Diego Rodríguez Landeros escribe sobre la historia de un Mazatlán que no todos conocen.
Documento para un archivo rural de la mierda
Diego Rodríguez Landeros escribe sobre la historia de un Mazatlán que no todos conocen.
Texto de Diego Rodríguez Landeros 08/12/22
Ese era el asunto del correo que apareció en mi bandeja de entrada. Lo había escrito Juan Esmerio, a quien conozco desde el año 2013, cuando él se encargó de editar mi primer libro El investigador perverso en el Instituto Sinaloense de Cultura. Desde entonces somos compas y nos escribimos correos.
El suyo decía: “Hola, hermano. Me gustó mucho tu libro. Felicidades. Gracias por el texto donde aparezco. Me emocionó”.
Juan se refería a mi libro Drenajes (Almadía, 2022), y al ensayo “Algunas consideraciones acerca del buceo en la literatura mexicana”, cuyo inicio es el siguiente: “Para mí, el mejor escritor sinaloense no es el estelar Élmer Mendoza, sino el acuático y sumergido Juan Esmerio, autor de una vasta obra playera llena de bañistas, pescadores y buzos, personajes asiduos del anecúmeno latente bajo toda superficie de agua”.
Todavía hoy sigo sin comprender por qué asumí esa postura valentona contra Élmer Mendoza, ni por qué lo hice blandiendo la figura de mi amigo Juan. Supongo que me pareció cagado y provocador lanzar, a manera de Macguffin, una polémica inexistente, absurda y hasta municipal (el campeonato varonil de la literatura sinaloense) en el inicio de un ensayo que, en realidad, trata de otra cosa.
Como sea, sostengo mi fascinación por la obra acuática de Esmerio. Ahora mismo me ronda la cabeza un párrafo suyo que, montado como diapositiva antropocénica, aparece en “El brío del sabor agrio”, uno de los sápidos ensayos de Gastronomía de comunión:
Mazatlán era entonces un ubicuo depósito de especies, un jardín del Edén salobre donde solo había que remover la arena para alimentarse. Profundizar el canal de navegación significó borrar la isla Belvedere y extinguir la almeja Atrina maura (a ese bivalvo se le llama callo de hacha). Era la década de 1950. La draga vomitaba arena y almejas por el tubo que daba a tierra. Algunas salían trituradas y otras enteras. Niños y pájaros de mar se disputaban el despojo. Los hombres buscaban perlas. Fue un espectáculo alucinante y el inicio del deterioro.
Conforme he atado algunos cabos sueltos de esa y otras historias (mi nudo es aún torpe, sigo ensayando), me atrevo a enunciar los antecedentes de la siguiente manera: durante el siglo XIX, el puerto de Mazatlán fue un enclave comercial estratégico. Desde ahí se exportaban metales preciosos de las minas de la sierra sinaloense, operadas, en su mayoría, por empresarios europeos. Al mismo tiempo, en Mazatlán se importaba maquinaria agrícola, insumos industriales y mercancías diversas. En Los bandidos de Río Frío, Manuel Payno describe la feria de San Juan de los Lagos, en Jalisco, que en la primera mitad del siglo XIX fue el evento comercial más importante del país. Ahí se congregaban personas de todos los rumbos de la República a vender y comprar cosas que, de otra forma, resultaban imposibles de conseguir. Era otra época, ni siquiera había ferrocarriles. Dice Payno:
En Liverpool y Hamburgo se cargaban hasta la cubierta unos barcos fuertes y veleros que daban vuelta al Cabo de Hornos, y después de cuatro o cinco meses de una peligrosa navegación venían a fondear en San Blas y Mazatlán, y de allí, hatajos de mulas conducían la lencería inglesa y alemana, el cristal y la loza a la feria, y de este modo llegaban con la más grande exactitud, teniendo tiempo bastante para encaminar las mercancías, establecer sus almacenes en San Juan y hacer cambios y ventas que llegaban a muchos miles de pesos.
¿Por qué esos barcos rodeaban el continente americano, pudiendo arribar a Veracruz? Porque iban a Mazatlán a dejar baratijas (lencería, cristal y loza) y a llevarse el oro y la plata de la sierra. La dinámica estaba aceitada con la lógica del contrabando. Aquellos comerciantes y mineros europeos sobornaban la vigilancia aduanal del México independiente. Así amasaron capitales inmensos. Con el paso del tiempo, los flujos financieros exigieron mayores infraestructuras gestionadas por el Estado. Si la tecnología política del porfiriato proporcionó líneas férreas y locomotoras, la del México posrevolucionario emprendió, desde 1930, diferentes obras para la expansión y protección del puerto industrial de Mazatlán, desarrollando la mayor parte de los trabajos durante los años cincuenta.
