El cuadro robado: dos historias marchitas

Hilaria Murua nos ofrece una reseña sobre El cuadro robado, película que se exhibe en el marco de la vigésima edición del Tour de Cine Francés, el cual finalizará el 23 de octubre.

Texto de 03/10/24

Schiele, Egon

Hilaria Murua nos ofrece una reseña sobre El cuadro robado, película que se exhibe en el marco de la vigésima edición del Tour de Cine Francés, el cual finalizará el 23 de octubre.

Tiempo de lectura: 5 minutos

Pintado en 1914, Sonnenblumen, de Egon Shiele, es el rostro marchito de Europa ante el horror que anuncia la Primera Guerra Mundial. Es un cuadro que no se detiene en un simple homenaje a Van Gogh, sino que se inscribe en un género venerable: el de la naturaleza muerta. Aquí, los girasoles se desvanecen, presentando los ominosos augurios de los años que se avecinan. Este cuadro es un fotograma congelado. El miedo ha fijado la imagen de la guerra en los ojos de Schiele, quien murió en 1918 presa de la gripe española. La pintura, por su parte, le sobrevivió. Permaneció en posesión del coleccionista judío vienés y amigo de Schiele, Karl Grünwald, durante los años siguientes. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, el cuadro desapareció en Estrasburgo mientras Karl huía a Estados Unidos con otros 49 cuadros de su colección, que pretendía vender para pagar los visados necesarios y salvar así a su familia. El tiempo no se apiadaría de ellos: murieron en Aushwitz. Posteriormente, Karl formaría una nueva familia bajo la bandera estadounidense. El cuadro, como gran parte del patrimonio que pertenecía al pueblo judío, permaneció perdido por varias décadas. Para los conocedores del arte de la segunda mitad del siglo, quedarían únicamente reproducciones en blanco y negro de esta obra, clasificada por los nazis como «arte degenerado». Medio siglo más tarde, llega a Christie’s de París, una importante casa de subastas, una carta en la que se solicitaba la tasación de un cuadro que se hallaba en el salón de un joven obrero de la ciudad alsaciana de Mulhouse. Era precisamente Sonnenblumen.

“[…] los girasoles se desvanecen, presentando los ominosos augurios de los años que se avecinan.”

El cuadro arroja luz sobre el entrelazamiento casi accidental de unas vidas que, reunidas, pintan un mecanismo histórico, para muchos imprevisible, constituido por múltiples tropiezos —felices e infelices. Se trata de una máquina ideológica cuyo estigma continúa resurgiendo, salpicado por subastas periódicas de colecciones cuyo origen difícilmente puede ocultarse. En resumen, hablamos de legados llenos de historias sin contar, cuyo desarrollo suele estar en manos de casas de subastas con la capacidad para comerciar con enormes fortunas. Es un mundo misterioso para la mayoría de la gente, porque en estos casos, generalmente, el elitismo está en proporción directa con las dimensiones del bolsillo de los implicados.

La película El cuadro robado se basa en esta historia real, con toda su pesada carga: el expolio de una pieza clave de la historia del arte y un testigo del genocidio, su desaparición e inesperada reaparición y, por último, su adquisición por una importante casa de subastas vista tras bambalinas. Contiene todos los ingredientes de un thriller prometedor.

El esqueleto básico del guión se mantiene fiel a los hechos recogidos por el director Pascal Bonitzer durante su investigación sobre la reaparición del cuadro. Así pues, es en la red de todo lo que rodea a esta historia verídica —es decir, en lo que constituye la “carne” de la película— donde quedaremos atrapados.

