No dejaré de pronunciar tu nombre

Hay algo al anticiparse la muerte que se puede interpretar como un lenguaje. Cuando la muerte pone trampas, hay señales mínimas que nos hablan y nos van mostrando cómo funciona la vida. Jhossiani Luna nos ofrece miradas de la muerte, la importancia del nombrar para que la vida perdure.

Texto de 29/10/21

Hay algo al anticiparse la muerte que se puede interpretar como un lenguaje. Cuando la muerte pone trampas, hay señales mínimas que nos hablan y nos van mostrando cómo funciona la vida. Jhossiani Luna nos ofrece miradas de la muerte, la importancia del nombrar para que la vida perdure.

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La muerte no es oscuridad.

No conocía la muerte hasta que pronuncié su nombre. Yo tenía alrededor de siete años y lloraba porque acechaba con su imagen mis sueños; tenía forma de pesadillas en donde la muerte alcanzaba a mi abuelo y no a mí. Yo era una niña y él era un adulto, con el cabello blanco y el bigote espeso y gris. Creía que la muerte se llevaba a los viejitos. Pero mi abuelo no era un viejo, más bien era un niño, igual que yo. Jugaba, reía, tenía el corazón joven.  Eso no evitaba que algunas noches yo no pudiera cerrar los ojos pensando en las tragedias que podían sucederle. Me torturaba la imaginación. ¿Qué tal si yo misma estaba llamando eso que no quería que le pasara a mi abuelo? Sentía que estar despierta era una forma de custodiarlo, de defenderlo de mis propios pensamientos que me llenaban de culpa. Después, naturalmente, el cansancio me vencía y todo se volvía negro.

Dios existe en los ojos de lo amado.

En ese entonces yo creía en Dios, estaba segura de que existía y a él le hacía mis plegarias de no llevarse a mi abuelo. Susurraba al techo “me portaré bien y dejaré de pensar en la muerte”. Al día siguiente, ya con el recuerdo de la noche anterior difuminado, con las pesadillas borrosas y las lágrimas secas, confirmaba en los ojos abiertos de mi abuelo que Dios me había escuchado.

Se llamaba Miguel.

Mi abuelo tenía los ojos color miel rodeados de gruesas arrugas. En su color yo constaté el verdadero significado de la palabra dulzura y en sus arrugas aprendí a descifrar la palabra tiempo.

Hay miradas que no comprendemos.

Unas horas antes de que muriera, lo primero que vi fueron sus ojos. En ellos había un halo de paz y extraña alegría que me desconcertó en el momento. Lo saludé con un beso rápido en la frente, y en la breve distancia que caminé del lugar en donde él estaba sentado a mi habitación, pensé de nuevo en la muerte.

La tierra es nacimiento.

Recordé a mi perro, el único que tuve cuando tenía 23 años. Era un perro común que me habían regalado. Debido a los problemas respiratorios y severas alergias que padecí desde niña, nunca había podido tener animales, mucho menos con pelo. Así que era mi adoración. Un día llegué a casa después de la universidad y mi perro no fue como de costumbre a ladrarme. Le pregunté a mi madre si lo había visto y me dijo con voz trémula que le preguntara a mi abuelo. Al acercarme a él me dijo “ya lo enterré, le hice un huequito en el patio”. Los ojos inmediatamente se me llenaron de lágrimas y de forma histérica le pregunté por qué. Me contó que se había salido de casa sin que ellos se dieran cuenta y que, “cuando vieron”, un perro de pelea ya lo tenía prensado del cuello. Intentaron zafarlo de los colmillos del otro animal, pero mi perro ya no tenía ningún signo vital para cuando lograron recogerlo. En mi casa ni siquiera teníamos lo que se dice un patio, era sólo un espacio en donde no había concreto y que mi madre ocupaba para lavar, ahí mi abuelo había construido una jardinera con plantas indistintas que se dedicaba a cuidar con esmero y cariño. Enterró a mi perro entre su árbol de naranjas y un cactus que recogió de la calle.

Después de un mes, el árbol de naranjas creció y el cactus se puso muy verde.

Es necesario regresar al origen.

