La conspiración del silencio

Este texto de George Simic es una reseña de Sobre la historia natural de la destrucción, de W. G. Sebald. Escrito originalmente en Este País en 2003.

Texto de 13/04/22

Este texto de George Simic es una reseña de Sobre la historia natural de la destrucción, de W. G. Sebald. Escrito originalmente en Este País en 2003.

Tiempo de lectura: 16 minutos

On the natural history of destruction, W. G. Sebald, traducido del alemán por Anthea Bell, Random House, 202 pp.

Leí Los emigrados cuando se publicó en inglés en 1996 y recuerdo que sentí que en mucho tiempo no había llegado a mis manos algo tan cautivador. Es un libro difícil de clasificar. Narrado en primera persona por el autor, a ratos tiene el estilo de unas memorias y luego el de una novela o de una obra de no ficción sobre la vida de cuatro emigrantes. Vienen de Lituania y Alemania y terminan en Inglaterra y Estados Unidos. El libro, y ésta es otra de sus peculiaridades, incluye borrosas fotografías en blanco y negro, sin leyendas y con nexos no siempre claros con la gente y los lugares de los que se habla en sus páginas. En cuanto al autor, casi no se sabía nada de él salvo lo que se deducía de los detalles autobiográficos del libro, lo más importante: que era un alemán residente en Inglaterra. Los emigrados recibió grandes halagos y el calificativo de obra maestra de varios escritores y críticos eminentes. La crítica destacó el tono elegiaco del autor, sus conocimientos de historia, sus extraordinarias facultades de observación y la claridad de su escritura. Aunque subrayan su originalidad, los críticos mencionan a Kafka, Borges, Proust, Nabokov, Calvino, Primo Levi, Thomas Bernhard y algunos más como probables influencias de Sebald. Hubo algunas quejas por el incesante pesimismo de su relato de vidas frustradas y la monotonía ocasional de su prosa divagadora, pero incluso quienes mostraban reservas reconocían la fuerza de su obra.

El narrador de Los emigrados es un solitario, al igual que el resto de los personajes. Lo que interesa a Sebald son las incontables víctimas de las guerras, revoluciones y terror masivo del siglo pasado. Puede decirse que buscó un estilo narrativo que expresara el estado de ánimo de quienes fueron empujados a la deriva por fuerzas más allá de su entendimiento y control. A diferencia de los hombres y mujeres que nunca han conocido el exilio, cuya biografía está determinada en buena medida por la clase social y el medio ambiente, ser un refugiado equivale a tener un destino regido por el mero azar, lo que a la larga garantiza una vida tan absurda en la mayoría de los casos que supera la capacidad de comprensión de cualquiera. Sebald hizo las veces de un historiador oral y biógrafo no convencional de esta gente, reconstruyendo sus vidas a partir de los fragmentos que le contaban y de una investigación realizada por él mismo sobre sus orígenes. Si su libro es melancólico es porque la tarea a la que se da es casi imposible.

“Nunca duda en intercalar alguna anécdota interesante o información fidedigna a las que llega a través de algún proceso de asociación no siempre aparente. Esto lo hace sin advertencia, transición o un punto y aparte siquiera”.

Con el tiempo se tradujeron otras obras de Sebald, aunque no siempre en el orden en que las escribió. Los anillos de Saturno (1998), que vino después, es un relato de un viaje a pie por la costa este de Inglaterra con largas digresiones sobre Thomas Browne, Roger Casement, Joseph Conrad, la batalla de Waterloo, la rebelión de Taiping, La lección de anatomía de Rembrandt y por lo menos una docena más de temas. Otra singularidad de la prosa de Sebald, que deleita o exaspera a sus lectores, son sus digresiones. Nunca duda en intercalar alguna anécdota interesante o información fidedigna a las que llega a través de algún proceso de asociación no siempre aparente. Esto lo hace sin advertencia, transición o un punto y aparte siquiera. Obviamente, trata de que el lector reúna los diferentes hilos del libro, como lo haría con las imágenes y metáforas de un poema, y arme algo con ellos. El siguiente es un ejemplo de Los anillos de Saturno, en el que se narra un suceso ocurrido durante la expedición militar punitiva anglofrancesa en China y anticipa algunas de sus preocupaciones en el nuevo libro:

