(Fragmentos de) un texto fallido

Ensayo personal acerca del confinamiento, la neurosis y los procesos de escritura durante la emergencia sanitaria de 2020.

Texto de 11/06/20

Ensayo personal acerca del confinamiento, la neurosis y los procesos de escritura durante la emergencia sanitaria de 2020.

Tiempo de lectura: 7 minutos

Llevamos poco más de tres meses encerrados. Me refiero a la humanidad: los casi ocho mil millones de primates que somos, enjaulados. Hay un virus nuevo, para el cual no tenemos anticuerpos. Si nos abrazamos, podemos matarnos. Si nos acercamos, podemos matarnos. Si nos hablamos, podemos matarnos.

Todos nuestros lenguajes son armas letales.

Nos encerramos porque así somos dañinos sólo para nosotros mismos.

***

Una forma de hacer llevadero el encierro ha sido hablar de las cosas que la gente célebre hizo durante sus respectivas amenazas de extinción. Shakespeare escribió así varias obras maestras, por ejemplo. Es un buen paliativo: pensamos que, en nuestro siglo XXI plagado de anhelos, nosotros tendríamos que ser capaces de hacerlo incluso mejor. 

Por supuesto, yo me he dejado llevar, y he intentado ya varias aproximaciones a una obra maestra. Me siento particularmente presionado cuando leo que “si no generas una obra maestra, lo que te faltaba no era tiempo, sino disciplina”. 

Pero luego veo que, en realidad, no sé si puedo con otra disciplina: ya todo se ha vuelto una serie de disciplinas inesperadas.

Las tareas elementales, como limpiar el baño, sacar la basura, cocinar, son ahora ruido que pesa en el ritmo de la naturaleza. Las montañas de platos sucios. Los mares que el perro mea en la puerta cuando olvidamos sacarlo a tiempo. Las traslaciones de una junta a otra, todas en pantalla.

“Disciplina” proviene de la misma raíz que “discípulo”: el orden enseña. 

¿Qué enseña esa grasa que no se quita, qué esa pelea marital que en realidad estaba completamente injustificada, qué los vecinos que decidieron aprender a tocar el saxofón?

¿Es posible hacer del piso recién trapeado una obra maestra?

***

Primera idea para una obra maestra: una joven pareja compra a precio de ganga un caserón. Al mudarse descubre que todas las paredes son espejos; todas, desde el inverosímil salón de baile hasta los humedales del sótano. 

Una tarde ella sorprende a su reflejo del pasillo llevando un collar que no tiene en la realidad. Desesperada, incrédula, se rasguña como para arrancarse un fantasma. Su cuello, intacto en lo palpable, es en el espejo una madeja de carne deshilachada. Unas horas después, su reflejo junto a la puerta de entrada tiene una herida todavía abierta en el cuello.

“Una forma de hacer llevadero el encierro ha sido hablar de las cosas que la gente célebre hizo durante sus respectivas amenazas de extinción.”

Una tarde él, al volver a casa, no se ve reflejado en la pared grande del comedor, por más que se busca, por más que indaga tras los muebles y rompe cosas: en el espejo no es ni siquiera un suspiro.

Ninguno dice nada: temen que lo del espejo revele una locura desconocida pero real.

No decido si detrás de los espejos hay brujería (un hechizo que viajó de los bosques eslavos, que maldice para siempre con el pavor del “hubiera”), ciencia ficción (la pareja y sus reflejos son versiones que una Suprema Mente Artificial repasa para elegir de entre ellas el mejor futuro para la humanidad) o farsa (cada espejo no es un espejo, sino un cuarto idéntico al que dizque representa, donde viven actores que se han sometido a toda clase de operaciones y disciplinas para reproducir exactamente a quien se mude al caserón). 

Escribo estas líneas mirando el clóset donde guardamos cajas, portafolios, bolsas que hace mucho no abrimos. Quién sabe qué vidas tenemos ahí almacenadas, guardadas por si las dudas. 

Si escudriñamos con todo este tiempo de sobra las cajitas que guardan viejas cartas y monedas; los adornos que en muchos meses no han encontrado sitio; los documentos que no nos hemos decidido a tirar; si nos miramos en esos espejos que devuelven lo que fuimos alguna vez, lo que añorábamos, lo que desconocíamos, ¿quiénes seríamos entonces? 

