Cuando pensé que mi papá era Borges

Un ensayo sobre ser padre, la orfandad y la finitud: “Pienso que la búsqueda del padre es siempre un proyecto arqueológico o policiaco. Hay que caminar hacia atrás y desandar la vía”.

Texto de 10/08/20

Un ensayo sobre ser padre, la orfandad y la finitud: “Pienso que la búsqueda del padre es siempre un proyecto arqueológico o policiaco. Hay que caminar hacia atrás y desandar la vía”.

Tiempo de lectura: 7 minutos

Muy pronto nos dimos cuenta de que ya no nos caíamos bien. No hablamos a menudo; cuando llama por teléfono nunca contesto; cuando le respondo los mensajes los deja en visto y, si toca compartir la habitación, siempre aparece un extraño silencio; hay algo pendiente que decir, pero no nos atrevemos. Ya no es tan fácil hablar con papá.

Tenía una biblioteca desordenada y arrumbada por toda la casa; había libros ocultos y libros que, de tanto ser leídos, parecían basura. Había aparatos de construcción a la mitad, pedazos y trozos de cosas.

Cosas, la casa estaba llena de cosas. Era un museo desorbitado de artefactos inútiles, y papá estaba oculto detrás de todo eso.

Supe leyendas de él; muy pronto se convirtió en padre y muy tarde en huérfano. Mis tíos me contaban cómo a los ocho años asumió la figura paterna para sus hermanos cuando murió mi abuelo; supe que rescató a la compañía de danza de Ecuador; escuché las historias de los fantasmas que visitaban a ciertas personas privilegiadas de la familia, y papá fue uno de esos vivos privilegiados. Me enteré de la vez que, siendo yo un bebé, él me dislocó el hombro por error y luego lo reacomodó en dos certeros movimientos: “clac, clac”. Mi papá había sido un héroe; no se regía por las leyes naturales. Pero algo de él se perdió con la muerte de mi abuela; ya no volvió a ser así de brillante: el tiempo de las cosas increíbles a mí ya no me tocó. Yo tuve los retazos de las historias y me las creí todas.

Una vez escuché que si la felicidad existe, hay que ensayarla. Yo creo que hay que ensayarlo todo: el amor, la muerte, la vida, pero más que nada hay que ensayar la orfandad. Quizá más angustiante que la inminencia de la muerte, es la de la orfandad. Es insoportable porque, después de eso, hay que seguir viviendo. La vida se aguanta porque existe a quién culpar por ella, pero cuando uno conoce el territorio de la orfandad, entra en la dimensión del vacío. Ni la ilusión de Dios es tan dulce como la ilusión de ser hijo o hija.

El día en que murió mi abuela, papá trató de explicarme que todo lo vivo, muere; lloré. En esa época me contaba historias. No existía ritual alguno, simplemente me llamaba a donde él estuviera y comenzaba a hablar. Muchos de esos relatos eran sueños que había tenido en su infancia o fragmentos aislados y desordenados de películas que recordaba. 

Un día me contó la historia de un hombre que vivía solitario en una pequeña isla, quizá un náufrago. El hombre deseaba tener un hijo para compartir su soledad, así que empezó a soñarlo. El primer día soñó un corazón; luego una arteria, y así hizo con cada detalle y fragmento de lo que sería finalmente una persona total. Luego, cuando la persona soñada se había vuelto real y reclamaba un camino autónomo e independiente del padre, este le advirtió que no se acercara al fuego bajo ninguna circunstancia. El padre sabía que si el hijo se daba cuenta de que las llamas no lo quemaban como a todo lo vivo, descubriría que no era una persona real, sino una proyección del sueño. El padre deseaba proteger al hijo de una verdad fundamental y desgarradora: no somos nada. Finalmente, muchos años después, un incendio arrasó con el templo que habitaba el padre, y este, acorralado por las llamas, al contacto de la piel con el fuego notó que tampoco se quemaba: él también era un sueño.