“Por su parte, en un estado de indecisión sobre la futura forma de proceder, parece que, a comienzos del mes de octubre, las tropas aliadas se encontraron casualmente con el jardín encantado de Yuan Ming Yuan, situado en las cercanías de Pekín y provisto de un sinnúmero de palacios, pabellones, galerías, fantásticos cenadores, templos y torres, en cuyas pendientes de montañas artificiales, entre declives y pequeños bosques, pastaban ciervos con cornamentas fabulosas y donde toda la incomprensible magnificencia de la naturaleza y de las maravillas que la mano del hombre había incorporado en ella se reflejaba en las aguas oscuras, que no movía ni el más leve soplo del aire. La terrible destrucción que, burlando la disciplina militar y en general todo raciocinio, se llevó a cabo en el legendario jardín durante los días siguientes es únicamente comprensible en parte como una consecuencia de la rabia por la decisión que se aplazaba una y otra vez. El verdadero motivo del saqueo de Yuan Ming Yuan radicaba, como ha de suponerse, en la provocación exorbitante que el mundo paradisiaco, creado a partir de la realidad terrena y que aniquilaba al momento toda idea de la incivilización de los chinos, representaba para aquellos guerreros que habían partido de sus casas, infinitamente lejos, no habituados más que al deber, a la privación y la mortificación de sus deseos. Los relatos de lo que había ocurrido durante aquellos días de octubre no son muy fiables, sin embargo, solamente el hecho de la subasta posterior de los bienes robados en el campamento británico revela que una gran parte de los adornos y de las joyas transportables que la corte, al emprender la huida, había dejado tras de sí, todo lo que estaba trabajado en jade y oro, y en plata y en seda, había caído en manos de los saqueadores. Cuentan que el incendio subsiguiente de las más de doscientas casas de recreo, residencias de caza y santuarios apostados en la extensa superficie del jardín y en las zonas contiguas al palacio fue ordenado por los comandantes en represalia por el mal trato dispensado a los emisarios británicos Loch y Parkes, sin embargo estaba pensado en primer lugar para disimular el anterior saqueo. Con una rapidez increíble, escribió el capitán de los pioneros, Charles George Gordon, los templos, los castillos y las ermitas, construidos en su mayoría de cedro, se consumieron en llamas uno tras otro y el fuego se expandió crujiendo y saltando por los verdes matorrales y por los bosques. A excepción de un par de puentes de piedra y de pagodas de mármol, pronto estaba todo destrozado. Aun durante mucho tiempo se elevaban columnas de humo en las inmediaciones y una nube de ceniza, tan grande que mantenía el sol oculto, fue transportada por el viento oeste hasta Pekín, donde después de algún tiempo se dejó caer sobre las cabezas y las viviendas de aquellos habitantes, los que se imaginaban que había caído un castigo del cielo.”

“El secreto del atractivo de Sebald es que se vio a sí mismo, en lo que ahora parece un estilo casi anticuado, como una voz de la conciencia, alguien que recuerda la injusticia, que habla por quienes ya no pueden hacerlo. No había nada programado. Escribió como si ninguna otra cosa mereciera la atención de una persona seria”.

El secreto del atractivo de Sebald es que se vio a sí mismo, en lo que ahora parece un estilo casi anticuado, como una voz de la conciencia, alguien que recuerda la injusticia, que habla por quienes ya no pueden hacerlo. No había nada programado. Escribió como si ninguna otra cosa mereciera la atención de una persona seria. Como cualquiera que se da tiempo para leer historia, tanto antigua como moderna, estaba consternado. Ninguna explicación del tipo “la guerra es el infierno”, “los seres humanos son iguales en todas partes”, etcétera, podía hacerlo olvidar por un momento las crueldades cometidas contra los inocentes. Estaba de acuerdo con la emperatriz viuda de China, quien dijo antes de morir que al fin comprendía que la historia no estaba hecha más que de infortunios, de modo que en todos nuestros días sobre la tierra no conocemos un solo momento realmente libre de temor. Lo extraño —y sin duda se debe a la maravillosa traducción de Michael Hulse, quien trabajó estrechamente con Sebald— es que el efecto de sus cuentos de horror es lírico.

