Conjuros musicales: la orquesta, el último bastión del arte musical

Adrián Díaz Hilton escribe sobre el papel cultural de la orquesta sinfónica ante el avance de la digitalización y automatización de la producción artística.

Texto de 14/06/24

orquesta

Adrián Díaz Hilton escribe sobre el papel cultural de la orquesta sinfónica ante el avance de la digitalización y automatización de la producción artística.

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La cultura artística, lenta y gradualmente se ha marchitado hasta llegar a un punto en el que casi está en peligro de extinción. Las artes plásticas decayeron mucho desde la crítica a favor de los objets-trouvés (“objeto-encontrado” o ready-made) de Marcel Duchamp, como su famosa Fuente —o malamente llamada “el urinario”—; la alta cocina, desde la proliferación de la cocina prefabricada; la danza, desde el surgimiento del espectáculo; la arquitectura, desde la devaluación y trivialización de los ornamentos en L’Art déco; el teatro, desde la invasión de la televisión a los hogares de las familias; la literatura acaba de encontrar su veneno en la programación de generadores de texto tontamente llamados “inteligentes”; la música… bueno, ¿por dónde podemos empezar?

“La cultura artística, lenta y gradualmente se ha marchitado hasta llegar a un punto en el que casi está en peligro de extinción.”

La ejecución musical ha decaído mucho porque la técnica y el ejercicio han sido reemplazados por la tecnología. Hoy en día ya no es necesario estudiar música para grabar un disco; solo se necesita menos de un centenar de miles de pesos para comprar micrófonos, una interfaz de sonido y una computadora capaz de corregir afinación y reproducir sonidos artificiales. Con estos recursos hasta un ladrido de perro rabioso puede ser afinado; era de esperarse que la tecnología reemplazara lo humano en algún punto y que lo artificial termine por dominar el espectáculo por encima del arte obsoletamente fundamentado en el espíritu del homo sapiens. Se puede ver una ironía dentro del trabajo del productor musical, el cual era inicialmente captar el sonido de una buena pieza musical para poder difundirla; luego se transformó en facilitar la fabricación de un producto para vender; y acabará muy pronto por ser reemplazado por un programa que ya tiene toda la obra predeterminada. La tecnología, en este caso, comenzó por ayudar al ejecutante y al creador en su camino, pasó a ser su silla de ruedas y terminará siendo su tumba.

Con lo anterior me refiero al arte de tañer una guitarra, recitar un poema a través de la voz cantada o cualquier ejecución física de la música. Pero hay otra decadencia más difícil de mostrar: la de la composición. Hay esencialmente dos maneras de tratar el entrelazamiento de voces —o melodías— a través del tiempo: una, llamada tonal, conduce las notas simultáneas fundamentándose en axiomas lógicos para mantener independencia de movimiento en cada voz; la otra, llamada pandiatonal —de ‘pan’, ‘todo’, y ‘diatonal’, tomando como esquema la escala diatónica (la que conocemos como mayor)— por Nikolai Slonimski en sus libros de teoría sobre el Jazz, se fundamenta en algunas reglas preestablecidas, pero con libertad de movimiento y sin importar el proceso lógico. La música tonal proliferó desde el Renacimiento hasta nuestros días, mientras que la pandiatonal comenzó a tomar auge a finales del siglo XIX como una contracorriente del arte tonal y dio lugar a las vanguardias del XX.

Un sistema lingüístico-musical por sí mismo no puede destruir a otro; más bien, la carencia de rigidez lógica le dio a los compositores la ilusión de ser más fácil de usar. Fue un engaño cruel. Podemos comparar O salutaris hostia de Eriks Esenvalds, compositor letón cuya obra toma el sistema pandiatonal como lenguaje compositivo, con cualquier canción popular, las cuales comparten el mismo estilo. Si esta obra no suena a pop ochentero, a narcocorrido o a reguetón, no significa que sea un lenguaje distinto, sino que el discurso musical fue tejido con las manos de un maestro, a diferencia de las otras. Sin embargo, en su esencia de esquemas o, si se prefiere, escalas, y en su carencia de axiomas lógicos relacionados a la música tonal, son exactamente lo mismo. Por supuesto, es fácil notar que con los mismos elementos es posible hacer arte o entretenimiento.

