Exclusivo en línea: Panqué

“¿Cómo se llamaba la sensación esa de habitar múltiples realidades, de vivir en universos distintos? No, no era la ficción. Multiversos, eso era.”

Texto de 03/01/20

“¿Cómo se llamaba la sensación esa de habitar múltiples realidades, de vivir en universos distintos? No, no era la ficción. Multiversos, eso era.”

Tiempo de lectura: 5 minutos

Su madre llevaba días deprimida, tomando somníferos. Ella pensaba en irse pronto. A un país en el que las mañanas fuesen todas blancas, a un sitio cualquiera en el que pensar en el fuego como en una oración nocturna de gratitud. 

A veces salía a caminar para hacer fotografías de los árboles que seguían en pie. A veces descansaba brevemente bajo la sombra de un mezquite, esos árboles que parecían bailarines jóvenes. 

Detestaba los días en que todo era igual, una repetición, un ciclo… ¡Qué fastidio! Esos días en que todo parecía proceder de un pasado remoto, de un tiempo más caliente: como si el pasado se midiera por la temperatura, entre más lejano más ardiente.

Le consolaba la idea de que la muerte no demoraría demasiado: entonces era propicio pensar en el invierno y en los deseos menguados, hacer una pausa para las respiraciones largas…

¿Cómo se llamaba la sensación esa de habitar múltiples realidades, de vivir en universos distintos? No, no era la ficción. Multiversos, eso era. 

Hacía frío y entonces era todo posible. 

En otro universo, ella y el chico del abrigo verde aceituna se encontraban, por la tarde. En una plazoleta llena de ruido, iban a un café. Bebían café o vino tinto. Como si el mundo pudiese remediarse abstrayéndose ahí dentro, arropados por un falso ambiente. Ambos eran seres decadentes, condenados a la soledad. Y por eso sus únicas reuniones eran en un café, a la vista de ojos extraños. 

Rozaban sus manos rápidamente, como si no conocieran las caricias, como si las caricias fueran un invento arcaico. Pero la música que se colaba del exterior lo bañaba todo. Música común: marimba o mariachis. El estruendo de la lluvia. Tengo miedo, dice ella en su interior. Él dice cualquier cosa, una tontería. Algo sobre Heinrich von Kleist y su suicidio a orillas de un lago… ¿Recuerdas cómo se llamaba ese lago?

Guardan silencio y brindan mientras los sonidos exteriores entran en sus cabezas para recordarles su ruina. Se despiden y ella camina unas cuadras. Lleva un libro en francés bajo el brazo. 

¿Ahora estás en otro universo? No. Ahora estás en la misma jodida realidad: una colisión, un impacto donde metal, fibra de carbono, acero… todo se reduce a un chasquido retumbante.

Delira. Ve que sus pestañas yacen en el suelo entibiado por su sangre. El pavimento tibio y sus pestañas. Un bolso tornasol con un libro de Duchamp. 

¿Y mis zapatos? Soy ciega, dice ella, pero lo dice para el interior. No puede abrir los ojos. Siente que está desnuda. Que sus pantalones negros se adhieren a su cuerpo, que la camisa blanca es ahora color granate. Ese tinte de la grana cochinilla. Sangre hirviendo sobre sus ropas y los ojos rotos. 

Los paramédicos le hablan entre murmullos. Regresa, le ordena su cerebro. 

¿Y Dios? Dónde está Dios. Eso piensa, pero no puede decirlo.

¿Y si también perdiste la voz? Dentro de su cerebro ocurre un hervidero de voces. Pero no puede decir nada. 

Recuerda un poema de Pessoa. Pero no recuerda qué hacía ella allí, en el accidente. Piensa en él, en el chico del abrigo verde aceituna. Quiere preguntar por él, pero no lo logra. Quiere preguntar por su madre. Solamente dice mamá, como cuando era niña y lloraba: mamá

Un chasquido, la colisión, el impacto… y un breve pestañeo. Demócrito, Homero, Tamiris… Todo está en su memoria. 

Soy ciega, dice, y piensa en Medusa, y sus lágrimas (las lágrimas de las Gorgonas) y un canto hermoso, que sólo escuchan los condenados para paliar su dolor… 

Soy ciega,  dice y toca sus parpados. Alguien la llama por su nombre. Y vuelve lentamente a la vida. Su nombre es el principio de todo: alguien pronuncia tu nombre y todo puede volver a la normalidad. 

Como cuando era niña y una anciana le decía:

Cinthia, ven. Ahora debes decir: ya voy, ya voy. Y le barrían flores rojas en el pecho, flores rojas y albahaca, ruda… Luego su abuela decía que ya no tenía susto, ya te curaron, decía la abuela. Escucha su nombre, ahora dentro de una ambulancia: Ya voy, ya voy. Los paramédicos le dicen algo que ella no alcanza a escuchar, pero no tiene importancia porque aunque no puede abrir los ojos, tiene una voz. Está viva. 