Vértigo, su primer libro en prosa, escrito a los 46 años, apareció después. Se publicó en Alemania en 1990, pero no se tradujo al inglés sino hasta 1999. Es el relato de un viaje por Europa siguiendo los pasos de Stendhal, Casanova y Kafka que culmina en el poblado bávaro donde nació el autor. Austerlitz, que siguió en 2001 con una traducción de Anthea Bell, es su única novela verdadera. Es la historia de un chiquillo que llegó a Inglaterra en uno de los traslados de niños de Alemania efectuados en el verano de 1939 y de sus intentos posteriores por averiguar sobre la muerte de sus padres judíos y sus orígenes en Praga. Sebald dijo que tras el héroe se ocultaban dos o tres, tal vez tres y medio, personajes de la vida real. Una parte de la narrativa resulta artificiosa con descripciones realistas alternadas con segmentos que parecen salidos de la ficción del realismo mágico; sin embargo, el libro contiene alguna de su prosa de mayor calidad y emotividad.

“Para él, la verdad siempre está en otra parte, en algún lugar todavía ignoto entre un sinnúmero de detalles soslayados de alguna existencia individual”.

Recuerdo que en una entrevista dijo que hay preguntas que los historiadores no tienen permitido hacer, porque son metafísicas. Para él, la verdad siempre está en otra parte, en algún lugar todavía ignoto entre un sinnúmero de detalles soslayados de alguna existencia individual. “Pienso en lo poco que podemos guardar en la mente”, escribe después de una visita a una prisión belga usada por los nazis, “en que todo cae constantemente en el olvido con cada vida que se extingue, en que el mundo está vaciándose, como antes, en que la historia de incontables lugares y objetos carentes de la facultad de la memoria nunca se escucha, nunca se explica o transmite”.

Hay una escena pavorosa en Austerlitz en la que el héroe, caminando por las calles desiertas de Terezin, en Checoslovaquia, donde su madre había muerto en un campo de concentración, se topa con el escaparate de una tienda de antigüedades cerrada donde hay varios objetos que muy probablemente pertenecieron a los internos. Ahí estaban, esos ornamentos, utensilios y recuerdos que sobrevivieron a sus antiguos dueños junto con su propia imagen fantasmal apenas perceptible entre ellos. Lo único que quedó fue un abanico japonés, un pisapapeles esférico y un organillo miniatura que llevaba consigo la realidad de alguna vida desvanecida y la plena magnitud de lo que sucedió.

Después de su muerte en diciembre de 2001 en un accidente automovilístico, supimos más de la vida de Sebald. Nació en 1944 en un pequeño poblado de los Alpes bávaros en el seno de una familia de clase trabajadora. Estudió literatura alemana en Friburgo, Suiza, y Manchester y a la larga se estableció en Inglaterra de manera permanente, donde fue profesor de literatura europea durante treinta años en la Universidad de East Anglia en Norwich. Su primera obra literaria fue un libro de poemas en prosa, Nach der Natur [After nature], que se tradujo al inglés y publicó en 2002. Viajó mucho. Comentó a su última entrevistadora: “tal vez mi estación ideal sea un hotel en Suiza”.1 Parece que su reputación literaria ha sido mucho mayor en países de habla inglesa que en su natal Alemania. Aunque nació en 1944, la segunda guerra mundial tuvo una importante influencia en su obra. Como decía André Aciman, “Sebald nunca menciona el Holocausto. El lector, mientras tanto, no piensa en otra cosa”.2 Su libro póstumo, On the natural history of destruction, nuevamente consta de cuatro partes y esta vez tiene el estilo de una simple recopilación de obras de no ficción. El tema de la primera es la destrucción de ciudades alemanas por los bombardeos aliados. Las otras tres, no incluidas en la edición alemana original, tratan sobre el novelista alemán de la posguerra Alfred Andersch; el escritor austrobelga Jean Améry, sobreviviente de Auschwitz; y el pintor Peter Weiss. Los capítulos sobre la guerra aérea se basaron en una serie de conferencias que pronunció en Zurich en el otoño de 1997. Su tesis, que provocó una polémica de dimensiones considerables cuando las conferencias se publicaron en los periódicos alemanes, es que la destrucción de todas las ciudades alemanas grandes y muchas pequeñas por los ataques aéreos aliados nunca se analizó adecuadamente en los escritos posteriores a la guerra. Hubo una conspiración del silencio sobre esto como la hubo sobre muchas otras cosas que ocurrieron en los años del nazismo.

