Sinapsis: Dinamita

Columna mensual

Texto de 16/10/19

Columna mensual

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Bajo el hule desgastado del limpiaparabrisas de mi coche estaba el volante con las promociones de una empresa de cancelería. En aquella época pensaba a menudo en los ancianos que no podían sostenerse al descender escaleras y, a la vez, leía que la compañía que se promovía por el barrio también colocaba barandales. Ahora considero esta coincidencia como un aviso de lo que vendría. Los anuncios son, en el tiempo presente, la extensión de algunas ideas derivadas de frases que escribimos en WhatsApp o en cualquiera de las redes sociales. No sé si me inquieta o me deprime saberlo. Las empresas publicitarias predicen lo que necesitamos en caso de que lo necesitemos. Los seres que ocupan las sillas de vigilancia, quienes leen las listas de palabras que caracterizan nuestro ánimo a lo largo de una semana, quizá también tienen necesidades materiales; sin embargo, cobran un sueldo por fisgonear en las nuestras. Hablo desde la suposición. No queda otra alternativa: fíjese, lector, que nos absorben los sesos a cada minuto por medio de nuestros dispositivos electrónicos y no hay nada que podamos hacer. ¡Habrase visto! Pero la repartición de volantes aún guarda causas nobles. La otra tarde descubrí uno insertado entre el cristal de la ventana del conductor y la goma de la puerta: “Sí al desarme, sí a la paz”, leí en la esquina superior derecha. Luego supe que se trataba de una invitación a la “Jornada de canje de armas de fuego por dinero en efectivo”, y que sería una actividad anónima, organizada por el gobierno de la Ciudad de México. El volante, comido por la lluvia, estaba sellado con la dirección de la Parroquia de Santa María de la Natividad en la colonia Niños Héroes. Si tuviera una pistola, la habría llevado. 

Al consultar en internet acerca del asunto, se informa lo siguiente: “Del 21 de enero al 19 de septiembre se ha logrado la recuperación y destrucción de 4,035 armas de fuego”, entre ellas, 3,286 armas cortas, 504 armas largas y 245 granadas, además de 867,299 cartuchos, 6 cartuchos de dinamita y 7,411 estopines.

La dinamita aparece en mi memoria como aquélla de las caricaturas. Tiene una mecha larga que se enciende, corre la chispa a gran velocidad y, finalmente, estalla. De las armas cortas sé poco. Vi una hace tres años, cuando tuve que vivir un asalto en un restaurante —uno de los comensales pensó que era un arma falsa, persiguió al asaltante y terminó con la pierna herida—. De las armas largas no sé nada. Las imagino como catalejos de alto peligro. 

Es del todo posible que necesitemos barandales para sujetarnos ahora, a cualquier edad. Las empresas de cancelería nos ofrecen la ilusión y, a la vez, la certeza de sostenernos mientras andamos. La premisa es no caer, a pesar de lo que ocurra alrededor. La aventura propia consiste en resistir, en ser ágil, aunque no se distinga hacia dónde dar el salto magnífico. Conviene hacer como si se supiera. Conviene, desde luego, sonreír, mientras tanto. 

Las cosas no suelen ser lo que parecen. Tal vez nunca lo han sido, pero mucho menos ahora. Las pistolas no son pistolas, los estopines dejaron de serlo. Se extiende un cielo turbio encima de nuestras cabezas. Se multiplican las imágenes y son virales y se contagian como pestes, aunque las imágenes supuestas no correspondan a las imágenes reales. La selfie en Instagram no ilustra un rostro, no se trata de una toma a nuestra propia cara, sino de nuestra cara a la venta. Que la publicidad sea lo que fue tampoco es una procuración normal, mucho menos es viable. El contagio de la epidemia de las suposiciones y superposiciones es altamente rentable. La publicidad ahora eres tú y soy yo: la violencia que se guarda en el cañón de una pistola o el olor apestoso de la pólvora. Tal vez sea tiempo de celebrar el engaño monumental del mundo contemporáneo y decir que la dinamita, por primera vez en la historia de la humanidad, no estalla, aunque parezca explosiva. EP


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