Columna mensual
Respiraba con ganas después de correr por los Viveros de Coyoacán.
Hoy en la ciudad el sol está perdido detrás de la nata de partículas contaminantes. Nos lloran los ojos. La probabilidad de otro nuevo fin del mundo se acerca.
Mi perra, Rita, pasó la tarde arrastrándose por el suelo como si quisiera reptar. Ladraba de manera extraña y enseñaba la lengua amoratada y seca. Yo siento en la coronilla unos bultos que no sé cómo se originaron y que me duelen. José llegó con los ojos en carne viva. En la casa estamos tristes porque no podemos respirar. No hay aire. El termómetro marca 22 grados centígrados a las diez de la noche, pero son distintos a los que conocíamos antes. La temperatura también cambió. Es urgente que alguien la mida de otra manera.
En las calles, a golpe de vista, se observa la bruma de los escapes de los coches, el humo de las fábricas y los incendios. Dicen que el honorable gobierno federal en turno retiró miles de millones de pesos para combatir los incendios forestales.
Y en las noticias recientes se acusa el registro de diez personas asesinadas en la ciudad a lo largo de dos días. Además, se puede leer que en la alcaldía Gustavo A. Madero una mujer le pidió ayuda a un barrendero para bajar un bulto de su camioneta y resultó que era el cuerpo de un hombre de sesenta años. La nota informa que el barrendero salió corriendo a toda prisa para buscar a la autoridad y, al volver, la mujer se había ido pero el cuerpo permanecía allí, envuelto en cobijas.
Ahora, saco la cabeza por la ventana de la sala hacia la calle y vuelvo a oler la madera quemada. Cientos de incendios ocurrieron en el país.
Hace dos décadas quise creer en Dios. Hablé con un profesor jesuita y le pregunté acerca de la religión católica. Me dijo que el problema grave era que la praxis de los rituales eclesiásticos no era acorde con los tiempos que vivíamos, que la Iglesia había olvidado actualizarse. Debe ser igual ahora, pienso, cuando despierto y procuro no iniciar el día con espanto. Luego, aquel interés por comulgar o sentir que había algo más allá del estrepitoso mundo se me pasó. No creo en nada, salvo en los fantasmas y las comunicaciones con los muertos. Hablo con varias mujeres que he perdido a lo largo de la vida y les pido que me ayuden a cumplir deseos. No es que esté buscando sobrevivir: son los propios deseos los que alimentan la esperanza en que el futuro podría ser afortunado de vez en cuando.
Creo con firmeza que habitamos una época absurda o peor aún: ahora no conseguimos respirar y laderas inmensas arden bajo el fuego. Hace mucho tiempo la casa de un amigo se incendió. Me dijo que habían transcurrido años y que el fino polvo del incendio continuaba apareciendo entre sus pertenencias. Lo que se quema se halla disuelto en los rincones y presenta la misma poderosa cualidad de la luz: todo lo alcanza.
La primera vez que observé el fuego con la conciencia de valorarlo, noté que las llamas se formaban de manera indescifrable. Luego, observé que es de muchos colores. (Ayer vimos Game of Thrones y supe que el fuego lanzado por la boca de un dragón puede ser aún más destructor.)
Cuando era adolescente, durante el primer día de un campamento, me quemé el tobillo y la planta del pie al saltar para esconderme. Estábamos jugando, pero en un bosque que se había incendiado unos días antes. Allí debajo de las hojas secas encontré brasas al rojo vivo. La quemadura fue de segundo grado y aún se distingue con toda claridad la cicatriz. Recuerdo la cobertura interna de mis tenis derretida, recuerdo que en aquella época no podía haber sabido que el mundo se iba a terminar.
Más allá de la espesa capa de contaminación atmosférica están las estrellas que arden, unas desaparecen y otras vuelven a formarse, como la respiración de nuestro cuerpo al ser dado a luz y ésa que se extinguirá cuando nos llegue la muerte. Aunque en el mundo de hoy puede ser que hayamos dejado de respirar para siempre. EP