Esto no es precisamente un nuevo descubrimiento. Hans Magnus Enzensberger en rigor hizo la misma observación en un ensayo titulado “Europa en ruinas”, que escribió en 1990. A diferencia de Heinrich Böll, Primo Levi, Hans Werner Richter, Louis-Ferdinand Céline, Curzio Malaparte y varios periodistas extranjeros, prácticamente todos los escritores alemanes eludieron el tema. ¿Entonces por qué Sebald lo trae de nuevo a colación? Algunos lo acusaron de estar motivado por la necesidad de que se percibiera a los alemanes como víctimas y así restar importancia al sufrimiento de otros, creando un equivalente moral. Esto es completamente injusto. Sebald sabía que los alemanes provocaron la aniquilación de sus ciudades y que ellos habrían actuado de la misma manera o peor con otros si hubieran tenido la oportunidad. Parece que sus detractores piensan que hay una escala moral con la que se puede medir el sufrimiento de los inocentes entre los diferentes grupos étnicos, donde los que más compasión merecen están a la cabeza y los que menos al final, y les escandaliza que Sebald careciera de la fe que ellos tienen. Las cuestiones que plantea sobre la guerra contra los civiles no tienen una respuesta sencilla. Son indescriptibles:

“Hoy es difícil formarse una idea incluso parcialmente adecuada del alcance de la devastación sufrida por las ciudades de Alemania en los últimos años de la segunda guerra mundial y es todavía más difícil pensar en los horrores que trajo consigo esa devastación. Es verdad que los análisis sobre bombardeos estratégicos publicados por los aliados, junto con los registros de la Oficina Federal de Estadísticas de Alemania y otras fuentes oficiales, indican que tan sólo la Real Fuerza Aérea lanzó un millón de toneladas de bombas en territorio enemigo; es verdad que de los 131 pueblos y ciudades atacados, algunos una sola vez y otros en repetidas ocasiones, muchos fueron casi totalmente arrasados, que alrededor de 600 000 civiles alemanes fueron víctimas de ataques aéreos y que 3.5 millones de viviendas fueron destruidas, mientras que al final de la guerra 7.5 millones de personas se quedaron sin techo y había 31.1 metros cúbicos de escombros por cada habitante de Colonia y 42.8 metros cúbicos por cada habitante de Dresden, pero no alcanzamos a entender lo que todo esto significó.”

En vista del número de bajas civiles en los bombardeos de zonas urbanas del siglo pasado, hay razones para pensar que tal vez sea más seguro ser un soldado en el frente que una madre con sus hijos sentada en el sótano durante un ataque aéreo. El número de muertos en cada una de las ciudades alemanas es abrumador, pero es igualmente horrendo en cualquier otro lugar. Murieron 43 mil en el bombardeo de Londres, 100 mil en Tokio en 1945, más Hiroshima y Nagasaki, donde perecieron más de 200 mil; y la lista continúa. Más recientemente tenemos a Vietnam, donde se calcula que murieron 365 mil civiles, y, por último, Bagdad durante la guerra del Golfo, cuyas cifras se mantienen en secreto. En Japón, sin contar las bombas atómicas, tan sólo en 1945 perecieron más de 300 mil civiles. Desde luego, en el mejor de los casos, estas cifras redondeadas no son más que conjeturas con ciertas bases. La historia de los bombardeos juega con los números para ocultar el destino de los individuos. Las muertes de los inocentes son una vergüenza. Todas las teorías religiosas y seculares de la “guerra justa” desde San Agustín hasta la Carta de las Naciones Unidas advierten contra estas matanzas indiscriminadas. La Convención de Ginebra recomienda a las partes en conflicto, una y otra vez, que distingan entre población civil y combatientes, así como entre objetivos civiles y militares.