Pensando en esto, miro al perro: se echa junto al baúl y empieza a lamerlo de nuevo.

***

Antes apenas tenía tiempo para pasearlo; ahora paso horas viéndolo lamer el baúl. 

El perro parece saborear la madera misma: acaso hay algo salvaje que quiere recuperar. Acaso en su comportamiento, que no parece responder a ninguna clase de supervivencia animal, hay alguna inspiración para escribir. Acaso los lengüetazos a un pedazo de árbol muerto explican el destino de los vivos: dar vida a aquello que la ha perdido. 

“(…) ese baúl fue el regalo que me dio mi padre al nacer. Pirograbó mi nombre de pila, grande, en la tapa, y nueve años después se fue.”

Fantaseo con contar la anécdota en reuniones (¡en reuniones!, ¡a gente de carne!), reír sin control. Pero me digo que cada vez reiré menos y hablaré de la extraña conducta del perro con menos pasión y, por fin, un día aburriré. 

Y entonces esto será un recuerdo: un centelleo dentro de un espejo en el que, eventualmente, nadie se volverá a buscar.

Un día la lengua hará un surco que se volverá un agujero. El perro dejará de lamer porque ya no habrá madera. Diría que entonces será para él un recuerdo, pero los perros no recuerdan como nosotros. Ellos tienen anticuerpos para esas cosas. 

Nosotros no: la memoria es la pandemia original.

Por ejemplo: ese baúl fue el regalo que me dio mi padre al nacer. Pirograbó mi nombre de pila, grande, en la tapa, y nueve años después se fue. Ese baúl es la única cosa que he llevado en todas mis mudanzas. Hoy pesa todos esos años juntos: en el último traslado lo retaqué con papeles importantes, juguetes preciados de mi infancia, trofeos mensos de la adolescencia, en fin, cosas que en algún punto he considerado necesarias.

Ese baúl incluye acaso las únicas pruebas de que he existido.

Y el perro lo lame con una gula que quizá yo nunca he sentido por nada. Le arranca, un lengüetazo a la vez, moléculas de lo que he sido.

***

“De cerca, nadie es normal”. ¿Fue Caetano Veloso el que dijo eso? ¿Charlie Brown? ¿Dickens? No sé. Pero es verdad, y nunca como en el encierro estamos tan cerca de nosotros mismos. 

¿Es que siempre he tenido yo este dolor de espalda? 

¿Pero cómo puedo pasar tanto tiempo sin moverme del sillón?

¿OTRO plato de helado?

El lugar que llamamos hogar, al que anhelábamos volver, en el que nos permitíamos todas las verdades del alma (desde la más íntima cruda hasta el canto dispendioso), es ahora una caja negra que recupera espacios oscuros de la memoria, que construye otro cuarto para habitar la mente.

***

Ya Sylvia Plath se preguntaba: “¿No hay manera de salir de la mente?”. 

La meditación trascendental le respondería que no, y no importa, porque todo cuanto existe es aquí y ahora. Esa es la médula que le queda a la realidad después de hacerle esta autopsia que se llama confinamiento, cuando quitas la piel de Juntas Importantes y los músculos de Compromisos Sociales: el tiempo, latiendo un aquí y un ahora a la vez; latidos que funcionan como cárcel: imposible, aquí y ahora, escapar de nosotros mismos. Imposible huir de estos encierros que somos desde siempre: estas cárceles hechas de conciencia y lenguajes (letales). Imposible escapar del sitio donde estoy encerrado con una obra maestra que no se deja capturar.

“¿No hay manera de salir de la mente?”. Lo aterrador es que, aun si la hubiere, quién sabe si hay salida de lo que viene después de la mente.

***

Yo he descubierto, por ejemplo, que soy neurótico.

Los lugares comunes (las paredes de la mente) me hacen imaginar mi neurosis como un animal rabioso. Si supero los clichés que me habitan, preferiría imaginarla como un río: un torrente feroz que arranca retoños. Imaginarla más: otra clase de río, lleno de plásticos chamagosos. Imaginarla aún más: un espejo estridente, torrencial, turbio, el único espejo al que acudo cuando quiero hacerle frente a la realidad, vivísima, gigantesca. Imaginar mi neurosis hasta exprimirle algo que valga la pena contar. 

