Adrián Díaz Hilton reflexiona sobre el conjuro, la entrega, lo sutil y lo sublime de la música.
Conjuros musicales: Conjurar con Euterpe
Adrián Díaz Hilton reflexiona sobre el conjuro, la entrega, lo sutil y lo sublime de la música.
Texto de Adrián Díaz Hilton 22/09/23
Conjuro, del latín coniuro, compuesto por con-, “en conjunto”, y iuro, “tomar juramento”, significa comprometerse voluntariamente a una acción entre dos o más entes. No podríamos decir “personas” si el conjuro se hace entre una persona y un demonio o un dios, o que la acción sea moralmente válida para cualquiera, pero podemos estar seguros de que se hace entre un mínimo de dos. Un conjuro es exactamente lo que se necesita para entrar a la escuela de música, sea una carrera universitaria o una clase privada de instrumento, o simplemente para disfrutar de un concierto como espectador.
Quienes estudiamos música hemos sido melómanos antes de poder ser músicos y, así como no hay tal cosa como un estudiante de música que empiece desde cero, en las lenguas no hay quien antes no haya escuchado o aprendido un par de palabras en algún lugar. Como animales pensantes y creativos, además de hacer música sin darnos cuenta, escuchamos música todos los días y a toda hora; para todos nosotros casi no descansa el oído ni la mente musical. Eso significa que conocemos mucha música antes de animarnos a tocarla por primera vez.
El vocablo música se formó de la palabra musa, diosas de la inspiración, hijas de Zeus y Mnemósine, la memoria. Euterpe, “la bien contenta”, es quien vierte en nuestras manos el deseo de tañer, frotar, tocar, cantar, de hacer música. Con ella es con quien el aprendiz debe conjurar y ofrecer su tiempo y memoria en sacrificio para poder ser inspirado a crear una melodía bella o sublime que trascienda al olvido entre tantas obras nimias. El juramento a ella debe de ser, no un contrato, no un compromiso, no una falsa promesa, sino una entrega irrevocable al arte musical.
Todos tenemos una o un par de canciones que nos erizan la piel, pero esto no sucede mágicamente ni se origina en la obra en sí; es más bien una reacción neurobiológica a la construcción de un clímax desde abajo y lentamente gradado. La culpable de todo esto es la mente, apantallada por los ornamentos y el virtuosismo. Su perdición no es la maravilla, sino la dicha de entregarse incondicionalmente a la inspiración. La entrega: verdadera provocadora de piel de gallina.
Por supuesto, no todas las obras tienen una estructura que ayude al escucha a alcanzar esa emoción. Para eso, el compositor debe de ser muy cuidadoso en la retórica de la obra. Si llama demasiado la atención al detalle se pierde del clímax de la de la obra como unidad. Allí reside la diferencia entre lo sutil y lo sublime: la ornamentación ligera llama al escucha a concentrarse en lo pequeño, haciéndolo sentirse grande, mientras que la prolongación de los desarrollos melódicos y las estructuras gigantes lo hacen sentirse pequeño.
Podemos encontrar una melodía sutil en la “Badinerie” de la Suite no. 2, bwv 1067, de Johann Sebastian Bach. La fuerza y el virtuosismo no hacen de esa breve pieza algo grande, de hecho, sucede lo contrario gracias a la cantidad de ornamentos y lo que el ejecutante debe hacer técnicamente para lograr la expresión de lo bello. Por eso el flautista no debe tocar con mucha fuerza, sino todo lo contrario: ligero es ágil, ágil es sutil. Lo que más se disfruta de la obra es el detalle ornamental, esa es la característica más notoria de la música de los siglos XV, XVI y de la primera mitad del XVIII.
En el otro extremo está la música del siglo XIX, influenciada por la definición de lo sublime de Edmund Burke e Immanuel Kant: se trata de un sentimiento estético situado entre lo bello y lo terrible; algo tan inmenso que nos hace sentir minúsculos como un botecito en medio del mar. Con la pura introducción del Te Deum de Hector Berlioz tenemos para sentirnos así: entra la orquesta con un acorde y le contesta el órgano, luego entra el coro con toda la fuerza. La cantidad de músicos en esa obra bien podría rebasar los trescientos. Para equiparar ese sentimiento habría que agregar al bote en el mar el surgimiento del Leviatán con un amanecer increíble en el fondo.
Tanto al Barroco como al Romanticismo les debemos la dicha de haber producido obras ante las cuales nos podemos entregar ciegamente y perdernos en la pequeñez o la inmensidad. Al fin y al cabo, el infinito imaginable no sólo le pertenece al universo grandilocuente, también podemos imaginarlo hacia el neutrón y su división de partículas cada vez más pequeñas. Así, se puede encontrar el infinito en el bello microcosmos que es una obra barroca para unos cuantos instrumentos.
La entrega no se dirige precisamente a la obra o a Euterpe, sino a la infinidad de interpretación inspirada en el escucha y en el ejecutante. En ese fenómeno del concierto musical se revela el ser para Heidegger y, para las religiones, a través de él nos acercamos a los dioses y sus moradas; en estas ideas encontramos la infinidad de lo divino y de la esencia del ser humano. Allí podemos encontramos con nosotros mismos y revelar nuestros más íntimos secretos, allí somos libres de sentir sin prejuicio.
Aquí, en este preciso instante y este mismo escrito renuevo mi voto de musicalidad, vuelvo a conjurar con Euterpe mi entrega al infinito del universo de la disonancia y la consonancia, la melodía y la armonía, la retórica y el símbolo, la significación y la interpretación, la experiencia estética y la pasión, la disciplina y el placer de tocar, y cantar, el esfuerzo y el alcance de una catarsis, ofrezco toda mi vida en sacrificio. Eso es un conjuro. EP
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