Escribir con pincel: la obra de María Gainza

“Paratextos” es la columna de Claudia Cabrera. Este mes, aborda la obra de María Gainza que mezcla la realidad con la ficción, al punto de que el lector no sabe qué es cierto y qué no, lo cual, al leer una novela, por más que a veces nos gane la curiosidad, resulta siempre secundario.

Texto de 10/08/20

“Paratextos” es la columna de Claudia Cabrera. Este mes, aborda la obra de María Gainza que mezcla la realidad con la ficción, al punto de que el lector no sabe qué es cierto y qué no, lo cual, al leer una novela, por más que a veces nos gane la curiosidad, resulta siempre secundario.

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La primera vez que tuve noticias de María Gainza (Buenos Aires, 1975) fue a finales del 2019, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Por los pasillos de la FIL se escuchaban rumores de que la ganadora del Premio Sor Juana Inés de la Cruz no acudiría a recibirlo. Había una ceremonia prevista, algunos miembros del jurado —conformado por Giovanna Rivero, Ana García Bergua y Rogelio Guedea— ya habían llegado a la ciudad, los organizadores tenían el traje recién salido de la tintorería, la prensa estaba lista para capturar los distintos perfiles de la galardonada, y ella, ni sus luces. Un escándalo. Luego la polémica continuó en la prensa, pues no se sabía si la escritora recibiría los 10,000 dólares con que está dotado el premio. Después se dio a conocer la noticia de que la hija de Gainza enfermó el día en que ella debía tomar el avión desde Argentina y que se le haría llegar el dinero. Hasta ese momento, era todo lo que sabía sobre ella.

“Entre una ramificación de la novela y otra, la narración está salpicada de bellas anécdotas artísticas y literarias.”

El Premio Sor Juana Inés de la Cruz se entrega cada año a novelas publicadas en español escritas por mujeres, y lo han recibido autoras como Margo Glantz, Gioconda Belli y Almudena Grandes. En aquella ocasión, la escritora argentina lo obtenía por La luz negra (Anagrama, 2018): “una novela que se nos impone como una gran metáfora de la identidad barroca que caracteriza a América Latina”, se lee en el fallo. Su primera novela, El nervio óptico, de 2014, fue publicada por la Editorial Mansalva, de Buenos Aires y, posteriormente, por Anagrama, en 2017. También la ha reeditado Laurel Editores, en Chile, y ha sido traducida a más de quince idiomas. Por si esas razones no bastaran para leerla, supe que Mariana Enriquez, una de mis autoras predilectas en los últimos años, también argentina, se encuentra entre sus más entusiastas lectoras.

Cuando finalmente me hice de uno de sus libros, el segundo, abrí La luz negra con el deleite del goloso que tiene una caja de chocolates en las manos. Las primeras páginas son ágiles, sencillas, narran la historia en primera persona —una constante en su obra— de una joven historiadora de arte que conoce a Enriqueta, una mujer mayor y sofisticada que la introduce al mundo de la curaduría, las exposiciones y las pinturas apócrifas. Se trata de una especie de Miranda Priestly, de El diablo se viste de Prada, que la lleva a conocer a una banda de falsificadores que viven en el Hotel Melancólico. A partir de aquí, la novela toma cauces distintos. Uno de ellos se centra en Mariette Lydis, una pintora cuyos cuadros son reproducidos por los miembros de la banda, y cuya leyenda se narra mediante una serie de estampas correspondientes al catálogo de la subasta de sus bienes: postales, valijas, bocetos, collares, fotografías, etcétera. Cada objeto cuenta su propia historia y abona un trazo a la figura de la artista. Sobre el “Retrato de mujer anónima” (circa 1960), por ejemplo, se escribe: 

“Su última amante, treinta años menor que ella, le anunció que se iba de viaje. Lydis la pintó rodeada de caracoles; no fue una de sus últimas pinturas sino la última. ‘A tu regreso el espejo me dirá si puedo verte’, le escribió la condesa. ‘Pero ¿seguirás siendo lo suficientemente joven?’”.

La vida de la pintora austriaca Mariette Lydis (Viena, 1887-Buenos Aires, 1970) es apasionante, y su obra fue expuesta en el Museo Sívori de Buenos Aires el año pasado. Durante el mes de septiembre, se realizaron dos visitas guiadas tipo performance organizadas por María Gainza, en las que la actriz Anabella Bacigalupo recitaba fragmentos de La luz negra. De esta manera, y de muchas otras, la obra de la escritora argentina mezcla la realidad con la ficción, al punto de que el lector no sabe qué es cierto y qué no, lo cual, al leer una novela, por más que a veces nos gane la curiosidad, resulta siempre secundario. 

Otro de los cauces de esta obra es la historia de la Negra, una falsificadora de arte atractiva y enigmática. La narradora contacta a diversas personas que la conocieron tratando de componer un retrato suyo lo más cercano posible a la realidad, aunque el resultado sea más parecido al de una leyenda poblada de hechos desconcertantes y estrambóticos.

