Exclusivo en línea: Indagaciones e imágenes, de Baldomero Sanín Cano

Reseña

Texto de 21/11/19

Reseña

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Baldomero Sanín Cano (1861-1957)… Supe de él porque Miguel Capistrán, hace años, me dijo su nombre. Para Miguel, todo, de algún modo, tenía que ver con la revista Contemporáneos. Esta revista no fue la primera en México que usaba la palabra “contemporáneo” en su título. Ya antes, en Monterrey, el poeta colombiano Porfirio Barba Jacob había fundado, en 1909, una Revista Contemporánea. Pero en realidad, en Bogotá había aparecido antes, entre 1904 y 1905, una publicación con el mismo nombre, dirigida por Baldomero Sanín Cano. No supe más, y todavía hoy no sé, acerca de esta revista, ni de qué inspiró el nombre de la publicación que dirigió Bernardo Ortiz de Montellano. Sólo me quedé con la idea de que Sanín Cano era seguramente otro poeta bohemio y loco como aquellos del Sur que llegaron por entonces a México: Leopoldo de la Rosa, que vivía de lo que le pedía prestado a sus amigos, a quienes iba a visitar semanalmente, como no queriendo la cosa, a platicar y, al final, a pedir algo de dinero; Porfirio Barba Jacob, que convirtió las noches de orgías y de drogas en el abandonado Palacio de la Nunciatura en míticas noches de alucinaciones y apariciones misteriosas de fantasmas; José Santos Chocano, que descubrió, gracias a un espíritu que se lo reveló en una sesión espiritista, el entramado de conspiradores que planeaban matar a Madero y a Pino Suárez. Santos Chocano, que asesinó pero que también murió asesinado en un camión… No. Nada de eso era este personaje. Lo encontré en una librería de Bogotá, mirando a lo lejos, con una mirada penetrante y una corbata de moñito, serio y de rostro grave. Me lo hacía más cercano, de la edad de los ateneístas, de Pedro Henríquez Ureña; pero tampoco: era mayor que Amado Nervo, que Tablada. En todo caso, era de la edad de los primeros modernistas, de Manuel Gutiérrez Nájera, de Carlos Díaz Dufoo, sólo que vivió casi cien años y llegó a publicar extensamente ensayos y estudios de crítica literaria. Recibió el Premio Stalin de la Paz en 1954, el mismo año que Bertolt Brecht, Nicolás Guillén y el poeta birmano Thakin Kodaw Hmaing. De este último no sé más que eso: que es el principal poeta de Birmania y el máximo líder del siglo XX. Quisiera irme por las ramas y revisar el Premio Stalin de la Paz, que cambió su nombre a Premio Lenin en 1956, y que se continuó dando hasta el año en que desapareció la URSS, desde entonces sólo se ha otorgado en dos ocasiones: a Nelson Mandela (1990) y a Raúl Castro (2019). Me imagino que este último sólo lo otorga el Partido Comunista de Rusia; aunque me bajaré de las ramas e iré a 1926, el año en que se publicó este libro, una reunión de textos periodísticos sobre su estancia en Londres y varios textos de crítica literaria. No son sus textos como los de Alfonso Reyes, quien ponía erudición y seriedad académica en aquellos artículos que publicaba en Madrid, hacia 1918. Lo siento más cercano, con facilidad periodística. Términos llanos. Ideas claras. ¿Y de qué escribía? Por ejemplo, de la higiene de los conquistadores de América, del “hombre promedial”, de la rutina de los obreros ingleses, de fray Luis de León y de las universidades… De esas instituciones que, en 1912, tenían la inquietud de renovarse. Esos restos fósiles del medievo que eran Oxford y Cambridge temblaron cuando vieron que las escuelas politécnicas –que llegaban del medio académico alemán– postulaban un tipo de conocimiento acorde con el medio industrial. En 700 años de dominio de las viejas universidades se hizo intercambiable la autoridad del libro y la del maestro. La voz del maestro era tan contundente como la de una frase impresa; y eso resultaba ya incompatible con el siglo XIX, siglo de los autodidactas: Spencer el naturalista, el filósofo, fue autodidacta, y a los 21 años era aún un empleado de ferrocarriles. Frente a las universidades medievales de Inglaterra estaban las alemanas, que comenzaban a mezclar una formación tecnológica (como ya se dijo) y cuyo buen nombre “no depende tanto… de lo que han avanzado últimamente sino del atraso en que se hallan las del resto de Europa”. Pero había una forma de educación diferente: la universidad libre. Todo aquel conocimiento que los medios de comunicación ponían en la gente, lo que podía ser transportado en barcos de vapor, los libros cada vez más baratos, las conferencias a las cuales se podía acudir sin necesidad de inscribirse en los cursos escolares, el museo abierto a todas horas, los laboratorios, las bibliotecas públicas. Artículos como éste llegaban a Colombia. Creo que hasta siguen sin llegar a México no obstante el barco de vapor y las comunicaciones. Llegan muy tarde y lo hacen sólo para agregar un poco lo qué pasó hace ya tantas décadas. Aunque sé que la historia de cada país de América se escribió de manera diferente y muy parecida a la nuestra, ignoro qué discernió Colombia respecto al tema de la universidad. Pero en México se pensaban cosas parecidas. Justo Sierra intentó investigar qué ocurría con la educación en Europa y mandó hacer algunas investigaciones. Francisco A. de Icaza fue el encargado de mandar un informe de la universidad alemana, en el que concluyó que era el modelo que no convenía a nuestro país. (Ya se planeaba hacer un campus universitario, y, en los años 20, se pensó que podría ubicarse en las lomas de Chapultepec). La creación de un Politécnico se anunciaría hasta 1934. La “universidad libre” tiene otras vertientes, pues el Ateneo de la Juventud se inspiró en la experiencia de los obreros de Madrid, que visitaban los museos en días de descanso, guiados por maestros que les explicaban las historia de las obras artísticas. Igualmente, en tiempos del Ateneo (en 1908) se comenzaron a popularizar las conferencias. A diferencia de los discursos, no tenían un fin cívico ni obedecían a un calendario estricto; no eran como los cursos, obligatorias. Estaban dirigidas a quien quisiera entrar a informarse de cualquier tema. Pedro Henríquez Ureña leyó este libro el año de su publicación y escribió una nota para la revista Repertorio Americano. Hace ver algo de este autor: que esperó hasta los sesenta años para reunir sus ensayos en un volumen. Igualmente, que no era un autor hecho para la pelea y la siembra, como Martí, sino que era un hombre para acechar las estrellas y las nubes: “señalar las horas, predecir el tiempo”. Y, sin embargo, estaba lejos. Todo esto lo escribió para América desde Inglaterra. No importa; llegué de pronto a confundir sus palabras con las del maravilloso Eça de Queiroz, que también escribía desde la distancia. Escribir así dota de impotencia a los autores, que miran desde lejos su tierra sabiendo que no podrán resolver nada de este modo. Más impotencia aún cuando los textos llegan como cartas póstumas, cuando lo que había que resolver se agravó, se volvió irresoluble o se convirtió en algo tan aterrador que los viejos problemas que se miran como postales de los buenos tiempos. EP

Baldomero Sanín Cano. Indagaciones e imágenes (1926), pról. Gonzalo Cataño, 2ª ed. Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2010.

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