Ellas con flores y coronas in aeternum. Punteo general a pesar de lo complejo de una época novohispana

“Clausurarse en un mundo femenil con la intención de ser, a pesar de un mandato que las orillaba a renunciar a sí mismas, ¿podría sugerirse como algo similar a la rebeldía o tal vez a la sobrevivencia de las privilegiadas inmersas en el sistema sexista?”

Texto de 30/09/20

“Clausurarse en un mundo femenil con la intención de ser, a pesar de un mandato que las orillaba a renunciar a sí mismas, ¿podría sugerirse como algo similar a la rebeldía o tal vez a la sobrevivencia de las privilegiadas inmersas en el sistema sexista?”

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Dedicado a mi madre (para ella claveles púrpura)

Quiero muriendo alcanzarle,
pues tanto a mi Amado quiero,
que muero porque no muero.

Santa Teresa de Jesús

La Muerte ha sido invitada por mi familia de modo cordial a la mesa, a la sala, a la cama; tomamos té protegidas por la bóveda de cañón corrido, nos asomamos desde arriba al descubrimiento de la Coyolxauhqui, miramos curiosas el tzompantli; alguna vez bebió a sorbitos esencia de mandrágora, quizá por ósmosis, mientras sumergió su presencia rojiza en la bañera de cuatro patas. Leímos en el jardín en voz alta al rey poeta Nezahualcóyotl y gritamos: 

¿A dónde iremos

donde la muerte no exista?

Más, ¿por esto viviré llorando?

Que tu corazón se enderece:

aquí nadie vivirá para siempre.

Aun los príncipes a morir vinieron.

Los bultos funerarios se queman.

Que tu corazón se enderece:

aquí nadie vivirá para siempre.

 … Esa noche decidí cortar el lazo por un tiempo (todavía espero el resultado del despecho), pues se llevó a mi adoración, como suele hacer. Luisa, mi abuela, sabía el plan; treinta y cuatro años atrás organizó algo íntimo con motivo de su partida. Ella, la Muerte y yo. 

Alma Montero lo dijo en 2016 en una entrevista haciendo referencia a la exposición Muerte barroca. Retratos de monjas coronadas, en Colombia: el tema de la muerte en la sociedad colonial es fundamental. La gente se preparaba desde la infancia con miras al buen morir; idea constante, el momento definitivo. Las personas necesitaban tiempo antes de irse del mundo en buenos términos (confesarse, recibir los santos óleos). Así, da a entender que también las muchachas listas a la hora de profesar se aprestaban ante la muerte de manera metafórica y luego física. 

Ojos oscuros, forma oval, como su rostro, observan desde un extremo bajo el arco perfecto de las cejas; el gesto implica solemnidad absoluta remarcada por labios finos sellados, como si anunciaran la clausura permanente. Ella, sor María Josefa Lina de la Santísima Trinidad, concepcionista, se yergue reina divina. Monja coronada, retrato del día cuando tomó los hábitos en 1757, y renunció a lo mundano. Muerte simbólica. Oportunidad de la salvación por nacer mujer, encarnación del mal, descendiente de Eva, al fin y al cabo. Fue esa jovencita quien más tarde fundó el Real Convento de la Purísima Concepción de Nuestra Señora de la Villa de San Miguel el Grande, en Guanajuato. 

Solo si fueron religiosas ejemplares (sor María Josefa Lina lo fue conforme a la investigación de Montero), volverían a ser retratadas ya sin respiro, en aposentos mortuorios, portando corona y pétalos sobre testa, júbilo victorioso y esperado: el encuentro eterno con Él. Algunas coronas más podrían llevarse al cumplir las bodas místicas de plata, de oro y en caso de ser priora.

Vi una, otra, veinte imágenes más. Pinturas de jóvenes novohispanas blancas, la mayoría del siglo XVIII, vestidas acorde a la profesión. Despedida permanente de una vida terrena y de sus familiares, cuando menos fuera del convento y muchas veces no sin una reja de por medio. La familia pagaba la hechura de un retrato de su hija, querían recordarla como les perteneció de algún modo. Figura estática, cual objeto de contemplación. Aparece entonces vestida de gala, con lujo y ornamento antes de desposar a Cristo, marido sacro de millares de fieles cónyuges. Su nueva vida debía desarrollarse tras encierro conventual, lejos de lo superfluo, o eso se suponía… 