Dado que, en virtud de un acuerdo internacional, se supone que los civiles no deben ser objeto de un ataque, las cifras de lo que hoy llamamos eufemísticamente “daño colateral” tienden a variar mucho en retrospectiva dependiendo de la agenda política del escritor. Incluso cuando se dicen sin rodeos, suenan tan inconcebibles como una distancia astronómica. Una cifra como 100 mil horroriza en un nivel abstracto. Por otro lado, desde mi punto de vista, una cifra como 100 001 sería mucho más alarmante. Esa sola persona más restauraría la realidad de los otros miles de víctimas. Hojear un libro de viejas fotografías periodísticas o ver un documental de un ataque aéreo en curso es una experiencia aleccionadora. Una de las imágenes más comunes del siglo pasado es una hilera de edificios quemados y aún humeantes de los que sólo quedan los muros exteriores. Hay escombros en las calles. El cielo es negro salvo por los dragones de las llamas y las volutas de humo. Sabemos que hay gente sepultada bajo los escombros. Recuerdo la foto de una niña desnuda que corre hacia la cámara en una aldea bombardeada de algún lugar de Vietnam. Después de casi un siglo de este tipo de cosas, hace falta una insensibilidad pasmosa para no reconocer lo que ocasiona un bombardeo en una zona habitada y quiénes son sus verdaderas víctimas.

Yo mismo recuerdo la bomba incendiaria de mi infancia en Yugoslavia. Lleva cartuchos de explosivos que estallan en llamas. Los cartuchos se dispersan sin dificultad, como un juego de palitos chinos, y cada uno se enciende. Si el clima es seco y hay un poco de viento, estas bombas pueden iniciar una tormenta de fuego que llega a envolver una ciudad entera. El resplandor de estos incendios, informan los pilotos, es visible a cientos de kilómetros e incluso el olor de los edificios en llamas y los seres humanos encendidos como fósforos llega a los aviones que vuelan a gran altitud. Conocí a un muchacho que perdió ambos brazos tratando de desarmar una bomba de este tipo. En la segunda guerra mundial, también estaba el famoso coctel en el que se usaban distintas bombas incendiarias para prender fuego a los techos, bombas más grandes para penetrar hasta los sótanos y las más pesadas para volar ventanas y puertas y hacer enormes cráteres en las calles, de modo que los carros de bomberos no pudieran llegar a los incendios. Las espeluznantes descripciones del infierno de Dante y Jonathan Edwards palidecen junto a los relatos de soldados de la fuerza aérea de lo que es efectuar estos ataques y presenciar sus consecuencias.

“No importa lo que digan los libros de historia, un bombardeo es una forma de castigo colectivo que tiene como premisa la culpa colectiva. Los teóricos prominentes del potencial militar aéreo nunca lo han ocultado. En una guerra, sostienen, no puede haber distinciones entre los militares y los civiles”.

No sólo son aterradores el ruido de los aviones, los cielos teñidos de rojo y las explosiones ensordecedoras. Aún más temible es el poder de quienes se arrogan el derecho de decidir a quién arrasar y a quién perdonar. Es inevitable, se excusan. Si tienen razón, no estoy convencido de que la tengan, quizás eso sea lo más terrible de todo. No importa lo que digan los libros de historia, un bombardeo es una forma de castigo colectivo que tiene como premisa la culpa colectiva. Los teóricos prominentes del potencial militar aéreo nunca lo han ocultado. En una guerra, sostienen, no puede haber distinciones entre los militares y los civiles. Sobre todo cuando se trata de una nación como Alemania, cuyos líderes ordenaron que millones de personas fueran asesinadas y obligadas a trabajar hasta morir, y muchos de cuyos ciudadanos obedecieron estas órdenes, es difícil lamentarse. Las tormentas de fuego fueron vistas por todos como un castigo justo aunque no tuvieran mucha lógica militar y política, como ahora lo demuestran con bastante claridad las pruebas documentales. Entiendo perfectamente la emoción. Crecí odiando a los alemanes.