La decadencia del arte musical, por consecuencia, afecta directamente el funcionamiento de la orquesta sinfónica. La primera responsabilidad del director musical, del director artístico y de los músicos, es indudablemente ensalzar la buena reputación de su orquesta por medio de la programación de los conciertos. Deben, en su buen juicio, escoger obras que propicien la contemplación de la música y provoquen una experiencia estética en el hermeneuta auditivo —o sea, mediante obras artísticas, no artesanales o de entretenimiento. De la misma manera, músicos y directores, afiliados a estas agrupaciones, someten a sus aspirantes —esperanzados en interpretar con ellos las obras más complejas, expresivamente hablando, de la historia— a una audición severa, hecho que garantiza una ejecución perfecta de piezas imposibles siquiera de leer para un aficionado. Cada día es más raro encontrar a músicos capaces de lograrlo, a pesar de que, tristemente, la población mundial ha aumentado exponencialmente en los últimos años y, con esta, el consumo de la música.

Así como la facilidad de arreglar una canción con métodos artificiales ha atentado contra la calidad de la música en las últimas ocho décadas, la salida rápida y aparentemente sin tropiezos de ganar dinero con ella ha convencido a los creadores de evitar el arduo trabajo de estudiar música y el largo camino de hacerse de una cultura amplia, cerrando de esta manera el círculo vicioso y dejando caer al arte musical en la vorágine de perdición que la aflige. Aun en esas condiciones, la orquesta mantiene su exigencia y su propósito primario de defender el ámbito del arte a todo coste. No cabe duda de que lo menos importante es si cada vez hay menos público dispuesto a esforzarse por interpretar el mensaje emocional, racional y ético de la música artística: siempre habrá personas gustosas de escuchar música hecha por humanos, directamente del sonido de su mano ejercida sobre un instrumento construido por un laudero, sin micrófonos o artificios de por medio, por el simple hecho de disfrutar el sonido puro proveniente del alma de un congénere cuyo esfuerzo de muchos años ha dado forma a la obra en ese preciso momento.

“[…] la orquesta mantiene su exigencia y su propósito primario de defender el ámbito del arte a todo coste.”

La dificultad de escoger un músico de ese calibre yace no solo en su capacidad o habilidad para tocar el instrumento, sino en su calidad expresiva. Los celos y la nostalgia no son los únicos sentimientos del ser humano, así sean los más evocados en la música popular: el oboísta debe de poder expresar la satisfacción de la vida y calma ante la muerte de la cantata Ich habe genug de Bach; el cornista, de cantar la esperanza de que un hijo haya alcanzado el cielo después de fallecer durante la noche en los Kindertotenlieder de Mahler; el pianista, de representar metafóricamente el enamoramiento a través del amanecer en Morgen de Strauss; el clarinetista, de producir añoranza por un México ya perdido en el escucha del Danzón no. 2 de Arturo Márquez. No hay manera de que un músico sea valorado tanto como lo es después de ganar una audición para una orquesta reconocida.

Aun así, no creo que haya una crisis en el arte de este país tan rico en otras culturas; probablemente siempre ha sido lo menos importante para un pueblo cuyos intereses recaen en las formas más simples de la música y las más apantallantes del espectáculo. Es mucho más fácil dejarse llevar por la ilusión del consumo de un producto etéreo que empeñarse en interpretar los símbolos que significa cada instrumento en una obra orquestal o cada figura y motivo en su melodía. Pero es la orquesta quien en contra de la adversa pérdida cultural que vivimos promueve el arte musical y no deja caer el espíritu estético del ser humano en las garras de la muerte. EP

DOPSA, S.A. DE C.V