¡Cuidado! Vecinos

En esta crónica, Anuar Jalife Jacobo nos narra un peculiar encuentro con un grupo de vecinos.

Texto de 30/11/23

En esta crónica, Anuar Jalife Jacobo nos narra un peculiar encuentro con un grupo de vecinos.

Tiempo de lectura: 6 minutos

I. El allanamiento

Dicen que nada une a dos personas como tener un enemigo en común. La primera vez en la historia en que dos hombres se pusieron de acuerdo debió ser para perjudicar a un tercero. Así sucede todavía. Podemos ignorar el nombre de la persona que vive a lado nuestro, aborrecer a la de enfrente, estar peleados a muerte con la de atrás, hasta que un día roban una casa de la calle. Entonces, lo que era discordia se convierte en un unión; la antigua rabia tan democráticamente repartida se dirige hacia un único objetivo, tan abstracto como terrorífico: el ladrón. Esto ha ocurrido donde vivo. Entraron a la casa de un vecino y la otrora apática colonia ha dado inicio a un intento de organización colectiva.

II. La primera reunión

La primera reunión de vecinos es bajo la sombra de un frondoso árbol que nos protege del implacable sol del centro de México. A la junta han venido hasta Negra y Comadre, un par de perritas famosas de por acá, que parecen mirar con extrañeza el inusitado espectáculo que representamos. Después de varios silencios incómodos, descubrimos que no tenemos mucho que decirnos, así que pasamos directamente a las propuestas. Una señora sugiere que talemos todos los árboles pues en sus copas puede esconderse un asaltante y desde ahí apuñalarnos en la cabeza; un hombre profundamente exaltado cree que es buena idea rotular la larga pared de una bodega abandonada con la leyenda “Ratero: si te agarramos, te linchamos”; un joven de mirada perversa asegura saber quiénes son los criminales y propone ir de inmediato a hacer justicia por propia mano. Afortunadamente, ninguna de las iniciativas es llevada a cabo. La directora de una primaria cercana, bautizada colectivamente como la Maestra, se ha erigido en nuestra líder y ha decidido que lo mejor, por ahora, es crear un comité de vecinos, hacer un grupo de Whatsapp y ponernos en contacto con la Dirección de Seguridad Ciudadana.

III. El ingeniero Sarmiento

El ingeniero Sarmiento es un hombre de mediana edad, delgado, erguido, de cabellos grises. Viste pantalón de mezclilla, camisa blanca impecable y lentes de aviador. Masca un sempiterno chicle. Es el director de Seguridad Ciudadana Municipal. Después de presentarse nos hace saber lo valioso que es su tiempo y lo afortunados que somos de que esté con nosotros. Existen muchísimas poblaciones que buscan su apoyo, pero nos ha elegido porque hemos dado muestra, mediante un oficio con diez firmas, de nuestra gran capacidad de organización. Lo mejor que se puede hacer contra la inseguridad —nos dice como un sabio ateniense— es prevenirla. Y para prevenirla no hay mejor cosa que crear un comité de vecinos, hacer un grupo de Whatsapp e instalar una alarma vecinal y cámaras de vigilancia. El comité y el grupo ya los tenemos. La alarma, nos dice ceremonioso, nos la regala la asociación civil de la esposa del presidente municipal, y nos entrega una cajita con una suerte de altavoz manufacturado en la lejana China; solo hay que estampar nuestras firmas sobre la factura del aparato. En cuanto a las cámaras, lo único que puede ofrecernos es una cotización por la cantidad de poco más de 100 mil pesos y la promesa de que estarán vinculadas directamente al sistema de vigilancia de la Policía Municipal. Eso es lo último que llegamos a saber del ingeniero.

Ese mismo día se organiza una campaña de colecta de fondos para financiar las cámaras. Todo el mundo parece entusiasmado. Yo, que hasta ese momento francamente no tenía ninguna sensación real de miedo, no consigo conciliar el sueño durante varias noches ante la fantasía de un grupo de policías observando a discreción los alrededores de mi casa. Llegado el día para recaudar los fondos, acudo a la junta armado de valor para contravenir el deseo grupal y manifestarme contra la instalación de las cámaras. No es necesario. A la junta acudimos solo tres personas. Ninguna hemos dado la aportación. Afortunadamente, no se vuelve a tocar el tema.

IV. El segundo allanamiento

La alarma se activa por error de vez en cuando y el grupo de Whatsapp sirve para mandar bendiciones todas las mañanas, felicitar a los niños en su día, a las madres en su día, a las Lupitas en su día —todo el mundo tiene un día propicio para una felicitación—, amenazar con llamar a Tránsito si no se desbloquea alguna entrada, reportar sospechosos que terminan siendo los propios vecinos o sus invitados, hacer cadenas de oración contra el terrorismo, enviar videos de asaltos ocurridos en lugares remotos del mundo antecedidos de la frase: “¡Mantengámonos alertas!”, denunciar a un gato que deja su pelaje [sic] y sus patas sobre los cofres de los autos y otras cosas por el estilo. Sin embargo, un sábado al amanecer la alarma suena y los mensajes se precipitan:

—Se metieron unos hombres a asaltar la casa de Juanita.

