Se trata de un ser dual, a su manera. Un poco como los
centauros, el hombre-lobo también tiene dos naturalezas, aunque nunca están
presentes las dos al mismo tiempo. Mientras que el centauro no puede elegir y,
en consecuencia, pertenece de lleno al reino de la mitología, el hombre-lobo
tiene un pie en la realidad y otro en la ficción, puede ser lobo y puede ser
hombre, es un ser de paso capaz de atravesar libremente un territorio y volver
al otro: “[…] hay otros mundos. Por ejemplo, el de las criaturas humanas, y hay
también seres que no tienen mundo propio. En cambio pueden entrar y salir de
muchos mundos. Yo soy de ésos. En el mundo de los hombres paso por hombre, pero
no lo soy”, dice Gmork, el personaje de Michael Ende.
Desde hace algún tiempo leo por las noches, con mi hijo de
doce años, La historia interminable
(1979), del escritor alemán. A pesar de la celebridad del libro, yo nunca antes
lo había leído. Mi única referencia al respecto era la vieja película de 1984,
de la cual sólo recuerdo muy vagamente algunas escenas. El asunto es que mi
hijo había abandonado la lectura porque se encuentra en una edad en la que los
libros de literatura infantil ya no le dicen mucho, pero tampoco logran
atraparlo los títulos de la llamada literatura juvenil. Supongo que se trata de
la edad del hombre-lobo, o la del centauro, no sé bien. Así que para su último
cumpleaños encargué la novela de Ende. No se entusiasmó mucho al abrir la
envoltura, pero a los pocos días ya estábamos desvelándonos con la misma avidez
con la que Bastián Baltasar Bux lee escondido, en el desván de su escuela, un
libro con el mismo título que el nuestro, y en el que la Nada avanza
devorándose el mundo que recién aparece ante sus ojos. Fantasia (Phantásien en el original en alemán)
está dejando de existir.
En cuanto mi hijo comenzó a enterarse del argumento de la
novela dijo con genuino interés que quería saber cómo era la Nada. Y entonces
recordé la primera vez que yo reparé en ella. Cursaba tercero de secundaria
cuando leí El mundo de Sofía, de
Jostein Gaarder, y desde aquel momento, de vez en cuando, se me aparece en la
cabeza uno de los títulos de un capítulo del libro: “Nada puede surgir de la
nada”. La frase, creo, alude a alguno de los primeros filósofos, pero el caso
es que El mundo de Sofía, además de
ser una especie de libro iniciático (porque fue el primero que me voló la
cabeza), fue también la primera novela que me reveló mi existencia, con todas
las preguntas que eso conlleva. A Bastián también se le revela la existencia
mientras lee en La historia interminable
las aventuras que realiza Atreyu y que, a su vez, le revelan la suya.
Nada es una de
esas palabras que repelen su contenido semántico; de tan abstracta parece
inaprensible. Es como si estuviera revestida con una de esas telas
impermeables: el significado se escurre, derrotado, como gotas de agua. Todavía
decir ausencia es evocar un
sentimiento, una habitación vacía, pero ¿se puede decir la nada? Michael Ende lo consigue. En una reunión en la que los
personajes tratan de explicarse qué es lo que sucede con su mundo, encontramos
el siguiente diálogo:
“[…] —Donde estaba el lago no hay nada… Simplemente nada,
¿comprendéis?
—¿Un agujero? —gruñó el comerrocas.
—No, tampoco un agujero —el fuego fatuo parecía cada vez más
desamparado—. Un agujero es algo. Y allí no hay nada. Los otros tres mensajeros
intercambiaron miradas.
Es un problema para los personajes de La historia interminable describir lo que sucede, porque la Nada no
se parece a nada. Sin embargo, Ende termina encontrando una frase que logra
iluminar la palabra sin traicionarla: la Nada es como si uno se quedara ciego
al mirar ese lugar.
El caso es que en el libro, la Emperatriz Infantil ha
enviado a Atreyu a la Gran Búsqueda, la cual consiste en encontrar una criatura
humana para que Phantásien no
desaparezca. Atreyu, el cazador, se encontrará con Ygrámul el Múltiple, un
monstruo compuesto de miles de insectos azules; Atreyu, el guerrero, volará por
encima de los mares en el lomo de un dragón de la suerte, y escuchará a
Uyulala, la voz del silencio cuyo “cuerpo es acento y tono”; Atreyu, el
soñador, perderá a su querido caballo Ártax en un pantano y escuchará la
horrible verdad en boca de una milenaria tortuga gigante que habla consigo
misma como si la habitara también otro cuerpo: “Si fueras tan viejo como
nosotras sabrías que no hay nada más que tristeza”; Atreyu, el de la piel
verde, abrirá las tres puertas mágicas, atravesará la mirada de las esfinges y
se enfrentará a un espejo que, al mirarlo, no devuelve el reflejo sino el
olvido.
Después de un largo camino, Atreyu llegará a La Ciudad de
los Espectros, un lugar lleno de desolación que casi ha sido presa por completo
de la Nada, y sólo después de esta última aventura entenderá el sentido de la
Gran Búsqueda: el carácter épico de sus aventuras. Su dolor y su desesperación
han sido necesarios para atrapar a un lector, le dirá más tarde la Emperatriz
Infantil, un lector capaz de salvar Phantásien y que es, al mismo tiempo, mi
hijo que lee y que también es atrapado por ambas historias, por ambos mundos y
acaso por un tercero: “Sólo mediante una larga historia llena de aventuras,
prodigios y peligros podías traer hasta mí a nuestro salvador. Y esa historia
fue la tuya”.