En nombre del progreso, la maquinaria pesada y la dinamita (habrá que investigar quiénes fueron los contratistas beneficiados) acabaron con varias especies y modificaron irreversiblemente el paisaje. La isla Belvedere (antaño un refugio de aves y sitio de esparcimiento de la población mazatleca, que solía realizar comilonas de mariscos musicalizadas con tambora y animadas con torneos de canotaje) desapareció por completo para abrir paso al tráfico naval. Por su parte, la imponente isla de los Chivos fue dinamitada casi por completo para utilizar su piedra en la construcción de un rompeolas.
La transformación antropogénica que sufrió la isla de los Chivos implicó no solo la aniquilación de la mayor parte de su biota y la desintegración de casi toda su masa pétrea, sino el sometimiento a un designio ingenieril que atentó contra su fundamental ontología insular. Con la finalidad de completar el sistema de abrigo portuario, la tecnocracia le declaró la guerra, la invadió, le puso bombas. Luego, con grúas cirujanas de land art, alineó su carne molida y con ella le fabricó un apéndice (el mentado rompeolas, de 300 metros de largo) que la umbilicó a tierra firme.
Como Tenochtitlan, pero por diferentes razones, la de los Chivos puede incluirse en el Catálogo Mundial de Islas Desinsuladas del Antropoceno. No obstante, y quizá por su condición de ruina mutante, ese muñón de orografía caprichosa poblado de árboles inmensos cuyas hojas sirven de forraje a los chivos exóticos que le dan nombre, es mi lugar predilecto del puerto de Mazatlán. Cuando me encuentro allá y deseo aislarme, me refugio, irónicamente, en ese sitio que, por obra de un megaproyecto, perdió su aislamiento. Abordo una lancha, bajo en la escollera, camino al cerro, asciendo a su cima (50 metros sobre el nivel del mar) y, desde ahí, acompañado por la presencia silenciosa de los chivos, contemplo el ocaso del mundo, con el espejo azul y dorado del océano Pacífico frente a mí.
Hacia el Sur, una inabarcable franja de cocoteros se extiende por el litoral, interrumpida en las cercanías por la Termoeléctrica “José Aceves Pozos”, monstruo humeante que pinta el cielo de café, azuzado por el fuelle del crecimiento económico y la orgía turística. Hacia el norte, la ciudad. Mazatlán: desparramada mancha de colonias y fraccionamientos en el interior. Mazatlán: silueta de rascacielos en la costa: escarpado electrocardiograma de un corazón a punto de reventar, burbuja inmobiliaria.
De pie en ese observatorio solitario, al borde de un acantilado en cuyo fondo espumean las olas, veo todo aquello y entonces volteo al cielo. Muy arriba vuelan los albatros. Más cerca, la danza de los gavilanes traza círculos en el aire. Pero si observo con atención a los individuos que se paran en las rocas y ramas de los árboles, descubro que no son gavilanes sino zopilotes, o algo parecido.
***
El correo de Esmerio continuaba así: “Te comparto una crónica de don Pablo Lizárraga, escritor sinaloense que pregonaba las ventajas del fecalismo a cielo abierto. El texto es una joya. Lo tomé de Recuerdos de mi terruño. Y en efecto, adjuntaba un PDF titulado “Simetría”. En él, don Pablo anunciaba una anécdota relatada por un arriero del pueblo de San Antonio de la Noria allá por el año 1949. “Pero antes, amable lector —decía Lizárraga—, permíteme ponerte en antecedentes para que fácilmente puedas entender los consecuentes. La dieta en los ranchos es o era muy sencilla, de tal manera que por el aspecto de las heces sabíamos la estación del año”.
En las aguas, es decir, tiempos de calores, se comen quelites tiernos y frutillas del monte como chiles chiltepines y aquello es de aspecto muy aguado. En invierno, el excremento de los coyotes es café amarillo con aspecto traslúcido como la fruta en conserva, porque comen mucha calabaza cehualca de las milpas. La de la gente llega a ser semejante, aunque no tanto; si bien come calabaza cehualca tatemada, su alimentación la complementa con frijoles y tortillas. Si el excremento es rojo (con semillitas) y los orines también, estamos en el mes de mayo en el cual se comen muchas pitahayas. Para nuestra narración lo más importante es la segunda quincena del mes de junio, cuando aún no llueve, el frijol escasea, el maíz está viejo y reseco, los chiltepines desecados son de hace un año, la comida tiene alto porcentaje de materia mineral porque tampoco hay verduras. El bolo fecal es duro como piedra, raspa al salir, tiene un aspecto perlado como acero pavoneado, difícilmente es atacado por moscas, escarabajos peloteros y puercos, y por su alto contenido en cenizas y a la vez por la influencia del medio natural, son muchos los serotes que llegan a petrificarse adquiriendo aspecto blanquecino con el tiempo.1
Al leer aquello, me sentí interpelado porque, desde hace varios meses, cuando estoy en casa, orino en recipientes transparentes, un promedio de tres litros diarios que utilizo para regar plantas (cuido muchas) y el resto lo tiro al drenaje, no sin antes observar su aspecto y sus transformaciones en el tiempo, lo que viene siendo una lectura de las deyecciones.2
Días después recibí otro correo de Esmerio: “Expediente 2 para el archivo”. “Hola, hermano. La presente crónica aporta mucho sobre la historia de la mierda en nuestro amado puerto. La fuente es la misma, don Pablo Lizárraga Arámburo.”