La religión todo lo impregnaba (incluso al tiempo, e influyó pues cual método para medirlo: “[…] volvió a temblar la tierra por espacio de más de dos credos”, nos lo hizo saber Antonio de Robles en Diario de sucesos notables, página cuarenta). De tal suerte, en la Nueva España las religiosas fueron un grupo (siempre supeditado al poder masculino eclesiástico) de suma importancia con la meta del buen funcionamiento social. La religión y los conventos se tornaron necesarios en un modo de vida, como lo refirió Josefina Muriel en Los conventos de monjas en la sociedad virreinal. Compasión por la gente, cuidar de personas enfermas, ser responsables de asilos, hospicios, instruir a las niñas para convertirlas en sujetos acordes a su género listas para el futuro dependiendo de su extracto socioeconómico, albergar viudas, sin dejar a un lado su misión espiritual, recibir el sufrimiento a cambio de la redención del resto de la colectividad, como lo apuntó en una charla el historiador Jaime Borja. La inexorable responsabilidad impuesta de fungir como madres, me parece. Mater admirabilis.

¿Quién respiró envuelta con la pesada capa de terciopelo bordada con hilos de oro, plata y perlas? ¿Quién fue después de desposarse con el Supremo? ¿Qué quedó del cuerpo de una novia santa que ostentó una corona con estructura de hierro cubierta con flores como rito de paso? Doncella caminante hacia el altar; una mano sostenía al Niño Dios, divino esposo, legendaria triada edípica, y la otra una vara floral, evolución de la palma. Elegidas divinas. ¿Qué flores perfumaron su boda mística y qué quiso decir de ella con las macollas? Profesar a partir de la idea perfecta: morir aún respirando, morir en el universo terrenal, olvidarse de sí misma afuera, sepultar un nombre predeterminado, renacer en espíritu nombrada otra vez, obediente al Todopoderoso, vivir en Él, para Él; ser libre de pasiones burdas, transformación eterna a cambio de amor devoto. 

“Monja coronada, retrato del día cuando tomó los hábitos en 1757, y renunció a lo mundano. Muerte simbólica. Oportunidad de la salvación por nacer mujer, encarnación del mal, descendiente de Eva, al fin y al cabo.”

Sor María Josefa Lina de la Santísima Trinidad y yo nos encontramos de pronto. Miradas separadas por centurias unidas como relámpago. Su expresión quebró mi esternón alojándose en el lado derecho del corazón. A veces me reconozco como un espíritu antiguo envuelto con las novedades del siglo XXI.

Sucedía en los conventos cuyas órdenes promovían las reglas más rígidas, el ostracismo, la austeridad a rajatabla (las descalzas, observantes distinguidas, sin duda), disponerse al abandono secular, no ver ríos ni montañas ni calles empedradas escoltadas por árboles que enredan sus ramas con hierbas vecinas, recordar el mar si acaso y su horizonte, sentir la lejanía de la madre, del padre, familia y amistades. Cabe señalar que, en otros conventos, viviendas de las monjas calzadas, donde la riqueza era evidente, y se notaba “el buen gusto como estilo de vida religiosa” (escrito así por Octavio Paz evocando a las jerónimas en Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe), las normas fueron relajadas, hubo tertulias con personas ajenas a los recintos religiosos, comilonas, incluso, juego de naipes. 

Ser viuda rica era el estado ideal, vivir sin amo, autosuficientes. Pero, en general, esposa de Dios o esposa de un hombre (a manera de alianza económica sobre todo entre dos familias) eran las opciones en la época de la Colonia, si deseaban algún tipo de seguridad, de estatus, ya que la protección de las mujeres no estaba contemplada en la ley; eran menores de edad dependientes de un tutor legal (padre, marido, hermano). 

Algunas muchachas entraban a la vida de convento, no sin pagar una dote nada barata, al recibir el llamado celestial; otras se dejaban llevar por sus intereses artísticos, intelectuales o dones diversos (la música, la literatura, la enseñanza, la cocina…). Los conventos fueron espacios mujeriles donde lograron desarrollar aptitudes que en otro lugar no se les habría permitido. El encierro voluntario con miras a posibilitar vocaciones casi imposibles públicamente dentro de una sociedad patriarcal y estamental. Solo a las españolas, criollas y mestizas se les dejó entrar al noviciado, excepcionalmente a las indígenas —caciques en general, y ya hacia el siglo XVIII en su propio convento, Corpus Cristi—; las mujeres indígenas de clase baja fueron criadas y las descendientes de África esclavas de las consagradas (en órdenes que lo permitían), lo más brutal, se les consideraba cosas, no humanas. En voz de la historiadora María Fernanda Espinosa: las de sangre africana eran analfabetas; por lo tanto, es difícil encontrar registros de ese pasado, aunque los hay en archivos judiciales en calidad de declarantes frente a un delito, y en tanto seres violentadas por sus propietarias o propietarios (pocas se atrevieron a denunciarlo ante un juez, y más extrañamente salieron con alguna ganancia, como cambiar de dueña o dueño). En mi opinión, la ausencia y el silencio en la escritura son pilares de presencia histórica con el fin de evidenciar el sistema jerárquico de explotación. 