Entre una ramificación de la novela y otra, la narración está salpicada de bellas anécdotas artísticas y literarias. Se nos cuenta, por ejemplo, la obsesión de Alexander Gilchrist con escribir la biografía de William Blake, la cual lo llevó a la pobreza, primero, y a la muerte, después, y cómo su viuda, Anne, logró terminarla y publicada en 1863. “Mientras escribía, el espíritu de Gilchrist estaba siempre conmigo. Cuando yo paraba, lo sentía alejarse”, le dijo Anne al editor. “Fue una colaboración entre un marido difunto y una esposa viva”, escribe Gainza.

“Llama la atención que la mayoría de las obras que se mencionan se encuentran en museos de Buenos Aires, pues la narradora confiesa en las páginas de la novela su fobia a los aviones.”

La lectura de La luz negra sacude, conmueve, exhibe una manera distinta de escribir y una forma novedosa de acercarse a los personajes: por medio de objetos, de los recuerdos de los demás, de mitos que circulan a través de los siglos y de la experiencia personal de la autora. El nervio óptico, en cambio, exige al lector la configuración de la historia de fondo, que es, en este caso, la de la narradora, cuyos intereses pictóricos se mezclan con los literarios. ¿María Gainza? A veces sí y a veces no; no lo sabemos.

El libro está conformado por once capítulos que relatan sucesos en la vida de la narradora entrelazados con viñetas de la biografía de un artista. Cuenta cómo la aparición de un óleo impactó en su cotidianidad o cómo un retrato le recordó a una persona querida y distante. Pueden leerse incluso como textos independientes, como cuentos o crónicas. A lo largo de los diversos capítulos, que giran sobre su propio eje, se nos van dando pistas para comprender el espíritu de una narradora que a veces se muestra tímida o esquiva, que prefiere dirigir los reflectores hacia las obras de arte o sus creadores, pero siempre está ahí como una guía inteligente y observadora, revelando a cuenta gotas su propia personalidad.

En “El buen retiro”, por ejemplo, escribe sobre su amiga Alexia: “Ella era mi otra mitad, mi mejor mitad, y a veces mi sherpa personal”. Enternece la estrecha relación entre estas dos jovencitas, pero pronto la narración se vuelca hacia la figura del japonés Tsuguharu Foujita a bordo del Mishimaru y sus aventuras de camino a París. La historia de las dos amigas se tiñe de la tinta sumi del pintor. 

La autora suele empezar escribiendo sobre sí misma —o sobre lo que parece ser ella misma— y terminar aludiendo a la estética del colapso o describiendo la pata trasera de un caballo lista para lanzar una patada. No sabemos si su narración personal es pretexto para hablar de sus artistas admirados o viceversa, o bien, si ambas cosas están tan imbricadas que ya es imposible separarlas. “Refucilos sobre el agua” comienza con su experiencia con el surf en Mar de Plata, en donde en realidad sólo fue observadora, y de ahí salta a las imágenes marítimas de Gustave Courbet, aquel pintor francés famoso por el inmenso óleo de una mujer desnuda con las piernas abiertas que cuelga en una de las paredes del Musée d’Orsay: El origen del mundo (1866). El texto refiere la fijación por el mar del pintor, que los marineros lo llamaban “la foca” por el tiempo que pasaba observando el océano desde las rocas. Y luego un relato familiar de la narradora: su relación con una prima en una casa de playa, su excentricidad, su locura. Hechos que afectan, que marcan y se quedan para siempre encerrados en un cuadro titulado Mar borrascoso de hace ciento cincuenta años. 

Otros de los personajes que cobran vida en El nervio óptico son Henri de Toulouse-Lautrec, Mark Rothko o Hubert Robert, siempre en relación con los recuerdos y las andanzas de la protagonista. Llama la atención que la mayoría de las obras que se mencionan se encuentran en museos de Buenos Aires, pues la narradora confiesa en las páginas de la novela su fobia a los aviones: “Un día le tomás miedo al avión. De la nada. Se lo adjudicás a la edad.” Y no tiene reparo en dejar plantado a un jurado en Ginebra para conceder una beca artística: al curador de la Bienal de Venecia, la directora del PS1 de Nueva York, un crítico de Artforum: “el conciliábulo del arte en la catedral del dinero”, escribe en “El cerro desde mi ventana”. Si esta anécdota es verídica y tiene alguna relación con la realidad, tampoco lo sabemos. Después de todo, en el mundo de la ficción, todo lo demás es secundario.

María Gainza, además de escritora, es crítica de arte. Ha colaborado en The New York Times, ArtNews, la revista Artforum y en el suplemento Radar, de Página/12. El libro Textos elegidos (Editorial Capital Intelectual, 2011) compendia algunos de sus ensayos sobre arte argentino. En 2017 obtuvo el Premio Konex, en la categoría de Artes Visuales. EP

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