Encerrado dos veces, en mi casa y en mi cabeza, he azotado puertas por razones ridículas, he pasado jornadas enteras musitando todas las especies del odio, he recorrido toda clase de íntimos apocalipsis. He dicho cosas hirientes, a mi esposa, al perro, al baúl, he utilizado palabras de definiciones precisas pero significados lejanos. 

Lo que casi no se dice de la disciplina es que, así como hace de los buenos hábitos virtudes, hace de los miedos monstruos, y de las ansiedades crueldades.

Por ejemplo: mi padre se echaba cada domingo, muy disciplinado, a ver el futbol. Hacía erupción si alguien interrumpía su modorra. Los domingos de mi niñez eran encierros que debían transitarse sin tocar mucho las cosas, a riesgo de represalias horribles.

Quizá esa niñez, que recuerdo como sombra, me preparó para estos días de sombra nueva. Quizá mi cerebro guardó aquellas tardes de domingo, y por eso ahora me he vuelto eso que me daba terror, después de todos estos días sentado junto al baúl que me dio de recién nacido. 

El perro trata de decirme algo a lamidas, pero yo estoy muy ocupado tratando de hacer de este encierro múltiple una obra maestra.

***

Segunda idea: Planeta Tierra, muchos años en el futuro. La humanidad se ha reconciliado con la naturaleza. Eliminamos el cemento, y construimos ahora nuestras casas con materiales vegetales que se autoregeneran, que florecen, que respiran. La gente no trapea sus casas: las riega.

Una nueva pandemia nos alcanza. Es aterrador: un hongo entra al sistema circulatorio, corre por el torrente sanguíneo y, al llegar al corazón, detona los ventrículos como piñatas. 

La gente se encierra y pronto el terror cede al mal humor, a la ira, a las peleas largamente guardadas. Científicos descubren que estos ánimos se acompañan de una hormona cuyo olor fertiliza al hongo asesino.

El hongo no sólo aniquila con más saña a la gente iracunda, sino que le provoca cosas espantosas a las bioviviendas: destruye las complejas redes mitocondriales, desactiva la preciosa clorofila: las plantas que nos sirven de hogar de pronto no tienen otra opción que volverse carnívoras.

Los gobiernos establecen que la medida más importante para sobrevivir, a la enfermedad y al ataque de las plantas, es el buen humor. Las peleas quedan prohibidas por orden oficial. Las frustraciones laborales. Las derrotas en los juegos de mesa. El berrinche por arruinar un platillo en el horno. Los gritos: todo prohibido.

Gracias a esa nueva realidad, la humanidad es feliz. Podría decirse que genuinamente feliz. O al menos indiscutiblemente feliz.

*** 

¿Somos felices en el encierro? Somos frágiles, y la fragilidad es la única sinceridad que realmente tenemos, porque nos permite darnos cuenta de cosas. 

Vonnegut: “El darnos cuenta es lo único vivo y quizá sagrado que tenemos. Todo lo demás es maquinaria muerta”.

Darse cuenta de las cosas es deshacerse de ellas: es desaparecer un poco. 

Acaso ese sea la única obra maestra posible en el confinamiento: la desaparición. 

La desaparición de la casa, de los pisos de arriba (y sus habitantes), de los picaportes que quién sabe cuánta gente ha tocado ya. La desaparición de las ganas de una cerveza, del antojo de cierta hamburguesa que no llega a domicilio; de las noticias de la tarde, de las que dan los familiares, las verdaderas y las falsas. De las juntas a distancia, de las malditas pantallas que han aplanado, sin guerra, al mundo entero. Que desaparezcan esas alarmas que vienen a decirnos lo que ya sabíamos: que la realidad es una enfermedad que va a volver por nosotros a menos que la dejemos embalsamada después de la autopsia. Que desaparezcan los otros, los contagiados (sintomáticos o no) y los que están por contagiarse: todos. Y también las piernas al pasar demasiado tiempo cruzadas. Y la ropa que hace falta lavar. Y las manos de uno mismo, sus gérmenes. Y la cabeza, cuando duele. Y el cuerpo, todo, en el insomnio. 

Tener el arte que se requiere para desaparecer uno mismo, en medio del cuarto, sobre el sillón: ser el espacio vacío que ahora pesa tanto entre uno y todos los demás seres del mundo.Condensarme en tres palabras que no alcanzan ni siquiera a escribirse, que revientan en el aire y luego no vuelven más: “me doy cuenta”. EP

DOPSA, S.A. DE C.V