Hay algo al anticiparse la muerte que se puede interpretar como un lenguaje. Cuando la muerte pone trampas, hay señales mínimas que nos hablan y nos van mostrando cómo funciona la vida. Es un lenguaje luminoso, sabio. Indescifrable. En ese lenguaje todos los tiempos que conocemos se aglutinan, pero jamás se tocan. Dialogan entre sí y se acomodan a manera de palabras desconocidas, extrañas. Al hablar la muerte, todo lo que creemos entender se borra. No hay certeza, sólo vuelta al origen. Retorno a las emociones primarias, como el miedo, la tristeza, o la ira, que instintivamente nos hacen reaccionar frente a nuestra propia imposibilidad de entender el lenguaje de la muerte.

Todo tiene su propio lenguaje.

Días antes de que mi abuelo muriera, escuché por varias noches un rezo, un murmullo. Intentaba aguzar mi oído para entender lo que la muerte y mi abuelo se decían, pero nunca lo supe del todo. Había noches en que discutían y mi abuelo profanaba contra ella. Otras, en que ella le daba tregua, y sólo se oían palabras de agradecimiento. Lo que escuchaba eran fragmentos de un diálogo, que a mí me estaba prohibido. 

La vida es para los seres despiertos.

Mi abuelo siempre fue un hombre fuerte y alegre. No le gustaba quedarse dormido por las tardes y se enojaba si nosotras lo hacíamos. Si nos veía tomar la siesta nos iba a despertar —ya fuera a mi madre, a mi hermana o a mí—, para preguntarnos si estábamos enfermas o qué. Si no era así, nos obligaba a pararnos e ir por un helado o algo que quisiéramos. Mi abuelo nunca tuvo vicios: no bebía, no fumaba y detestaba a las personas que sí lo hacían. Decía que todo eso aceleraba que nos enfermáramos y que dormir se lo dejáramos a los muertos.

El miedo es natural.

No hay una manera de saber cuándo, cómo o por qué moriremos. Ni alguien que pueda ponernos en el momento exacto para evitar que nuestros miedos se vuelvan realidades. Sabemos que está ahí, de alguna forma, para mostrarnos algo que en el momento no podremos entender pero que tal vez, después, aceptemos.

Te acompaño, aun en el silencio.

Hace un año que falleció el papá de mi amiga. Ese día veníamos con ella de festejar el cumpleaños de un amigo. Estábamos un poco ebrios de tequila, de seguridades sobre la vida. Así que decidimos seguir la juerga en casa de ella. No llevábamos ni diez minutos en su sala, cuando todos la escuchamos gritar. Al entrar a su recámara a ver qué pasaba la vi doblada del llanto con su celular en la mano. “Mi papá se cayó, está muerto”, me gritó ante mis preguntas torpes y angustiadas. Ese día, todos los demás invitados entendieron que tenían que irse. Sólo cuatro de nosotros la acompañamos con su familia. En el trayecto nadie dijo nada. No emitimos palabras solemnes ni tampoco motivacionales. Aquel día, mi amiga puso una canción pop que mientras cantaba se mezclaba con su llanto. Todos nos limitamos a ver por la ventana para acompañarla hacía donde su padre yacía muerto sobre su propia sangre.

Hay belleza en lo que perece.

La vida se constata al enfrentarnos a lo que se marchita, a lo que se pudre. En las flores, en las frutas; en la tinta que voy dejando sobre esta hoja. En el pulso vital que contienen las palabras. La vida es un instante que se alarga y que llenamos del rastro que deja lo que muere.

Creemos en quienes amamos, aunque sepamos que nos mienten.

El día que murió mi abuelo le pregunté si se sentía mal y me dijo que no. Se quiso hacer el fuerte conmigo, pero a mí eso me daba coraje. Escuché que le llamó a su novia y le dijo “me siento raro, me duele como el corazón”. Al colgar le dije “ya dime, abue, qué te duele”, “nada, sólo me duele un poquito el pecho, pero ahorita se me pasa”. Aunque no le creí, también pensé que se le pasaría como él me había dicho. A mi abuelo era la única persona a la que yo podía creerle todo.

No somos dioses, somos humanos.

La culpa es el sentimiento que aprendí por creer en Dios. Se implanta en quienes creemos que no hicimos lo suficiente por salvar la vida del ser amado. Pero como cualquier creencia funciona como una verdad para contenernos. Para no pensar en el cauce natural de las cosas, para no experimentar en plenitud el fluir de todo lo que nos rodea. La culpa no se siente en el estómago ni en el corazón, puesto que al ser algo aprendido sólo podemos experimentarlo en la conciencia.

Se llamaba Miguel.