La promesa, sin embargo, dista mucho de cumplirse. La película es una sucesión de decepciones. Está construida en torno al binarismo entre el bien y el mal, apoyándose en una firme crítica de la ceguera de la alta burguesía francesa ante las convenciones sociales y el pragmatismo americano disfrazado de valores nobles. En el fondo, se trata de una forma de pensar muy difundida que se repite hasta el cansancio mediante una simbolización francamente torpe. Por ejemplo, el apellido del protagonista de clase trabajadora, Keller, que significa ‘sótano’, o el nombre de la casa de subastas Scottie’s, que es un guiño a Vértigo, de Hitchcock, pero sobre todo a la raza de perros de caza ingleses denominada terrier, es decir, ‘túneles subterráneos’. A lo largo de la película asistimos a un equilibrio entre la arrogancia de los ricos de la capital y la humildad de la clase trabajadora de provincias, que, siempre y cuando se mantenga firmemente arraigada a los valores de su estrato social, mostrará una nobleza infalible.

En una historia construida sobre oposiciones, el espejo —un elemento iconográfico clásico en el cine— se utiliza aquí para sorpresa de nadie. Aparece desde el primer momento, cuando la colega del subastador decide ir a comprobar la autenticidad del cuadro, marcando el exilio de un mundo adulterado, lleno de imágenes artificiosas y vacuas, que impiden contemplar directamente la realidad. Las apariciones del espejo siguen in crescendo y acompañan, de esta manera, la evolución psicológica de los personajes que representan la casa de subastas.

Por supuesto, el único personaje que no adquiere profundidad ni desarrollo durante la película es el protagonista de clase obrera, demasiado puro y cabal como para tener que cambiar. La psicología general con la que se han construido los personajes sigue siendo plana y demerita la elección de un reparto cuya calidad, debe decirse, es impecable. Hay quizá un retrato que destaca. Es el de Bob Whalberg, el legítimo heredero americano del cuadro. La forma en que, sin comprometer sus convicciones, este personaje da un giro a la situación, queda disfrazada de un aura de nobleza solo comparable con la de Martin.

El cuadro perdido

Hay aún otro detalle que merece nuestra atención. Vivimos en una época en la que la exigencia de representar la diversidad y procurar nuevas miradas sobre los personajes femeninos es la regla. Pero, en el presente caso, me parece que no es de ninguna ayuda chapucear esta obligación. La historia de amor lésbico introducida con un beso y sin previo aviso justo en el último tercio de la película es escandalosamente inútil y las dos venganzas feministas concedidas a la joven aprendiz contra su patrón y su padre están planteadas desde un prisma tan burdo que habríamos de omitirlas. Solo revela, nuevamente, la torpeza del director para tratar estos temas. La calidad creativa también se aprecia en la capacidad de darle la vuelta a las obligaciones, si acaso una de ellas era introducir la diversidad en el guión por la fuerza. 

“En el cine, todo un equipo se encarga de trazar historias y desenredarlas de la indolencia del tiempo.”

En conclusión, hay mucho que diseccionar en esta película que, como buen producto cultural francés, nada le deja al azar. Es un excelente ejemplo para mostrar a los estudiantes de cine que un ejercicio realizado solo según las reglas suele dar como resultado una obra insípida. Esto es aún más irritante cuando no puede evitarse ese trasfondo moralista constitutivo de la obra y producto a menudo de un maniqueísmo inconfesado. La imbricación de las imágenes con los diálogos y la música es tan literal que no hay «magia» cinematográfica alguna. Por último, la pintura de Egon Schiele pasa totalmente inadvertida, pese a haber podido contribuir a reflexionar sobre un tema por lo demás fundamental en el cine: la noción de tiempo o, dicho de otro modo, la despiadada indiferencia del tiempo, que avanza sin vacilar jamás, sea cual sea el color del cielo. Tanto la cámara como los pigmentos del cuadro, objetos inertes de la memoria, son igualmente indiferentes ante las escenas que registran. En el cine, todo un equipo se encarga de trazar historias y desenredarlas de la indolencia del tiempo. Y en este caso, sí que había un equipo, pero nadie que garantizara esa magia: una de las potencialidades narrativas del cine. EP

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