Ahora ella lo cuenta. Ahora ella cuenta lo que pasó en otro universo: 

Todo ocurre en invierno. La verdad es que el tiempo es incierto. Más de treinta grados a la sombra. Ingredientes para hornear un pastel: mantequilla, manzanas hirviendo en un pocillo de peltre. 

El peltre causa cáncer. También la mantequilla y el azúcar y la leche… Todo te encamina a la muerte, a una muerte lenta y miserable. Al otro lado de la cocina mi madre toma agua tibia con gotas de magnolia. Pienso en el pasado, en el día de mi nacimiento. Pienso en la piel lánguida del vientre de mamá, vientre oprimido. Pienso en mamá desnuda y con anemia y embarazada, mientras escucha una canción de Mecano. Pienso en la movida madrileña y en mi padre, lejos de mi madre embarazada, escuchando al Gran Combo en Nueva York, mientras la nieve caía y se formaban carámbanos invisibles… 

Papá recibe una carta. Mi madre manda un poema de Huidobro y le anuncia que pronto la niña nacerá. Pero él rompe la carta y vuelve al trabajo como cantante de salsa en un bar de Nueva York. No escribe ninguna respuesta. 

¿Por qué mi madre no me llamó como ese pájaro nocturno? Mi nombre sería Altazor, eso dice mi memoria.   

Mamá pega botones en una fábrica textil, no tuvo derecho a quedarse con su hija de unos meses de nacida, no pudo quedarse conmigo. Me deja al cuidado de su madre. 

Una de esas mañanas, enfermo. Tengo dificultad para respirar y no poseo palabras para decirlo. Quiero aire. Quiero respirar… Mi abuela aún no es una anciana, como ahora. Mi abuela me lleva al médico. El médico receta un jarabe. Eucalipto. Días de fiebre. Fiebres nocturnas. Lloro. Mi madre y mi abuela se desvelan cuidándome. ¿Realmente ocurrió todo eso? Se lo pregunto a mi cerebro. Pero no hay una certeza, solamente es una ficción que parte de los recuerdos de mi madre y mi abuela. 

Ahora, en una camilla de hospital, casi treinta años después, todo se une. 

Ahora conozco mi ruina y mi soledad. Y no volveré a escribir cartas para él. No podré escribirle … Me dan de alta. Una cirugía exitosa pero no pudo hacerse más, dice una doctora con la voz de una sirena. Pero las sirenas no tienen voz, dice mi memoria. 

Quizás todo proceda de mi imaginación.

Mamá toma somníferos para estar lejos de tu dolor. En la cocina, memorizas una receta. Intentas aprender braille. Intentas decodificar un lenguaje ajeno. Piensas en la mermelada de chabacanos, en las manzanas que hierven con azúcar. Panqué de manzanas. Una pieza de Schubert como música de fondo. Un jardín en el que una magnolia florea. 

Las abejas aún existen en el mundo. El olor de las magnolias podría describir el deseo, quieres apuntar esa frase en una libreta. Pero no puedes. Por eso la repites ante el vacío: Deseo otro universo: estofado y caballos con hambre en la noche. Conversaciones en medio del frío. La música delirante de Schubert. Deseo cesar mis pensamientos. Escuchar canciones sin voces

El olor de un pastel horneándose, la sensación de probar por primera vez alguna droga. El recuerdo exacto de la voz de un muerto, la impertinente memoria que nos hace recordar el perfume de la gente que se alejó de nuestra existencia. Eso lo callas, pero igual lo piensas. 

Todo ocurre en el interior, como las plantas (las yerbas) que van sanando nuestros cuerpos en silencio. Nuestros cuerpos enfermos y condenados a la extinción. El amor también debe ser hornear un pastel de manzana mientras piensas en el calor de una ciudad inhóspita. 

Partes el pastel, que recién está listo. Elvia, tu enfermera, lo trae y le pides que te deje sola. 

Piensas en tu necropsia. Y si en realidad el veneno, que tomarás, azulará tu cuerpo, como lo aseguraban los manuales de drogas y venenos que leíste como un divertimento durante varios años, encerrada en la biblioteca de una coleccionista anciana que poseía un retrato de Balthus, donde tu apilabas libros y los preservabas del polvo y de las plagas, antes del accidente. Antes de ese encuentro con el chico del abrigo verde aceituna. Antes de un choque ajeno a tu cuerpo. Antes de que la luz escapara de tus ojos. 

Ahora han pasado algunos meses del accidente, eres ciega. Ahora piensas en el suicidio. Parece que lo tienes todo resuelto. 

Bastaría tomar al final un poco de vino tinto para indicarles a todos que se trató de un suicidio y no de un asesinato. 

—Mermelada de chabacano—, dices. 

Nadie te escucha. EP

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