Exclusivo en línea Cuento: Portazos

Un cuento de Edgar Aguilar

Texto de 15/08/19

Un cuento de Edgar Aguilar

Tiempo de lectura: 5 minutos

Vivo en el tercer piso de un edificio. Un extraño edificio blanco, de sólo tres pisos. En el primer piso: un señor grande de edad, chaparrito y de piel sonrosada, que renguea penosamente y usa bastón metálico. En el segundo piso: una mujer entrada en años, de cara pícara y el cabello teñido de rubio y peinado a la Marilyn Monroe. En el tercer piso: yo, escritor fracasado y seriamente candidato al manicomio.

            No recuerdo bien cómo llegué aquí. De repente me vi instalado con mis cosas ―si a un mugriento y gastado colchón se le puede llamar así― en el tercer piso. Quizá me agradó el pequeño y apacible jardín ―en el que hay una solitaria aunque un tanto herrumbrosa banca bajo la sombra de un árbol― que se puede admirar desde arriba por mi ventana de gruesos barrotes (¿por qué con barrotes?). No lo sé con exactitud.

            Escribo todas las mañanas. Y como cada mañana, luego de cierta hora, comienzan los portazos. Acompañados, claro, de otra clase de ruidos. Resulta que el señor chaparrito y de piel sonrosada que renguea y usa bastón metálico y la señora de cara pícara y el cabello a la Marilyn Monroe son esposos. Un viejo matrimonio que decidió vivir cada uno en sus respectivos pisos.

            Es justo decir que padezco de los nervios. Y los he padecido siempre. Desde mi más tierna infancia los ruidos me alteraban sobremanera. Despertaba lloroso en mi cuna si oía el grito prolongado de un vendedor en la calle, o si mi bondadosa madre por un lamentable descuido dejaba caer el palo de la escoba cerca del sitio sagrado de mi reposo. Pero esto ya es demasiado.

            Porque el señor chaparrito y de piel sonrosada que renguea y usa bastón metálico y la señora de cara pícara y el cabello a la Marilyn Monroe inician su guerra de portazos. La señora de cara pícara y el cabello a la Marilyn Monroe abre por dentro su puerta de mil seguros y de mil cerraduras y desciende ―se desliza, más bien― habilidosamente por las escaleras no sin antes dar un soberbio azote a su puerta. Abajo se encuentra una puerta de madera que comunica a un pequeño recibidor que a su vez comunica al primer piso.

            Entonces la señora de cara pícara y el cabello a la Marilyn Monroe abre esta segunda puerta (que al momento de abrirla produce un lento y quejumbroso rechino) que conduce al primer piso ―en el que vive el señor chaparrito y de piel sonrosada que renguea y usa bastón metálico, o sea, su gentil esposo― y, luego de abrirla, como para no desentonar con su puerta del segundo piso, al cerrarla termina por azotarla con mayor vehemencia.     

            Entre esa puerta de abajo que conduce al recibidor del primer piso y mi piso, el tercero, se crea una suerte de espacio muerto en las escaleras. El espacio es cerrado, sin ventilación alguna, y se forma con los sonidos ―o con el silencio― un molesto eco o, incluso a veces, una desagradable sensación de vacío. De modo que cada vez que la señora de cara pícara y el cabello a la Marilyn Monroe avienta la puerta ―pues no la cierra, laaaaavienta, ¡zaasss!― de abajo para cerrarla y salir al recibidor, el ruido sube raudo y choca estrepitosamente contra las paredes retumbando el edificio de pies a cabeza.

            Ya en el recibidor, la señora de cara pícara y el cabello a la Marilyn Monroe suele visitar a su marido, que vive, como se ha dicho, en el primer piso. Pero para llegar a él (al piso, no a su marido) se debe abrir (y posteriormente cerrar) una puerta más, la puerta número uno (la de la señora de cara pícara y el cabello a la Marilyn Monroe es la número dos y la mía la número tres). Mas la señora de cara pícara y el cabello a la Marilyn Monroe posee astutamente la llave de la puerta del primer piso. Abre. Y un efecto similar, aunque quizá un poco menos aparatoso, es el que provoca en todo el edificio al cerrar y azotar la puerta de su marido.