Mi abuelo ha sido el único hombre al que realmente he amado. En su regazo siempre encontré el consuelo que necesité cuando otros hombres me habían herido. Sus palabras nunca eran tiernas para levantarme, sino las de alguien que creía realmente en mí. “Deja de chillar, ni que se te fuera a acabar el mundo por ese cabrón”, “Nunca digas que te dejaron, ni que fueras un perrito”, “Tienes voz fuerte, de mando, ve y demuéstrales que no necesitas de nadie”. Me hacía reír. Finalmente tenía razón, y que él me lo dijera hacía que todo lo que en ese momento parecía el fin del mundo se me presentara como un hecho nimio. Por él aprendí el valor de apasionarse por lo que a uno le gusta hacer. Por el trabajo duro. De él entendí el verdadero significado de los cuidados, de los mimos. Tan necesarios para hacerle saber a las personas que son amadas. De él aprendí a no irme, sino a quedarme para hacerle frente a cada uno de mis miedos.

Hay tragedias que no se han escrito.

Después de que murió el padre de mi amiga, me obsesioné con las tragedias. Pensaba que cualquier descuido era suficiente para que todo se convirtiera en un bucle de trámites, de escenas dramáticas, de hipocresías. Detestaba la idea de que un hecho desventurado llevara no sólo al dolor sino, además, a toparse con una realidad vulgar y efímera. Sin embargo, a pesar de mis meditaciones coléricas al respecto, empecé a experimentar una nostalgia permanente que me hacía darme cuenta de mi propia existencia, de mi condición humana que no es eterna; de mi cuerpo que a cada segundo envejece, de todo lo que yo soy, de lo que pasa a mi alrededor y sin remedio se desvanece.

Los perros presienten lo que nosotros no vemos.

Después de que habló con su novia, lo llevé a acostar a su cama. Lo arropé. Le dije que si quería algo y me dijo que no. Al voltear me di cuenta de que sus perros no se habían despegado de él en ningún momento. Me pareció curioso. Los intenté sacar de su habitación, pero se resistieron.  Sabía que lo estaban cuidando, pero yo no entendía exactamente de qué.

Un perro negro y uno blanco. Una misma sombra.

Algunos dicen que los perros son custodios de la muerte. Otros, que de los humanos.  No lo sé, pero sin duda, aquel día, los perros estuvieron ahí como una sombra de lealtad.

Las tortugas también se pueden morir de soledad.

Hace unos días que murió el padre de mi sobrino. Era un hombre joven que estaba enfermo. Mi mamá dice que aparte de eso estaba deprimido y que “se dejó morir”. Pensé en mi tortuga, una que tuve hace muchos años que se murió de tristeza porque su compañera se había escapado de la pecera y nunca la encontré. Murió de soledad. Mi sobrino está en su celular, tiene apenas 10 años y dice que su papá se sentía muy solo y que por eso se murió. De niña también pensaba que las personas podían morir si tenían el corazón roto.

Estamos conectados por una sola arteria.

Aquel día lo encontré tirado en su cuarto. Después de que lo acosté intentó levantarse, ya no pudo. Le grité a mi madre que mi abuelo se había caído. Llamamos a una ambulancia que nunca llegó. Mis primos y mis tíos llegaron y lo llevamos al hospital. Yo le gritaba cosas para que no se durmiera porque aún estaba consciente. Al llegar al hospital me metí sin preguntar y grité que necesitaba ayuda. En el hospital entró en coma. Le dio un paro cerebral antecedido por mínimos paros al corazón que le fueron afectando al cerebro.

Recordamos solo fragmentos.

Recordé que mi abuelo había olvidado las llaves días antes, pero no así la dirección para ir a una fiesta con su novia. Recordé el último helado que comimos antes de que su cuerpo dejara de funcionar. Lo disfrutó. Recordé que olvidó que se sentía mal. Recordé que me llevó al metro y se regresó con sus perros a casa. Recordé que me dijo que tenía miedo de dejarnos solas a mi hermana, a mi mamá y a mí. Recordé que también me dijo que se sentía cansado… Recordé cada fragmento de los días anteriores intentando reconstruir mi propia memoria.

Existo si me nombras.

El dolor, como el miedo, es natural.  La muerte y la vida son una misma.  Las ausencias son presencia si las nombramos. No muere lo que no se olvida.

 Se llama Miguel.

En un mes mi abuelo cumple un año de no despertarme si me quedo dormida. Miro la vela que se consume lentamente frente a su fotografía y repito.

 Se llama Miguel. EP

DOPSA, S.A. DE C.V