Recuerdo los cuentos, pero no recuerdo la ocasión, no sé en dónde estábamos y cuál era la razón de los relatos. Papá hablaba dulce y bajo, como con cautela; como si la voz fuera capaz de romper las imágenes y hubiera que hablar suavemente; como si lo dicho fuera un secreto fragilísimo que hay que procurar con cariño.

Como los relatos se mezclaban entre sueños y recuerdos; como después de la muerte de mi abuela, papá asumió el rol de explicador de las cosas misteriosas; como las cosas indudables de la vida las conocí por él; como mi padre era un padre y yo un hijo, le creí todo.

Luego crecí y nos distanciamos, me mudé de ciudad, quizá escapando de él, y la conversación quedó en el aire.

Cuando supe que los cuentos que mi papá me contaba no eran de él, sino de Borges, algo me pasó en el interior. Pero ya no estaba desencantado, estaba aliviado. Quizá esa ilusión era la última resistencia que tenía; el último bastión de la credibilidad de mi padre; ahora estaba claro: papá se inventó a sí mismo. A papá hay que creerle poco y con mucha cautela.

En la biblioteca de mi padre había ocultos cuatro libros antiquísimos que él atesoraba más que nada. Era la prosa completa de Jorge Luis Borges. Me parece que hace mucho tiempo que nadie los hojeaba. Desde el momento en que advertí su existencia nunca los vi mudar de lugar. Papá ya no necesitaba leerlos, ya había absorbido lo suficiente para construir su engaño. Para mí, que nada me había importado lo suficiente, los libros no representaban ninguna tentación al inicio; eran una parte de la decoración enfermiza de esa casa, y así permanecieron durante mucho tiempo.

Recuerdo un chiste en el que un arqueólogo solitario descubre en medio del desierto los restos de otro arqueólogo que había muerto justo en la misma postura en la que este se hallaba al momento de la excavación. El explorador se encuentra a sí mismo. Cuando papá me lo contó no me dio risa, incluso ahora dudo que haya sido un chiste, pero hay algo en el relato que me llama todavía. Pienso en el arqueólogo y pienso en mi padre cuando sólo era mi padre. 

Recuerdo que enterrábamos huesos de pollo en el patio para descubrirlos después, vestidos con overoles y cascos de bicicleta, luego se los enseñábamos a mamá que disimulaba arcadas y nos sacaba de casa a empujones. Un día papá me llevó al museo a ver los restos del mamut, la sala estaba vacía y aprovechamos para acariciar los huesos. Papá acarició el omoplato y yo apenas alcancé el fémur. La idea era hacer algo que no estaba permitido; papá se atrevía a romper las reglas si era para divertirme. Ambos teníamos una fascinación por los esqueletos. Más interesante que la cosa en sí, era su despojo.

El chiste del arqueólogo no era un chiste, era una advertencia.

Paul Auster inicia un proceso arqueológico después de la muerte de su padre. A partir de los objetos que dejó atrás, Auster empieza a descubrir quién era en realidad esa persona. Dice que su padre se había vuelto invisible desde mucho tiempo antes de su muerte, y que este proceso de anulación era una especie de preparativo para la ausencia definitiva. La invención de la soledad se trata de la búsqueda de un hombre que había dejado de existir desde antes, o existía pero había decidido permanecer oculto.

Carver también busca a este individuo silencioso y agónico, pero el padre de Carver había pasado una vida tratando de escapar de esa anulación; era un hombre imposible y contradictorio que, en su intento por existir, encontró la muerte. Carver habla de su padre como un ser de andar equivocado; además, comparte el nombre del padre y en algún momento de su vida repite los vicios de este. El nombre es una maldición heredada.

Existen diversas metamorfosis o ficciones de uno mismo. El padre de Carver es un ser deseante y ese deseo cuadra a la perfección con los ideales de masculinidad en la época que vive: un hombre es y se dedica a la familia y el trabajo. Es un trabajador que se vuelve padre y luego huérfano, después abuelo y finalmente cadáver. El padre de Auster sufre una metamorfosis quizá más violenta: pasa de ser un hombre a ser sólo la sombra del mismo. Un desvanecimiento progresivo que borra toda huella posible que anuncie que en algún momento hubo un alguien. Quizá este ocultamiento es similar al secreto del hombre que sueña a su hijo.

