba inquieta, senos y vientre, caderas y nalgas. Solo pude vislumbrar una porción de su vello; en él ardían sin clemencia decenas de hombres. Lilith sabía mi única debilidad. Estuvo cerca de hacerme caer. Me sacudí las tórridas visiones. Ahuyenté aturdido a las aves. Me concentré en mi perenne objetivo.
Tomé aire y observé aquietado. La femenina trinidad acomodaba sus estremecedores cuerpos entre las robustas raíces. Sus descalzados pies jugueteaban con la yerba. Las transparentes prendas que les cubrían permitían entrever sus blancas y vigorosas piernas. Sus dóciles bustos convenían goces y pasión. Los rozagantes rostros palidecían por los claros y rojizos cabellos que colgaban aquietados.
La ninfa del perfil izquierdo tocaba extasiada un arpa. La música convenía seductoras murmuraciones celestiales. Convulsionada por deleitarse con múltiples orgasmos, la de en medio mostraba agitada un seno, y con su mano derecha, pedía mayores placeres a un jadeante minotauro que se alejaba babeando. La tercera de las protectoras recargaba su enternecedora cabeza en el hombro de la complacida guardiana. Extasiada sostenía una bandeja vacía. Consumió cuanto pudo del jarrón de las eróticas destrezas. Permanecía con los ojos cerrados. Parecía tener aquietados sueños.
El reptiliano rostro del draco mostraba algunas facciones humanas. La morfología de la bestia también revelaba una híbrida complexión. El imponente cuerpo debía medir dos metros. Como brazos humanos movía las plegadas alas.
Detrás de ellos observé a la matrona del jardín, Hera, la diosa del matrimonio. Cansada de las constantes infidelidades de su esposo, Zeus, arremetió contra él pagando con la propia y milenaria moneda. ¡Qué atroz ironía! Si eso sobrevenía a la marital divinidad. ¿Qué me aguardaba a mí?
La resuelta conquistadora desafiaba al Dios de los dioses. Mostraba su tenaz temperamento. No temía a nada.
Sobre el césped yacía desnuda la deidad. Un corpulento hombre de origen africano, miembro de la servidumbre, la envestía inclemente. La fogosa madurez de Hera ilusionaba con codiciadas vehemencias. Solo distinguí pinceladas del aplastante desenfreno de sus soberbias formas. El súbdito desenrejaba una fuerza cabal y un dotado vigor en la imponente traza de su hechura humana.
Regresé contrariado y deleitado la mirada. Salí decidido de mi escondite. Las garzas sobrevolaban amenazantes. Caminé imperturbable con solo una determinación. Me paré confiado frente a ellas. Anuncié a la tríada de olímpicas un milenario vaticinio. Despreciaron mi presencia. Miraron con recelo la resistente apariencia de mi cuerpo. El alado guardia tomó una intimidante postura. Llevaría a cabo su enmienda: aniquilar al que osara postrarse bajo la sombra del codiciado árbol sin la genuina revelación. Fastidiadas de escuchar aburridas promesas, las ninfas no mostraron interés. Ofrecí al voluptuoso trío el más exótico de los vinos. Dos de ellas me prestaron atención. Argumenté que las uvas fueron cosechadas en la secreta isla de los lascivos deseos. Atraje la curiosidad de la tercera. El centinela exhaló. Un intimidante bramido me mostró sus intenciones. Quien estaba en medio me hizo saber que conocía la profecía. Con desconfianza, expresó que la descripción del mensajero con el extasiante vino, no correspondía con mi figura. No discutiría eso. Descorché una de las botellas. El buqué aleteó hasta ellas. Lo percibieron. Los pálidos semblantes adquirieron un acentuado tono carmesí. A las enormes fosas nasales del vigía también ascendió la tentadora fragancia. Después trepó por el tronco del árbol y se deslizó hasta mi ansiado fruto que resplandecía por los otoñales rayos del atardecer. Descubrieron que no mentía. Las garzas levantaron el vuelo hacia el refulgente horizonte. El presagio versaba sobre la liberación del dragón. Auguraba la independencia de las seductoras protectoras. Había que cumplir un ritual. Estaban al tanto de él.
Me presenté como Julio el osado, confidente de Príapo, el dios de la cópula. Sus ojos brillaron. Sus rostros adquirieron un ardiente aspecto. Mencionaron sus nombres: Egle, Lípara y Crisótemis. La bestia señaló su mote con respeto, Ladón.
Ofrendé el vino. Del árbol descendieron funestas serpientes. Dispusieron de cinco cristalinas copas elaboradas con las frágiles almas de mis predecesores. Serví voluntarioso el elixir. “Iniciemos”, mencionó gustosa, con voz pausada y ligeramente grave, Crisótemis. Desanudó mi vestimenta. Estiró uno de sus brazos. Con una destreza inigualable frotó mi bragadura. La palma de su mano avanzaba con una placentera delicadeza. Subía y bajaba tersa. Se acomodaba ardiente en cada recoveco. Su dedo índice frotó la corona de mi exacerbación por un extenso lapso. El cálido roce provocó puntuales y precisas descargas de placentera ansiedad. Minuciosa, su mirada examinó deseosa mi roja dureza. Sus bruñidos labios me paladearon. Pulieron con tibia saliva. Suaves recorrieron mi palpitante y carnoso tallo. La lengua habilitó oscuros deseos. Los proveyó de un insólito placer. Desencadenó un arrebatado frenesí que no pude controlar. Egle y Lípara observaban fascinadas. Acariciaban con excitante dulzura la seda de sus rosados plisados y el agitado tejido de sus henchidos senos. Tañían las campanas del éxtasis. Surgieron los aromas de la pasión. Ladón estaba por incorporarse cuando fue interrumpido por Hera y su formidable amante. Se interpusieron desafiantes. El quinteto de las desavenencias permanecimos bajo la sombra del árbol, aquietados y expectantes. La agraviada diosa del matrimonio lanzó una penetrante mirada. Me reconoció. Sabía de dónde provenía. Tomó las botellas de vino. Las arrojó iracunda contra el tronco del árbol. Se estrellaron. Las ninfas se paralizaron. Palidecieron. Advirtieron decepcionadas su aciago futuro. El consorte amagó a Ladón de mortal manera. Observé expectante a la deidad. En sus ojos de mar muerto, por un corto instante vi, una sufrida alma que se perdía en el océano de las tristezas. El desvanecido asomo sacudió el sufrimiento. Percibí en ella despecho y rencor. No era la mirada de una divinidad, era el atisbo de un fúrico espíritu que pedía venganza. Exacerbada se acercó a mí. Me miró con otro talante en el que descubrí cómo ardían los templos de la pasión. Hera me tomó de la mano. La llevó a su entrepierna, sentenció: “Aquí encontrarás la verdadera inmortalidad”. EP