Clausurarse en un mundo femenil con la intención de ser, a pesar de un mandato que las orillaba a renunciar a sí mismas, ¿podría sugerirse como algo similar a la rebeldía o tal vez a la sobrevivencia de las privilegiadas inmersas en el sistema sexista? ¿Cuán libre se puede ser bajo cualquier subyugación, una que constreñía tener sueños eróticos prohibidos, castigados, con santos como únicos referentes masculinos, por ejemplo? Habría que profundizar en la historia de las mentalidades, de los cuestionamientos femeninos de una época, de sus placeres, condenados o no, de sus resistencias. 

Mujeres que pretendían dejar de serlo, cuando menos en apariencia consensuada: cortaban los cabellos (símbolo de feminidad por excelencia), cubrían la carne, desdibujaban la silueta, atentaban contra la erotización corporal, como apuntó Marcela Lagarde en Los cautiverios de las mujeres: madresposas, monjas, putas, presas y locas. Ocultaron con telas gruesas cuello, cintura, cadera, piernas, senos (inclusive con un medallón en forma de escudo). No todas sostuvieron el designio de aniquilar el eros (más allá de las historias de las relaciones sexuales-amorosas de las monjas), como prueba están los poemas en frenesí de Santa Teresa de Jesús y de la propia sor Juana, porque las mujeres excepcionales cuentan con el objetivo de señalar diferencias:

Tránsito a los jardines de Venus, 

órgano es de marfil, en canora 

música tu garganta, que en dulces 

éxtasis aun al viento aprisiona

La carne, epicentro de laceraciones por devoción, también de significados. Sor Josefa Lina de la Santísima Trinidad vistió el traje de coronación obedientemente, descubrió Alma Montero, pero bajo éste, en secreto, los cilicios perforaban la piel sangrante, muestra de sacrificio. 

El cuerpo de las monjas coronadas al momento de su retrato se convirtió en un soporte estético, en masa performativa útil para la expresión: mostrar la simbología religiosa, el acatamiento, además de las virtudes de las muchachas. Fue un estilo único de representarse a sí mismas, escogieron lo que de ellas querían dejar claro sobre su personalidad. Cada una decidía las flores que mejor la caracterizaba. Las flores significaban diferentes virtudes (martirio, obediencia, pureza, penitencia, castidad, gracia, sacrificio, etcétera). 

¿Desde cuándo nos han educado socialmente para ser miradas? ¿Nos han enseñado a posar, a comportarnos para ser observadas? ¿Con qué fin? ¿Vigilarnos? ¿No expresar? ¿Seducir en la quietud, ser poseídas en estado cosificado, pétreo, consumidas a partir de la pupila de un alguien y su placer? ¿Queremos ser vistas? ¿Cómo queremos ser vistas? ¿Por quién? ¿Para qué? ¿Cómo queremos expresarnos? ¿Qué queremos expresar con nuestra imagen, con nuestro cuerpo? ¿Qué gratificaciones obtenemos de ello? Inventemos, reinventemos maneras y voluntades para lo recién dicho. 

Mi obsesión por reconocerme con vida al despertar y antes de dormir no es azarosa. Cuando Luisa salió de casa sobre la camilla acompañada por la Muerte tomándola del dedo meñique, no respiraba más. Mejillas marfil con halo rosa, ojos cerrados en descanso, el cabello oscuro enmarcaba la expresión de paz. A su corona le hubiera yo engarzado flores azules, mariposas volarían sobre el pecho. ¿Qué flores hubiera escogido ella? Jazmín (sencillez). Para mí: rosas con significado flamígero, desobediencia ensortijada en corona sacrílega. 

Título: Sor María Josefa Lina de la Santísima Trinidad
Autor: Anónimo
Fecha: 1757
Técnica: Óleo sobre tela
Medidas: Sin datos
Colección: Monasterio de la Concepción de San Miguel de Allende, Guanajuato

P.D. Septiembre, mes de la independencia: ¡Viva las mujeres protagonistas de la matria! ¡Vivan las mujeres! ¡Vivas las mujeres! ¡Vivas y libres las mujeres todas! 

El 15 de septiembre recordé la frase del muro, consigna escrita entre los extremos de una corona triunfal (escurrieron gotas negras de cada letra). La pronunciación gesta el estruendo sororo:

“NO PERDONAMOS 

NI

¡OLVIDAMOS!”, escribieron.

DOPSA, S.A. DE C.V