En un espléndido ensayo sobre el ensayo, el escritor Geney Beltrán toca las fibras más notables del arte de usar la palabra para transfigurar lo que vemos y vivimos. El ensayo es una forma de encontrarle sentido a la realidad o, muchas veces, de darle uno nuevo.
Mercurio en el abismo
En un espléndido ensayo sobre el ensayo, el escritor Geney Beltrán toca las fibras más notables del arte de usar la palabra para transfigurar lo que vemos y vivimos. El ensayo es una forma de encontrarle sentido a la realidad o, muchas veces, de darle uno nuevo.
Texto de Geney Beltrán 11/10/21
Es embustero, es ladrón y es mago. Usa la palabra para mentir, la astucia y la malicia para el hurto y con el don divino de su voz muta las cosas de lo real. En el mito de la vieja Grecia, Hermes era, también, el dios que cruzaba las fronteras en su papel de mensajero. Traía y llevaba los avisos y encargos de un dios a otro. Era de igual modo un puente entre los mortales a la hora del comercio y el contrato. Para quienes han profundizado en el estudio de Hermes resulta fácil enunciar su parecido con el temperamento de Tot en Egipto o de Loki en Escandinavia. Son, en general, perfiles de la naturaleza humana proyectados desde el inconsciente en seres dotados de poderes extraordinarios, con los que se expresan simbólicamente los impulsos y necesidades de vínculo y comunicación con lo divino y lo humano que toda persona tiene o aspira a tener.
¿Cómo no reconocernos en Hermes? Es, primero, la facultad de la palabra. Con ella, nos sabemos capaces de crear y destruir, de hablar con la otredad y con nuestra esencia, de embaucar y también de dar la enseñanza, ayudando a los demás en su tránsito de un estadio a otro, de la ignorancia al conocimiento, del sufrimiento al gozo. Sin embargo, Hermes no es un dios estático o pasivo, que se quede en la orilla de los hechos viendo si el verbo tiene una secuela o no. Veloz como nadie más, en su condición de mago, Hermes encarna el pensamiento que pasa por la voz para volverse acción, cambiando así la realidad.
Para la astrología, los varios papeles de Hermes permiten entender las manifestaciones del planeta Mercurio en la carta natal de una persona. Señala Howard Sasportas, en un capítulo de Los planetas interiores, que la condición privilegiada de Hermes como un dios que viaja hasta el Olimpo, vuelve a la tierra y desciende al inframundo, refleja “la parte de la psique que es capaz de moverse desde un nivel, plano o dimensión de la existencia a otro”. Y, al hacer posible el lazo verbal entre los mortales, Hermes sería “el eslabón entre el yo y el entorno”. No se requiere mucha excusa, entonces, para vincular los dones de Mercurio con los distinguibles en la escritura literaria, ese recinto paralelo al mundo físico en que conviven muy curiosos esfuerzos: el de establecer un contacto con el otro, el de embelesar o embaucar, el de enseñar y compartir lo que pensamos y, más vehementemente aun, el de hacer una fisura en el mar de hielo que conocemos como realidad, trastocándola.
Es en el ensayo donde se atestiguan de modo prístino las tensiones y alcances de nuestro aliento mercuriano. Sin embargo, como no tiene una sola manera de manifestarse, sino que hay tantos aspectos y emplazamientos de Mercurio como ensayistas respirando bajo el flujo de energía de los astros, no me atrevería a estipular líneas generales o rasgos definitivos e inmutables del qué y el cómo de la escritura del pensamiento. Es, de por sí, una estructura casi diríamos que alérgica a las constricciones, los límites, las etiquetas. Esto no significa que el ensayo sea por fuerza amorfo o siempre libre o inconteniblemente expansivo, sino que la forma que cada quien le da al ensayo es, sospecho, una manifestación de su temperamento y, más preciso aún, de los caminos que sigue, al gestarse, su pensar. No es el ensayo el pensamiento en estado puro, pero sí es la escritura que —en sus más felices expresiones— se halla muy cerca de dibujarlo.
Desde sus inicios en el siglo XVI, el ensayo señaló la madurez o la toma de conciencia de la práctica literaria como un espacio hospitalario para que el individuo se aísle y ponga distancia frente a los sistemas de la autoridad política o religiosa o académica, para interrogar nuestra naturaleza y los designios que han vinculado nuestro ser con la otredad. Se da en este espacio el ejercicio de la divagación coqueta y aérea que reproduce nuestro asombro ante los varios mojones en el camino, mas no se apresura por fijar en piedra ninguna conclusión. También es dable aquel ímpetu ambicioso de cifrar en pocos términos la abstracta médula de los asuntos. En cualquiera de los dos casos —es decir: entre Michel de Montaigne y Francis Bacon, los dos talantes en que se habría fundado esta escuela—, el envión argumentativo se ha propuesto como una fuerza del pensamiento que no se evade nunca de examinar tanto al otro, al contexto, a la época como a sí mismo.