            Entonces la señora de cara pícara y el cabello a la Marilyn Monroe, luego de pasar un rato más o menos considerable en el primer piso con su marido, regresa a su piso (en el segundo piso, que está arriba del primero, claro está) y luego de abrir y de azotar la puerta que lleva al recibidor del primer piso y a las escaleras que llevan a los pisos dos y tres, el de ella y el mío, respectivamente, sube las escaleras dando ágiles saltitos hasta alcanzar la puerta de su piso, la cual es azotada después de abrirla como en señal de triunfo (lo que me hace dar invariablemente un salto de mi colchón y apretarme fuertemente los oídos), poniendo de nuevo los mil seguros a las mil cerraduras de su puerta.

            Enseguida se oye ―es decir, desde mi piso, el tercero― que alguien arroja la puerta del primer piso; luego el lento crujir de la puerta de abajo al abrirse, que es furiosamente azotada al cerrarse. Se escucha entonces un sonido metálico más o menos de forma intermitente. Este sonido metálico va creciendo progresivamente acompañado de un angustioso gemido: Tzzi-mmhu, tzzi-mmhu, tzzi-mmhu. Es de suponer que se trata del señor chaparrito y de piel sonrosada que renguea y usa bastón metálico que va rengueando apoyado en su bastón metálico, subiendo dificultosamente las escaleras que conducen a los pisos dos y tres.

            Las escaleras que comunican al segundo y tercer pisos tienen dos descansos ―si es que se va subiendo, pues bajando son completamente innecesarios―, uno poco antes de aproximarse a la puerta del piso número dos y otro más poco antes de acceder a la puerta del piso número tres. Es justamente en el descanso del piso número dos donde el señor chaparrito y de piel sonrosada que renguea y usa bastón metálico hace un alto, pues su pierna enferma y sus muchos años le obligan a ello.

            Luego de tomar suficiente aire y de recuperar las fuerzas perdidas a causa de esas escaleras encerradas, sube los últimos escalones haciendo tzzi, tzzi, tzzi con su bastón metálico ―que, dicho sea de paso, tiene este sonido algo de siniestro― en cada uno de los peldaños y exhalando unos lamentables mmhu, mmhu, mmhu. Al fin alcanza la puerta del piso número dos y ¡oh, sorpresa, el señor chaparrito y de piel sonrosada que renguea y usa bastón metálico no cuenta con llave…! Entonces no le queda más remedio que golpear la puerta de madera, una, dos, tres veces con su bastón hasta que la señora de cara pícara y el cabello a la Marilyn Monroe, o sea, su efusiva esposa, y en lo que termina por quitarle los mil seguros a las mil cerraduras, decide abrirle…  

            Una vez abierta la puerta número dos (o sea, la puerta del piso donde vive su esposa) el señor chaparrito y de piel sonrosada que renguea y usa bastón metálico se introduce no sin antes cerrar de un enérgico y quizá justificado portazo por el esfuerzo realizado al ascender las escaleras y la tardanza en abrir de la señora de cara pícara y el cabello a la Marilyn Monroe, de modo que yo vuelvo a pegar un brinco en mi colchón con los nervios destrozados.

            Luego de un tiempo razonable, el señor chaparrito y de piel sonrosada que renguea y usa bastón metálico sale del segundo piso marcado con el número dos. Da el consabido portazo al cerrar la puerta y desciende cuidadosamente las escaleras haciendo el siniestro tzzi, tzzi, tzzi metálico en cada peldaño a la vez que lanza su agónico: mmhu, mmhu, mmhu. Al detenerse en la puerta de abajo, la abre y le da su buen ―y yo creo que ha de suponer que bien merecido― azote al cerrarla. Inmediatamente después abre su puerta del piso marcado con el número uno, le brinda un tremendo azote y luego desaparece.

            No pasa ni media hora cuando la señora de cara pícara y el cabello a la Marilyn Monroe abre su puerta de los mil seguros y las mil cerraduras y repite todos los azotes correspondientes de las puertas que tiene que abrir y cerrar para trasladarse al primer piso, en donde vive el señor chaparrito y de piel sonrosada que renguea y usa bastón metálico. O sea, su viejo marido de la pierna enferma.

Y todo lo anteriormente dicho se repite incontables veces durante el día, mientras yo resuelvo bajar un momento en camisón blanco (¿por qué en camisón blanco?) al jardín a relajar mis nervios y sentarme en esa solitaria banca bajo la sombra de un árbol, no sin antes despedir mi puerta del tercer piso de un histérico y estrepitoso portazo que hace estremecerse, casi tambalearse, al edificio entero. EP                          

DOPSA, S.A. DE C.V