—Llamen al 911.

—Qué activen la alarma.

—¿Dónde están?

—Adentro

—[emoticón de susto]

—Vecinos: no pongan caritas y actúen.

—¿Está sonando la alarma?

—Hay que salir todos.

—Yo ya estoy aquí.

—Bendecido día.

—¿Alguien ya marcó al 911?

—¿Quién es Juanita?

—¡Que alguien llame a la policía, por favor!

Después de media hora de ver al lenguaje desbarrancarse por los precipicios del chat, llegamos los últimos vecinos al lugar de los hechos —como se dice en la jerga relacionada con estos acontecimientos—. Prácticamente toda la colonia se ha dado cita frente a la casa de Juanita. Ahí descubrimos que ni hay unos hombres ni hay asalto. Se ha detenido más bien a un joven que fumaba marihuana dentro de una casa en obra negra. La turba está enardecida. El joven pide compasión. Promete no volver por estos rumbos. 

—¿Qué hacemos, Maestra? —inquiere Fuenteovejuna.

—¿A mí qué me preguntan? —responde nuestra líder.

Fuenteovejuna toma esa respuesta como una instrucción para gritar improperios. Afortunadamente, en ese momento llega una patrulla para llevarse al joven. La colonia grita hurras y aclama a la Maestra. Es el primer gran triunfo de los vecinos en pro de la seguridad.

IV. La gallina sin cabeza

Esa misma tarde circulan por el chat enlaces a publicaciones en grupos de Facebook en los que se invita al público a acudir al Ministerio Público para denunciar al joven. Las invitaciones vienen acompañadas de fotografías del momento triunfal de la detención. La Maestra no tarda en reaccionar:

—Oigan, ¿quién subió esas fotos? Salgo en primer plano. ¿Contra quién creen que van a ir las represalias? ¡Un poco de sentido común, por favor, vecinos!

Nadie responde.

Al día siguiente, la Maestra nos convoca a una junta urgente. Está furiosa. La han exhibido en redes. Tras los hechos heroicos la han señalado como líder. Una vecina la ha llamado numerosas veces por su nombre; solo le ha faltado dar su dirección y señas particulares. No sabemos si ese joven querrá revancha. Hemos sido unos imprudentes. Ella no es ninguna líder. Aquí no hay líderes. No desea continuar más en el Comité.

Hay miradas como de niños castigados. No en vano es directora de una primaria. Se sueltan excusas, disculpas, acusaciones. Nadie sabe bien qué decir. “Hemos actuado irracionalmente como masa”: pareciera que se quiere explicar, pero nadie atina a ponerlo en palabras. La junta se disuelve, en medio de una cruda moral colectiva y con ella, afortunadamente, parece que habrá de terminarse la organización vecinal.

V. Finale

Han pasado un par de semanas sin que nadie se atreva a escribir nada en el grupo de Whatsapp. Es la mismísima Maestra quien reactiva la comunicación. Unos perros han atacado a su chihuahueño esa mañana. Necesitamos reunirnos. La Maestra ha regresado de su autoexilio como una iluminada. Pronuncia un discurso sobre las ventajas de estar unidos, sobre las posibilidades que tenemos de hacer de la colonia un mejor lugar. Nos propone poner orden a los perros que andan sueltos, emprender jornadas de recolección de basura, organizar talleres para los niños, pintar banquetas, solicitar la instalación de señales de tránsito, limpiar los baldíos. Pero ante la falta de un enemigo común, el ánimo de los vecinos no parece el mismo. Apenas comienzan a manifestarse unas tibias afirmaciones cuando un vecino, de los fundadores de la colonia, pide la voz. Él, afirma categórico, no va a guardar a sus perros —es el dueño de los animales agresores, por supuesto—. No sabemos la situación que tiene dentro de casa y no quiere más problemas. Cada uno tiene problemas individuales y esos los debemos resolver cada quien. El grupo debe restringirse únicamente a temas de seguridad. Una vecina quiere contradecirlo, pero él solicita que se le deje terminar y comienza entonces a enumerar eso que llama problemas individuales: —Usted —dice a la vecina que estaba por interrumpirlo— le pega a sus hijos. Lloran mucho. Y no por eso vamos a llamarle al DIF. Don Manuel vende cerveza en la madrugada. Y no por eso vamos a llamarle a Fiscalización. El gato de la señora Marina deja su pelaje [sic] y sus patas en los cofres de los carros. Y no por eso vamos a Control Animal. Juanita estaciona su coche sobre la banqueta. Los de la esquina ponen música a todo volumen los domingos. Aquel hace un escándalo cada que llega borracho. Ese otro usa su casa de salón de fiestas. De la de al lado toda la noche entran y salen hombres. El hijo de la Maestra vende lo que vende, ya sabemos qué… Ese es, claro está, el fin del Comité y, podría decirse, del trato entre vecinos. Desde ese día, afortunadamente, nadie se ha vuelto a meter en la casa de nadie. EP

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