En la fosa octava del octavo círculo del infierno, antes de escuchar el relato de Ulises y luego de profetizar males agónicos a su nativa Florencia, la voz de Dante reflexiona en torno del dolor que le causa el panorama de los sufrimientos y castigos que ha visto a lo largo de esas horas en que Virgilio ha sido su mentor del feudo del espanto. Ahí explica Dante entonces cómo pretende refrenar, más que lo acostumbrado, su ingenio para que no se despliegue sin que la virtud lo guíe:
e più lo ’ngegno affreno ch’i’ non soglio,
perché non corra che virtú nol guidi
(Inferno, XXVI, 21-22)1
¿De qué virtud habla el piadoso Dante? ¿Es acaso una represión que la fe lanza, desde el pecho del creyente, contra el alto genio del poeta? Si despojamos a la palabra “virtud” de su deuda con lo religioso o, más aun, si en vez de “virtud” usamos el término “ética”, ¿hay una salvaguardia que quien escribe debe tener contra alguna región de sí mismo al momento mismo de la escritura?
Pocos tercetos después, en ese mismo canto, Dante y Virgilio escuchan a Ulises contar la historia del que habría sido su último viaje. Luego de renunciar a los afectos de padre, esposa e hijo, el rey de Ítaca se lanza a un viaje por el Mediterráneo hacia el poniente. Teniendo a Sevilla de un lado y a Ceuta del otro, emplea su poderosa labia ante los viejos compañeros de su tripulación. Los llama “hermanos”, esto es, los declara la nueva familia con quien comparte otra clase de lazo más allá de la sangre. Desea convencerlos de arrojarse a una impensada travesía: se trata de cruzar las Columnas de Hércules, hacia el mar desconocido.
No es torpe suponer que el poeta Dante admiraba al héroe griego. Es cierto: la justicia sabia del único Dios ha condenado a Ulises, envuelto en una flama eterna al lado de Diomedes, por haber usado su inteligencia y su verbo para dar consejos astutos y falsarios, como ocurrió en el episodio del Caballo de Troya. Pero lo que Ulises narra en este canto no son sus fechorías de trapacero sino una hazaña de la noble ambición y la audacia, algo parecido a lo que el propio Dante está buscando al erigir la exacta arquitectura de la Comedia: ir más allá que Virgilio, Ovidio y Lucano, cruzar las Columnas de Hércules de la invención poética. Jorge Luis Borges ha supuesto ya esta cercanía; “acaso sin quererlo y sin sospecharlo”, escribió el autor argentino, “Dante fue Ulises y de algún modo pudo temer el castigo de Ulises”.
Cuando se dirige a sus compañeros, Ulises los conmina a dejar atrás la naturaleza animal y buscar metas superiores:
fatti non foste a viver come bruti,
ma per seguire virtute e canoscenza
(Inferno, XXVI, 119-120)2
Para la elocuente voz de Ulises, el ser humano no fue hecho, pues, para una vida de instintos y de rabias; no es nuestra misión “vivir como brutos” sino aspirar a una vida de virtud y conocimiento, una existencia regida, a no dudarlo, por los dones positivos de Hermes, esos que le permitían moverse entre distintos niveles o dimensiones y que, pienso, en este relato son distinguibles en la ambición de Ulises. Todo suena heroico hasta este punto. Pero la historia no termina ahí.
Luego de cinco meses de navegación, antes de alcanzar una montaña oscura y alta que se entrevé en la distancia, los viajeros son derrotados por una tempestad, “infin che ’l mar fu sovra noi richiuso”. El mar indiferente cierra sus aguas sobre los cuerpos de los hombres que quisieron alcanzar el saber que hasta entonces nadie podía descubrir. Si se admite que Ulises —precisa Antonio Quaglio— “intenta forzar los míticos confines apoyado en sus propios medios, sin el auxilio de la Gracia, vedada al pagano, la infracción implica una culpa humana”.
Me causa asombro la vecindad, en el mismo canto, de aquellos dos talantes. De un lado está el poeta que, cauto, convoca a la virtud para evitar el extravío de su talento por los caminos de la trasgresión y el peligro. Por otro, el héroe señala como una cualidad nuestra vocación por el conocimiento y se lanza en consecuencia a empresas sobrehumanas. Aquel se ve al espejo, se cuestiona, viaja por el abismo de su propia entraña moral; este sale de sí para inquirir en los dominios marinos que simbolizan la otredad aún desconocida, aunque sólo encuentre otro abismo: el del último naufragio.
Si no es un acto vano insistir en esta vecindad, el naufragio y la muerte de Ulises y sus marineros equivaldrían al fracaso del viaje mercuriano de la escritura del pensamiento, cuando no viene apoyada en la duda sobre sí, en el examen ético que vigile a la palabra en la tentación de traicionarse, de ponerla al servicio de aquellas ambiciones que buscan el engrandecimiento y la fama de la figura épica. Abuso, pues, del relato de Ulises en la Comedia para reavivar la pregunta sobre la ética de la escritura, una pregunta necesaria, a menudo vibrante, en quien hace del ensayo su forma de expresarse e incidir en el mundo.
Acaso ese Dante y ese Ulises sean los dos inevitables rostros del mismo impulso mercuriano que mueve la mano de todo ensayista: el viaje por la realidad exige la pregunta sobre el porqué nos lanzamos a ese viaje. Y en esa guardia ética que conoce quien se adentra en la escritura del pensamiento, está buena parte de su arrojo y su vitalidad. EP
1 “Y más obligo al ingenio a refrenarse, / y así no marche sin virtuosa guía”. (Versión del autor).
2 “A vivir como brutos no han venido, / y sí tras la virtud y la sapiencia”. (Versión del autor).
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