Elogio de la nariz

En este ensayo, Anuar Jalife Jacobo encomia el común y vital órgano del olfato.

Texto de 22/03/23

En este ensayo, Anuar Jalife Jacobo encomia el común y vital órgano del olfato.

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Mucho se ha dicho de la nariz. Los griegos, que parecen haberlo inventado todo, tienen la suya propia. Quevedo envidiaba secretamente la de Góngora. Pascal creía que la de Cleopatra había cambiado la historia. Cyrano, famoso narigón, se confesaba orgulloso de “poseer un apéndice tal”. Gogol relata las peripecias de una que llegó a funcionaria zarista. Arrojada y competitiva, por ella se puede ganar una carrera. Insignia nuestra, meterla en algún asunto basta para quedar implicado por completo. Como faro moral, no ser consciente de lo que se tiene frente a esta es signo de profunda necedad. No ver más allá de ella es sinónimo de ser poco avisado. Suficiente por sí sola, estar hasta las narices, en plural, señala el límite del hartazgo.

La nariz es nuestro órgano más vanguardista. Siempre echada hacia delante, nos marca el rumbo. Sin ella estaríamos más extraviados aún. Por eso, los barcos y aviones tienen una que los guía en la inmensidad del cielo o del mar; mientras que los automóviles y trenes no la necesitan pues no enfrentan los dilemas de la libertad: la calle y el riel los determinan. Soberbios, como somos, los humanos rechazamos su conducción y decidimos traicionarla al erguirnos sobre dos patas. Más perfectos hubiéramos sido si, como el resto de los mamíferos, nuestro cuerpo comenzara por la punta de la nariz. Sería un mejor principio para relacionarlos con el mundo, pues como una esponja, abierta y porosa, la nariz absorbe al mundo, literalmente lo incorpora; trae el afuera hacia dentro y lleva los adentros hacia fuera, más de 20 mil veces por día, con un doble movimiento que perennemente nos recuerda cómo hemos llegado a la vida, con una dolorosa inspiración, y cómo la dejaremos, con una exhalación como el último de nuestros actos.

“Más perfectos hubiéramos sido si, como el resto de los mamíferos, nuestro cuerpo comenzara por la punta de la nariz”.

Reacios a la verdad, amantes de la mentira, bajamos de los árboles, levantamos la cabeza y nos entregamos al deslumbrante idealismo de los ojos, casi siempre altaneros, que de vez en cuando nos devuelven espejismos y quimeras. No es casual que en la alegoría platónica los hombres se engañen contemplando sombras proyectadas en las paredes de la caverna. Sin necesidad de filosofía, siguiendo su olfato solamente, bien podrían salir de ella. Gran realista, la nariz no tiene por elemento predilecto, como podría creerse, al aire, vago y voluble, sino a la tierra, inmóvil y honesta. Basta observar la morosidad con que los perros clavan su nariz en el suelo para que este les vaya revelando sus invisibles secretos. Nada engaña a la nariz. No hay perfume ni desodorante capaz de convencer a este órgano insobornable. Cuando decimos, en sentido literal o figurado, que algo huele mal, podemos tener la certeza de que en efecto hay algo putrefacto.

Hermana de la boca, a quien reserva una quinta parte del sentido del gusto, pero más precavida que esta que para saber debe entrar en contacto con las cosas, la nariz nos señala las fuentes de lo vital y lo mortífero; a la distancia, nos advierte de venenos y nos anticipa delicias. Acostumbrados a menospreciar estas verdades, o por lo menos a darlas por sentado, la nariz nos sorprende de vez en cuando con la contundencia de sus revelaciones cuando con un aroma nos traslada, mejor que cualquier imagen o sonido, a otro tiempo. Ese viaje es incontestable porque en él no media razón alguna. Si hemos dicho que los ojos fácilmente son presas de ilusiones, de los oídos no se puede decir menos. Corrompidos por las palabras, se han convertido en los receptáculos por excelencia de la mentira. Podemos —y debemos, quizás— dudar siempre de lo que decimos y lo que escuchamos pero no de lo que olemos. Y es que, a diferencia de otros sentidos, lo que percibe la nariz no se procesa en el tálamo, sino en el sistema límbico, que está relacionado con la memoria y las emociones. La famosa magdalena de Proust sabe en lo más profundo de nosotros mismos, se remoja en nuestras irrefutables tristezas y alegrías.

Contra la nariz, operan toda clase de equívocos. La frenología cree ver en ella signos del carácter de una persona: respingada la tienen los egocéntricos; chata, los alegres; aguileña, los apasionados. No obstante, los frenólogos se equivocan porque quieren ver en lugar de oler. Para saber de alguien más valdría olfatearlo impúdicamente como hacen el resto de los animales. “¿Cómo está?”, preguntaríamos retóricamente y procederíamos a restregar narices con nuestras personas de confianza o a unirlas tímidamente con los desconocidos. Muestra del desprecio contemporáneo que hay de la nariz son las rinoplastias, una de las intervenciones quirúrgicas más populares de nuestro tiempo y que parece tener como finalidad reducir nuestras narices hasta casi desaparecerlas. Cuántos bellos rostros hemos visto estropeados por haber renunciado a su nariz. El puritanismo es su gran enemigo. Este, con sus buenos modales, ha censurado el tan higiénico como placentero arte de rascársela, acaso el único acto de amoroso cuidado que podemos procurarle a esta parte de nuestro cuerpo. Como si albergara la peor de las corrupciones, un pañuelo debe mediar entre nuestras narices y nuestras manos para no ser objeto de la peor de las condenas sociales. 

“Muestra del desprecio contemporáneo que hay de la nariz son las rinoplastias, una de las intervenciones quirúrgicas más populares de nuestro tiempo y que parece tener como finalidad reducir nuestras narices hasta casi desaparecerlas”. 

Más sabios con relación a su propio cuerpo y sus excrecencias son los niños que, como buenos salvajes, con delectación se sacan un moco, contemplan su viscosidad y lo guardan como reliquia en la manga del suéter; no sabios pero sí denunciantes del malestar de la cultura, son aquellas personas que en la ilusoria privacidad de sus automóviles hurgan sus narices en medio del tedio del tránsito. También puritana es esa costumbre, cada vez más extendida, de perfumarlo todo con las fragancias más penetrantes. Falsos olores de lavandas, de rosas, de limones pretenden confundir a este órgano que sostiene una cruzada silenciosa, pero permanente contra la mentira.

Una reciente afrenta, más potente que cualquier otra, se dirige contra la nariz y es la sensación de que ella se ha convertido en ventana a la muerte. Respirar, que en las grandes ciudades ya poseía connotaciones mortíferas, tras la pandemia se ha vuelto un acto rodeado de temor. Un deseo tácito de clausurar la nariz nos atraviesa irremediablemente. Sin embargo, está claro que no es ese el remedio contra esa angustia, y que en lugar de ello deberíamos seguir nuestro olfato y enmendar lo que hemos dejado pudrirse bajo nuestras propias narices. EP

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