El espejo de las ideas: El triunfo de Japón. Verdad histórica y narrativa

Para Lupe Landerreche y José de Jesús Nakakawa Tsutsumi Los hechos son los ladrillos. La narrativa, la arquitectura. Gracias a los buenos oficios de personas venerables como Tatsugoro y Sanshiro Matsumoto —los paisajistas imperiales a quienes debemos, entre otras cosas, la introducción de las jacarandas en nuestro paisaje— la colonia japonesa fue objeto de un […]

Texto de 26/12/16

Para Lupe Landerreche y José de Jesús Nakakawa Tsutsumi Los hechos son los ladrillos. La narrativa, la arquitectura. Gracias a los buenos oficios de personas venerables como Tatsugoro y Sanshiro Matsumoto —los paisajistas imperiales a quienes debemos, entre otras cosas, la introducción de las jacarandas en nuestro paisaje— la colonia japonesa fue objeto de un […]

Tiempo de lectura: 4 minutos

Para Lupe Landerreche

y José de Jesús Nakakawa Tsutsumi

Los hechos son los ladrillos.

La narrativa, la arquitectura.

Gracias a los buenos oficios de personas venerables como Tatsugoro y Sanshiro Matsumoto —los paisajistas imperiales a quienes debemos, entre otras cosas, la introducción de las jacarandas en nuestro paisaje— la colonia japonesa fue objeto de un trato razonable, incluso en los campos de concentración que existieron en México durante el breve periodo en que nuestro país participó en la Segunda Guerra Mundial.

En uno de esos campos se conocieron los padres del amigo que me hizo ver en qué sentido la posguerra resultó difícil para los militares de élite que, habiendo concluido el arduo noviciado que los mentalizaba como kamikazes, no conocieron el combate, fueron separados súbitamente de la guerra y vinieron a parar a México.

Víctimas de su destino trunco, estoicos frustrados, atravesados además por los sentimientos —indescifrables, ambivalentes— de quien sabe de sus compañeros caídos en la misión, paliaban su singularísima circunstancia reuniéndose semanalmente.

Desarrollaron un ritual tan extraño como ellos mismos para procesar su tragedia sin catarsis. Detenidos en el tiempo, uniformados, se entregaban a alimentar disciplinadamente, desde su conocimiento de las tácticas y la geografía de la guerra, la convicción de que las noticias sobre el desenlace de ésta eran falsas, en realidad imposibles: una vil fabricación de mentes decididas a engañar al mundo.

Japón, estaban convencidos, había ganado la guerra.

Aunque acostumbrada a ellos, la colonia japonesa miraba con creciente preocupación a ese extraño grupo de ayuda en el que se sucedían presentaciones puntuales sobre aspectos específicos de la verdad histórica y sobre la insolvencia de las noticias. “Los periódicos dicen que perdimos tal ciudad, lo cual es imposible dado que estaba custodiada estratégicamente de tal y cual forma…”, “Se nos ha dicho que una sola bomba mató a más de 80 mil personas, pero sabemos que no existen bombas con tal capacidad…”.

Los contertulios se turnaban la responsabilidad de las minuciosas y solemnes presentaciones en el foro semanal y dedicaban el resto de la semana a preparar disciplinadamente su excéntrico ritual. Fabricaban cientos de silogismos para apuntalar su conclusión: el triunfo de su patria.

El tiempo corrió y, entre los suyos, que hace mucho habían renunciado a confrontarlos, el respeto y la veneración dieron paso a la preocupación y a la ternura. Los mártires truncos, al tiempo en que abultaban su narrativa, iban envejeciendo con su ritual semanal, su monomanía desgastada y sus antiguos uniformes.

¿Qué hacer con ellos? ¿Qué harían ustedes?

¿Se trataba realmente de un problema? Después de todo los veteranos habían construido una narrativa que les daba oficio, que los congregaba y que, al paso de los años, les había servido también como consuelo. ¿Tenía sentido desmentirlos? ¿Era posible?

Por otro lado, la obsesión de rescatar al mundo de una mentira fabricada los había aislado no sólo del mundo al que querían desengañar, sino también del de los suyos, de las nuevas generaciones que, a pesar de su estima y su ternura, o tal vez a causa de ellas, los había cercado y minusvalorado.

Todos necesitamos de una narrativa para ordenar nuestra historia, pero ¿es válido construirla sobre premisas falsas? ¿En verdad estos hombres, preparados para el martirio, eran incapaces de soportar la verdad? ¿Había que dejar morir en la mentira a quienes en sus mejores años habían profesado la verdad como un ideal? En todo caso, ¿cómo presentarles una versión de las cosas a la que por tantos años habían sido refractarios?

Estas preguntas se ubican y nos llevan a la frontera de lo verdadero y lo justo, al apasionante territorio de la ética de la verdad. En él nos cuestionamos en qué sentido la verdad es un imperativo moral, si lo es en todas las circunstancias o existen matices necesarios en su búsqueda. Nos preguntamos si hay, como en las medicinas, dosis tolerables de verdad o si existe una frontera ética en la vocación de la inteligencia, si realmente creemos que la verdad nos hace libres…

Después de una discusión larga, muy cuidada, la comunidad pensó que sus veteranos merecían conocer la verdad histórica y que la mejor manera de suministrárselas consistía precisamente en llevarlos a Japón. Lo que no pudieron creer a los periódicos, podrían escucharlo de la tierra misma, de sus testigos, de sus compañeros supervivientes.

Se reunieron los fondos, se preparó cuidadosamente la agenda del viaje y, cuando ya corrían los años ochenta, los veteranos abordaron su vuelo con destino a Tokio, seguramente en Japan Airlines.

El singular viaje generó lo que tenía que generar. Los kamikazes regresaron a México convencidos, ya con la fuerza de las pruebas, de que Japón había ganado la guerra.

¿Quién distingue, al paso de cuarenta años, a los perdedores de los ganadores de un absurdo? ¿Acaso no es el propio siglo xx el que nos legó la convicción de que es posible perder ganando, como es posible también ganar perdiendo?

El caso japonés es claro en este sentido, no sólo por la evidencia material de las virtudes productivas que confirmaron la convicción de los veteranos. Lo es también por los valores de orden político y cívico que las sustentan.

Tiene, sin embargo, como tiene la historia del siglo xx, aprendizajes pendientes que urge asimilar. Si en verdad queremos cosechar la lección ética del más mortífero de los siglos, estamos invitados a construir un paradigma educativo y civilizatorio distinto, el del cuidado. Se trata de un reto histórico impostergable del que las narrativas del perdón, la paz positiva, la reconciliación, la justicia social y la dignidad son ingredientes imprescindibles.

Este nuevo paradigma, urgente e importante, nos liberará para construir, entre

otras cosas, narrativas nuevas —como las mencionadas— moralmente capaces de incluir en su arquitectura las piezas más complejas y dolorosas de la verdad histórica.  ~

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