La Ciudad de los Espectros le ofrece a Atreyu un panorama
desesperanzador. Todas las criaturas han sido devoradas por la Nada, excepto
una: Gmork, el hombre-lobo, agoniza encadenado a un muro, no ha comido en mucho
tiempo y tiene sarna en la piel. Espera la muerte con parsimonia y no quiere
compañía. Un fuego verde enciende su mirada; lo han abandonado y él lo acepta
con un rencor que disimula bien. Es entonces que Gmork le revela a Atreyu su
condición de ser de paso y, a sabiendas de que la Nada está a punto de
devorarlos a los dos, comparte con el visitante su más preciado conocimiento
secreto: los seres que son tragados por la Nada no desaparecen por completo,
sino que solamente dejan de ser lo que son en Phantásien y pasan a formar parte
del mundo de los seres humanos, donde se convierten en mentiras: “Sois como una
enfermedad contagiosa que hace ciegos a los hombres […]”. Atreyu,
desconcertado, no comprende enseguida. Por un lado, su Gran Búsqueda consiste precisamente
en llegar al mundo de los hombres y traer a un ser humano, pero, por otro, el
costo de hacer eso es convertirse en una mentira. Agrega Gmork: “En cuanto te
llegue el turno de saltar a la Nada, serás también un servidor del poder,
desfigurado y sin voluntad. Quién sabe para qué les servirás. Quizá, con tu
ayuda, harán que los hombres compren lo que no necesitan, odien lo que no
conocen, crean lo que los hace sumisos o duden de lo que podría salvarlos. Con
vosotros, pequeños fantasios, se harán grandes negocios en el mundo de los
hombres, se declararán guerras, se fundarán imperios mundiales…”.
El hombre-lobo tiene razón: las ficciones mueven al mundo.
Todo lo que hacemos responde a una ficción, ya sea el Estado, el dinero o
cualquiera de nuestras ideas, ya lo ha dicho Yuval Noah Harari. El mundo
simbólico que habitamos pensándolo como real nos acerca muchísimo a las
criaturas de Phantásien. Sin embargo,
Michael Ende hace una clara distinción entre el valor de las mentiras y el de
las ficciones literarias, pues estas últimas son de otra naturaleza justamente
porque aceptan ser lo que son, y en esa aceptación nos permiten cuestionar las
ficciones que sí quieren hacerse pasar por realidades, como las ideologías. Tal
vez por eso mismo es que la Vetusta Morla, la tortuga gigante que habita El
Pantano de la Tristeza, le dice a Atreyu con toda la banalidad posible: “Todo
se repite eternamente: el día y la noche, el verano y el invierno…, el mundo
está vacío y no tiene sentido. Todo se mueve en círculos. Lo que aparece debe
desaparecer, y lo que nace debe morir. Todo pasa: el bien y el mal, la
estupidez y la sabiduría, la belleza y la fealdad. Todo está vacío. Nada es
verdad. Nada es importante”.
El hombre-lobo de Ende no es como Quirón, el
centauro-maestro de los héroes griegos que educa en el valor, la música, la
fuerza. Tampoco es como el Minotauro de “La casa de Asterión” (el cuento de
Borges) que ha sido marginado por su monstruosidad y rumia su soledad como un
niño que no entiende cómo funciona el mundo. El hombre-lobo de La historia interminable está lleno de
resentimiento porque no cabe en ninguno de los dos territorios que visita.
Quizá la adolescencia sea un poco eso. Nos obligan a dejar un lugar pero aún no
podemos habitar plenamente el otro (tampoco es que sea muy habitable). Educamos
a los adolescentes para que estén segurísimos de sí mismos, para que defiendan
sus opiniones y tengan una postura ideológica: los obligamos a definirse, a
tomar partido, eliminamos las sanas dudas que los abruman y terminamos
convirtiéndolos en tristes adultos muy seguros de sí mismos pero llenos de
tristeza. Les enseñamos a formar una familia tradicional, a perseguir el éxito
a toda costa, pero, sobre todo, convertimos las ficciones libres que los
habitan en las mentiras disfrazadas de verdad, “y nada da un poder mayor sobre
los hombres que las mentiras —le dice el hombre-lobo a Atreyu—. Porque esos
hombres, hijito, viven de ideas. Y éstas se pueden dirigir. Ese poder es el
único que cuenta”. Educamos, pero Phantásien
se muere un poco todos los días en esos adolescentes cada vez que les
entregamos palabras muertas que opacan la realidad. Dejan de ser hombres, dejan
de ser hombres-lobo y se convierten en lobos que únicamente viven para cazar o
ser cazados.
Alguna vez alguien me preguntó por qué nunca he escrito un
cuento para niños pensando en mi hijo. Aunque tuve algunas ideas nunca lo hice.
Quizá leer con él La historia
interminable es y no es una despedida de esa niñez que preferí vivir con él
en vez de escribirla. Alejandro, mi hijo, se encuentra en el umbral. Es un ser
dual, a su manera. Ha entrado a la secundaria pero todavía se va a correr en
los recesos, no se siente niño pero todavía lo es (o no), me abraza
espontáneamente pero también comienza a aislarse. El otro día que íbamos a
salir a comer, vio que yo tenía puesta una camisa del mismo color que la de él
y se fue a cambiar. Todavía pide que le lea antes de dormir, aunque comienza a
soñar por cuenta propia.
¿A qué mundo pertenece el aullido que ya se adivina en su
pecho? EP