Adrián Díaz Hilton reflexiona sobre cómo la música puede volverse un condimento de la degustación culinaria, y viceversa.
Conjuros musicales: ¡Un minué para el postre!
Adrián Díaz Hilton reflexiona sobre cómo la música puede volverse un condimento de la degustación culinaria, y viceversa.
Texto de Adrián Díaz Hilton 25/04/24
A principios del siglo XIX, Jean Anthelme Brillat-Savarin ya era un exitoso juez de amparos en París. Uno de sus pasatiempos era tocar el violín, pero lo que más se suele recordar de él es su libro Physiologie du goût o Fisiología del gusto, publicado en 1825, el cual parece ser el primer gran tratado de gastronomía en la historia. Este no es un libro sobre cómo cocinar dirigido al jefe de cocina, sino sobre cómo degustar un platillo, dirigido a los gourmands (golosos) para enseñarles cómo disfrutar de cada bocado. Desde su perspectiva, en una fiesta, la degustación es la parte central de dicho evento, por lo que no puede servirle al hermeneuta de alta cocina como un bufet para atascarse; más bien trata de explicar cómo interpretar los platillos con moderación y con un objetivo artístico, como una experiencia estética. Allí mismo habla sobre música y sobre cuán importante es escuchar música buena para la digestión durante el festín; él sabía perfectamente que la obra culinaria es una experiencia que debe apelar a todos los sentidos.
Por supuesto, en el siglo XIX todavía no había tanta variedad musical para amenizar el bacanal en todas las regiones del mundo preglobalizado, a pesar de que ya había más de dos milenios de desarrollo musical en ese ámbito. Arístides Quintiliano, un teórico de música griego que vivió en algún punto entre el siglo I y el IV, ya hablaba sobre cómo la música afecta las emociones y cómo los modos (escalas usadas dependiendo del tipo y carácter de la obra) podían relajar o excitar el espíritu de acuerdo con su construcción interválica. Según la Dra. Jana Kubatzki, la música se usaba en todas las etapas del los rituales: en la procesión, antes del sacrificio, durante el festín y en los juegos. Durante el symposion o guateque, había cantos acompañados con aulos (una especie de oboe doble) y lira, interpretados por esclavos, músicos del pueblo y hetáiroi (aprendices).1 A juzgar por los instrumentos y el carácter popular, podemos asumir que era música alegre y festiva que cumplía con una función similar a la del mariachi mexicano actual: levantar el ánimo.
Louis XIV tenía fama no solo de montar las fiestas reales más cultas de la historia de Francia, sino de hacer una obra de arte de la fiesta por sí misma; esto es, había danza, teatro, literatura; conseguía a los cuisiniers más creativos de la región y a los músicos más sobresalientes, como a Marc-Antoine Charpentier, a quien encomendaba componer música de cámara para amenizar la delicada cocina con un manjar auditivo. La música para la degustación de cada probada tan detallada en sabor, como se usaba en el barroco francés, debió haber sido sencilla, inspiradora y tejida de tal manera que calmara y limpiara los afectos, para así prepararlos para la experiencia culinaria. Tal vez como la Sonata a 8 (H.548), que permite la plática entre los comensales y propicia que el hermeneuta contemple cada platillo, cada bocado.
Dice Fernando Clavijo en un artículo de su columna Taberna: “La música es como la comida en una cosa: entre más se practica más se disfruta”. Yo diría que ambas se disfrutan más entre más se practican juntas. Los sonidos de la comida también son música para nuestros oídos; tal vez no el ruido de la licuadora, sino el burbujear de un buen caldo, el golpeteo de los hielos en la limonada, el chisporroteo de la carne en el asador, el crujir del pan recién hecho; todas esas melodías alivian el alma tanto como una sinfonía. Al oído podemos agregar los sentidos en los que se enfoca la comida: el olfato, el gusto, la vista y el tacto. La música, aunada a los sonidos de la comida, le da a la mente un pensamiento al mismo tiempo racional y emocional, con lo que el deleite de la experiencia culinaria se enaltece. En otras palabras, cuando complementamos musicalmente al oído durante la comida, la degustación apela con fuerza a todos los sentidos, por lo que vale la pena tanto escuchar música cuando comemos, como comer mientras degustamos de un buen concierto.