No obstante, y éste es el meollo del asunto, ¿es realmente justificable lanzar bombas sobre zonas residenciales densamente pobladas? ¿Se puede sostener el argumento de que las mujeres y los hijos del enemigo no son inocentes y seguir pretendiendo tener una postura ética? ¿De verdad tienen tan pocas consecuencias las muertes de no combatientes? La respuesta —a juzgar por la larga y cruel historia de bombardeos del siglo pasado— es sí. Se considera que matar inocentes es un mal necesario. Ante eso diría —y hablo por experiencia propia— que quienes son bombardeados sienten que se destruye por destruir. Puesto que las bombas difícilmente alcanzarán a los líderes que beben vino y cenan en sus refugios subterráneos bien protegidos, los inocentes siempre habrán de pagar por sus crímenes.

“¿Cómo debería empezar tal historia natural de la destrucción?”, pregunta Sebald. Quiere que reflexionemos sobre lo que significa destruir una ciudad entera con todos sus edificios, árboles, habitantes, mascotas, instalaciones y enseres. Los restos de seres humanos yacen por todas partes, las moscas revolotean sobre ellos, el piso y las escaleras de los sótanos están llenos de gusanos escurridizos del tamaño de un dedo, las ratas y las moscas reinan en la ciudad. Los escasos relatos de testigos presenciales son espeluznantes. En medio de los escombros, por puro pánico, la población trata de seguir adelante como si nada hubiera pasado. Hay una mujer, por ejemplo, que lava una ventana de un edificio que se yergue en un desierto de ruinas. No es de sorprender que a los sobrevivientes les costara trabajo hablar de eso. Los padres de Sebald no lo hicieron. Creció, cuenta, con la sensación de que algo le ocultaban en su casa, en la escuela y también los escritores alemanes que leía con la esperanza de hallar más información sobre estos hechos.

El silencio sobre lo que ocurrió a sus ciudades no sólo era una reacción alemana. Veinte años después de que la bomba cayó en Hiroshima, la mayoría de los sobrevivientes no hablaban de lo que sucedió aquel día. Mi madre, que estuvo conmigo en el sótano durante muchos ataques aéreos en Belgrado, tampoco hablaba de eso. En sus libros, Sebald siempre estuvo interesado en la manera en que la memoria individual, colectiva y cultural aborda las experiencias que están en los límites de lo que el lenguaje puede expresar. Los bombardeos forman parte de esto, pero hay otras cosas, incluso más terribles, que los seres humanos han tenido que enfrentar. En el que en mi opinión es el mejor ensayo de On the natural history of destruction, cita la descripción de Jean Améry de su tortura a manos de la Gestapo:

“En el búnker, del techo abovedado colgaba una cadena que se enrollaba en la parte superior. En el extremo inferior tenía un pesado gancho de hierro, muy curvado. Me condujeron hacia el instrumento. El gancho sujetó las esposas que mantenían mis manos juntas atrás de la espalda. Después me levantaron con la cadena hasta que quedé colgado más o menos a un metro del piso. En esta posición o, mejor dicho, colgado de esta manera, con las manos a la espalda, por unos momentos puedes mantenerte en medio ángulo oblicuo gracias a la fuerza muscular. En esos minutos, cuando ya estás agotando todas tus fuerzas, cuando el sudor ya te brotó en la frente y sobre los labios, y respiras jadeando, no contestas ninguna pregunta. ¿Cómplices? ¿Direcciones? ¿Lugares de reunión? Apenas lo oyes. Toda tu vida está concentrada en una zona única, limitada del cuerpo, las articulaciones de los hombros, y no reacciona; pues se agota por completo en el gasto de energía. Pero esto no puede durar mucho tiempo, ni siquiera para la gente con una constitución física fuerte. En mi caso, tuve que darme por vencido bastante rápido. Y ahora había un resquebrajamiento y un astillamiento en mis hombros que mi cuerpo no ha olvidado hasta el día de hoy. Los huesos se desencajaron de las cavidades. Caí en un vacío y colgaba de mis brazos dislocados que habían sido rotos hacia arriba y hacia atrás y que ahora estaban torcidos sobre mi cabeza. Tortura, del latín torquere, torcer. ¡Qué instrucción tan visual en la etimología!”