¿Qué esconde el hombre que sueña en las ruinas circulares? La verdad primigenia, el dolor común: el sufrimiento de la orfandad; la dulce ilusión de ser a causa de una razón y con un sentido. Ante todo, hay que proteger a los hijos de esta verdad. Todo descubrimiento es un desencanto; la magia se va extinguiendo con el paso del tiempo. La escritura es el recordatorio de la muerte; un eterno intento por burlarse de ella y un fracasar perpetuo.

“¿Cómo se nombra al dolor profundo de ser sólo un hombre?, ¿cómo se explica a los hijos que el dolor es hereditario?, ¿cuánto pesa ser sólo uno, que hace falta inventarse otro; robar otro nombre?”

Hablar de papá es confesar el miedo que me provoca el apenas intuir la maldición heredada de la finitud. ¿Cómo se nombra al dolor profundo de ser sólo un hombre?, ¿cómo se explica a los hijos que el dolor es hereditario?, ¿cuánto pesa ser sólo uno, que hace falta inventarse otro; robar otro nombre?

O todos los padres son ausentes o toda paternidad, inventada.

Pienso que la búsqueda del padre es siempre un proyecto arqueológico o policiaco. Hay que caminar hacia atrás y desandar la vía. Los objetos y los relatos que quedan como eco y despojo de la presencia son la única pista a seguir. La aventura empieza en un lugar sin tiempo, cuando el enfrentamiento con el Dios es ya inofensivo, pero brutalmente revelador; el punto de partida es la tumba del padre. Es una búsqueda que llega demasiado tarde, pero siempre en el momento justo. Es un tiempo diferido entre la vida y la muerte.

Yo escribo este ensayo en una libreta que empecé por la última página y espero llegar a la primera luego de haber entendido algo.

Maldición heredada, arqueología policiaca.

El drama del padre es esto, un camino de descubrimiento fatal y entrañable. En la escritura hay que matar al padre para después ir a buscarlo y, en el proceso, encontrarse a sí mismo. Esta es la tragedia de Edipo, el vacío de orfandad, el dolor de ser sólo un hombre.

“Alguna vez logré lastimarlo en la nariz y sacarle un poco de sangre, y eso para mí fue la prueba de su mortalidad. Estaba enojado, me sentí traicionado, ¿por qué mi padre no era Borges?”

No quise ser querido por mi padre, quise ser reconocido como un igual. Cuando jugábamos a golpearnos mi objetivo era claro: tenía que darle una lección. Alguna vez logré lastimarlo en la nariz y sacarle un poco de sangre, y eso para mí fue la prueba de su mortalidad. Estaba enojado, me sentí traicionado, ¿por qué mi padre no era Borges?

Cuando noté que envejecíamos pensé en la muerte y en los libros de Borges. “Esos son los que yo quiero, esa es la herencia que merezco”, pensé, pero supe que papá había engendrado el mismo rencor hacia mí: los libros de Borges no me correspondían. Entonces lo engañé, llené mi mochila de viaje con revistas y películas sin importancia, visité la casa de mi familia y, cuando me sentí solo, cambié las revistas viejas por los libros de Borges. Los robé. Demasiado tarde noté que hacía falta el tercer tomo. Uno nunca logra conocer al padre. 

En esta búsqueda no existe más que un único y sencillo descubrimiento: papá es sólo una persona; papá no es un Dios y, si no lo es él, ¿quién sí? Sueño un sueño donde yo soy yo, pero más pequeño. Mamá me llama por teléfono justo antes de que me acueste a dormir y me dice que papá murió. Yo no sé qué hacer; hay cosas que no aprendí. EP

DOPSA, S.A. DE C.V