Tal vez la música nostálgica no sea muy adecuada para la digestión, pero el símbolo que ofrece Billy Boyd al cantar tristemente un poema sobre el hogar frente al guardián del trono de Gondor en The Lord of the Rings: The Return of the King le da una carga de significado a la toma, al punto que el espectador se pierde en sus propias añoranzas. Abre la obra cantando: “El hogar quedó atrás; el mundo, adelante”, y termina con: “Todo se desvanecerá”, mientras el guardián hace ruidos de masticación y deglución, y se ve cómo su ánimo se degrada hacia la melancolía; seguramente le provocó una indigestión al pobre Denethor, hijo de Ecthelion. Tan importante es la música para la fiesta y la digestión que el anfitrión escoge con cuidado tanto la temática de la selección como sus intérpretes. En la misma película, Merry y Pippin cantan canciones para beber (drinking songs) en la taberna de Rohan, tradición que Tolkien tomó de los pueblos celtas y anglosajones. La música alegre incita al bebedor ocasional a consumir y aguantar el alcohol con euforia; tal vez sin dicha música, el bodorrio no sabría igual. Todavía no sé por qué en México se escoge música con temas de celos y desamor para la parranda; sería interesante hacer una investigación sobre eso desde la psiquiatría, la etnomusicología y la antropología.
Volviendo a las historicidades musicales, en el barroco tardío hubo un músico que intentó crear la música perfecta para la digestión: Georg Philipp Telemann compuso, en tiempos de Karl VI, bajo encargo de personajes de la realeza, la aristocracia, la burguesía y del arte, cerca de cuatro horas efectivas de música bajo el título de Tafelmusik (música de mesa). Estas obras fueron compuestas específicamente para acompañar el tiempo de la degustación. Tafelmusik consta de sonatas, suites, ensambles pequeños y grandes, y conciertos. Con ese estilo compositivo no solo se pretende entretener a los invitados, sino mover los afectos del Nashkatze (tragón) y ayudarle neurobiológicamente a procesar las viandas.
Mi amiga, Abril Undiano, una buena repostera, confiesa que cuando hace galletas navideñas escucha a Michael Bublé. ¡Con buena razón le quedan así de ricas! La música no solo inspira al goloso a apaciguar su degustación —¡no nos olvidemos del cocinero!—, sino también golpea los afectos de la mano artística de quien esculpe la obra. Podemos imaginar el cliché de mal gritar canciones napolitanas mientras hacemos espagueti a la boloñesa; pero si se piensa bien en el proceso neurológico y fisiológico de esforzarse por conducir una melodía hasta su clímax en analogía con la concentración del calor que inflige la parrilla en un trozo de carne, podemos visualizar la cantidad de energía que se gasta y se transmite en la ejecución de la obra de arte. Por eso mismo, es esencial que el cocinero, quien trabajará su obra con fuerza y ritmo premeditados, también se deje llevar por la música que lo inspire a expresar un mensaje rico al paladar.
Así como la cocina tiene su chef, la orquesta tiene su director; siempre hay un intérprete “a la cabeza”, pero el esquema más importante en el arte de cocinar no es la jerarquía, sino la disposición retórica. No comienza un gourmand por el postre; siempre hay un orden por medio del cual se asegura la perfecta degustación y la buena digestión: el aperitivo funge como exordio, aquí se prepara el estómago para recibir algo ligero como la sopa o la ensalada; la narración consiste en dicho plato, seguido del “plato fuerte”, cuyo contenido suele ser mayormente proteínico y, aunque se digiere con mayor dificultad, ya ha sido preparado el tracto digestivo para esto con el aperitivo y el primer plato; y este podría ser el clímax de la experiencia, a menos que se deje para el epílogo, donde el postre sirve para aligerar el estímulo de sabor y disolver gradualmente la tensión de la obra hasta su perdición, o para terminar en destrucción total de las papilas gustativas a lo romanticismo ruso (con todo y cañones). La música, creciendo y decreciendo tensivamente en acuerdo con los sabores, puede realzar la experiencia culinaria al máximo, siendo que la disposición retórica y la proporción del punto climático suelen ser la mismas en ambas artes.
Personalmente, el preludio de Parsifal me inspira a cocinar algo que requiere de paciencia y desarrollo largo, mientras que alguna obra barroca y alegre, como el Concierto de Brandemburgo No. 3 de Bach, a hacer pasta o ensalada; cuando hago frijoles puercos prefiero ritmos latinoamericanos o Djent, como “The Shadow Hunter” de Angra o “Deadnest” de Monuments, para que me queden picosos y agresivos —aun así, siempre acaban siendo cuchareados directo de la olla con totopos o pan hasta ser devorados en su totalidad; si quiero cocinar un caldo de pollo con cariño intento con “Morgen” de Richard Strauss, “En mi alma” (Op. 14, No. 10) o “El sueño” (Op. 38, No. 5) de Rajmáninof, o “El ángel” (Op. 1 bis) de Nikolai Medtner; si hago cena para amigos, Scenes de Marty Friedman o alguna lista de rock ochentero con Toto, Journey, Europe, White Lion, Boston y algunos más. Esto no asegura que cocine rico ni garantiza que no vaya a quemar el arroz, pero logra influir en mi mano y el resultado suele ser un platillo degustable. La música, a mí como a cualquier otro humano espiritual, me inspira a cocinar y comer con pasión. EP
- https://brewminate.com/the-function-of-music-in-ancient-greek-cults/ [↩]