Sebald admira la imparcialidad y el comedimiento de los luchadores de la resistencia belga, que prohíbe la compasión y la autocompasión. Sólo hasta al final de su relato, en esa sola frase irónica que cierra un “pasaje curiosamente objetivo”, como dice Sebald, queda claro que su compostura había llegado al punto de quiebre. Si alguien quisiera expresar verdaderamente lo que fue, prosigue Améry, se vería obligado a infligir dolor y, por tanto, él mismo se convertiría en un torturador. La absoluta indefensión de los seres humanos en tales circunstancias, la conmiseración profunda y la solidaridad con las víctimas de la injusticia son los temas recurrentes para estos dos hombres. Sebald cita una anotación del diario de un tal Friedrich Reck que habla de un grupo de refugiados por los bombardeos que tratan de abordar por la fuerza un tren en la estación de la Alta Baviera. En eso están, cuando una maleta de cartón “cae en el andén, se abre de golpe y desperdiga su contenido. Juguetes, un estuche de manicura, ropa íntima chamuscada. Y al final de todo el cuerpo achicharrado de un niño, encogido como una momia, que su madre semidesquiciada llevaba consigo…”.

“¿Acaso se justifica moralmente combatir el mal con el mal? Esto sigue siendo una preocupación a pesar de lo que la mayoría de nuestros apasionados belicistas y estrategas nos dicen casi a diario sobre las llamadas bombas inteligentes y miniarmas nucleares que perdonarían a los inocentes y sólo alcanzarían a los culpables”.

Es demasiado, nos decimos cuando leemos un pasaje así. Lo que preocupa a Sebald y debería preocupar a cualquier ser humano pensante, es nuestra capacidad recién descubierta para la destrucción total. ¿Acaso se justifica moralmente combatir el mal con el mal? Esto sigue siendo una preocupación a pesar de lo que la mayoría de nuestros apasionados belicistas y estrategas nos dicen casi a diario sobre las llamadas bombas inteligentes y miniarmas nucleares que perdonarían a los inocentes y sólo alcanzarían a los culpables. Por ejemplo, los actuales planes de guerra del Pentágono contra Irak, de acuerdo con la CBS, prevén el lanzamiento de 300 a 400 misiles de crucero el primer día, que son más de los que se lanzaron en los cuarenta días de la guerra del Golfo, con el mismo número para continuar el segundo día y es de suponer que al día siguiente también.

El plan de batalla se basa en un concepto que se originó en la Universidad de la Defensa Nacional. Se llama “conmoción e intimidación” (shock and awe) y se centra en la destrucción sicológica de la voluntad de lucha del enemigo, más que en la destrucción física de sus fuerzas militares. “Queremos que se rindan. No queremos que combatan”, dice Harlan Ullman, uno de los autores de este concepto, que depende de grandes cantidades de armas de precisión. “De manera que se obtiene este efecto simultáneo, hasta cierto punto parecido al de las armas nucleares de Hiroshima, no en días o semanas, sino en minutos”, afirma Ullman. En la primera guerra del Golfo, 10% de las armas era de precisión. En esta guerra, habrá 80% de armas de este tipo.

Tengo mis dudas y me imagino que Sebald también las tendría. Con tanto intelecto, capital y mano de obra destinados a planear una destrucción, cabe esperar que en el futuro se encuentren excusas para alguna matanza involuntaria. Los sobrevivientes enfrentarán una vez más el mismo problema: cómo pronunciar lo impronunciable y darle sentido al sinsentido. EP

  1. Maya Jaggi, “The last word”, The Guardian, 21 de diciembre de 2001. []
  2. “Out of Novemberland”, The New York Review, 3 de diciembre de 1998. []

DOPSA, S.A. DE C.V