El texto se titulaba “Menudo” y decía:
Anteriormente, en la ciudad de Mazatlán muchas casas no tenían drenaje porque era costoso hacerlo en suelo tan rocoso y los trabajos pesados se hacían con barra, pico y pala […] La gente a duras penas cavaba un agujero de poco más de dos metros de profundidad y encima ponía el cajón. Por ser rocoso el suelo, esos excusados carecían de filtración y era necesario limpiarlos de cuando en cuando. Para el efecto había gente especializada, a los cuales decían mayates. Hacían su trabajo de noche, dos en el fondo llenaban el balde o bote y dos arriba lo subían con una cuerda.
[…]
Diez años, amable lector, en la década de 1940, me los pasé en la Ciudad de México, desde la secundaria fui allá a estudiar […] Siempre extrañé las comidas sencillas de mi tierra. De Mazatlán: el menudo, gorditas empanochadas que nombrábamos sapitos, pollo a la plaza, asado, pescado frito. Del rancho: el pollo guisado en caldo con olor a comino, cuajada, chiles chiltepines, chulas (codornices) asadas, mochomos con atole blanco y panocha, requesón, dulce de leche cocida.
Cuenta don Pablo que, en unas vacaciones de diciembre, cuando estudiaba en la Facultad de Química, apremiado por el síndrome del Jamaicón, agarró el tren y se fue a Mazatlán. Casi 24 horas después llegó, muy temprano en la mañana. Corrió por calles aún oscuras rumbo al mercado, deseoso de un plato de:
menudo con birote, yerbabuena y chiles chiltepines secos remolidos. De pronto vi dos hombres que en una palanca cargaban un tambo mediano que echaba algo de vapor, así como vaho. ¡Ah!, me dije, “es menudo que llevan al mercado, voy a olerlo, que me sirva de aperitivo su delicado aroma”. Me acerqué, bajé la cabeza y aspiré nostálgica, inspirada y profundamente.
Esos batos eran mayates y cargaban mierda en el tambo. Iban a tirarla a la playa.
Decidí buscar los libros de Lizárraga Arámburo. Encontré uno en la Biblioteca Alí Chumacero, en el edificio de la Ciudadela, cerca del metro Balderas: Nombres y Piedras de Cinaloa, Gobierno del Estado de Sinaloa, Secretaría del Desarrollo Económico, 1980. La encargada me lo dio y yo lo hojeé en un sillón de cuero marrón, rodeado de los 46 mil libros finamente encuadernados de Chumacero, la biblioteca más bella de CDMX, según mi opinión.
En eso estaba cuando vi entrar a una pareja de adolescentes: Indra e Ixtab. Subieron las escaleras, se perdieron entre los estantes. Por lo que pasó después, entendí que las cámaras de vigilancia los captaron teniendo sexo oral. Los policías entraron, los detuvieron y los obligaron a telefonear a sus padres. El de Indra apareció en pocos minutos, pidió disculpas y, cobarde, se llevó a su hijo, dejando a Ixtab. Al rato llegaron por ella. Mamá, papá y hermana de su misma edad.
Esa hermana traidora lanzó la primera piedra: “Es que tú no aprendes, eres una puta”. Sus ojos eran rayos láser, su boca lanzaba fuego.
Entonces oí las explosiones.
Los fascistas bombardeaban la Ciudadela.
Ixtab aprovechó el caos para huir de su familia y la policía. EP
- La anécdota del arriero: terminaba el mes de junio y él, con otros vaqueros, conducía un hatajo de mulas por el monte. Tras días de viaje, en “un pedacito de tierra blanquecina”, encontraron dos serotes “uno junto al otro, parecían cuatitos. Los acababan de zurrar porque todavía humeaban y se notaba junto a ellos lo mojado de los meados. Pero lo que más llamaba la atención no era lo largo, sino lo gruesos que eran, qué barbaridad, nunca había visto serotes tan gordos.” Al año siguiente los volvieron a encontrar, y en los siguientes también. El arriero terminaba su historia afirmando que los serotes seguían ahí, y le decía a don Pablo que podían ir a verlos, por si dudaba de su palabra. Pero él le creía. [↩]
- El mejor ensayo de todos los tiempos acerca de los meados lo escribió Donna J. Haraway, “Inundada de orina. DES y Premarin en respons-habilidad multiespecies”, Seguir con el problema, trad. Helen Torres, editorial Consonni, Buenos Aires, 2019. [↩]
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