Luigi Amara reflexiona acerca del tipo de compañeros que son los libros y las formas en las que mantenemos “conversaciones”, cuando los tenemos en las manos, cuando tocamos sus palabras, cuando están sólo esperando en nuestra biblioteca siendo ecos constantes, fantasmales. En esta primera parte indaga en la relación que tienen los libros con la muerte, en descubrirlos como una variante de memento mori.
Simples cubos de papel y cuero (primera parte)
Luigi Amara reflexiona acerca del tipo de compañeros que son los libros y las formas en las que mantenemos “conversaciones”, cuando los tenemos en las manos, cuando tocamos sus palabras, cuando están sólo esperando en nuestra biblioteca siendo ecos constantes, fantasmales. En esta primera parte indaga en la relación que tienen los libros con la muerte, en descubrirlos como una variante de memento mori.
Texto de Luigi Amara 21/05/21
Cada tanto siento cruzar por mi biblioteca el oscuro silbido de la muerte. Es quizá menos que un silbido, una sombra deslizante o algo como la inminencia de un suspiro; tal vez solamente un escalofrío que yo transfiero de algún modo a los objetos. Sobre todo de noche, cuando la casa se ha quedado en silencio y alguna luz lejana se filtra hasta la habitación de los libros, la biblioteca se contagia de un aire torvo, de una apariencia casi funeral: como si los volúmenes, apretados uno al lado del otro, que algo tienen de lápidas y de epitafios desbordados o hipertróficos, invocaran a la muerte para que esta se pasee a sus anchas y se enseñoree por esos dominios que también reclama como suyos.
A esta clase de momentos desconcertantes, a esta suerte de estremecimientos imprevistos yo los llamo “momentos metafísicos”: una especie de conciencia exacerbada de la realidad, un vislumbre de lo extraño que es todo esto a lo que llamamos “la vida en la Tierra”. De la misma manera en que he llegado a percibir los libros como auténticas criaturas vivientes, a medio camino entre lo mineral y lo animal, no obstante las fibras vegetales de sus entrañas (criaturas un tanto impredecibles y traviesas, siempre dispuestas a jugar a las escondidillas, que me ofrecen compañía y con las que comparto el mismo techo, aunque la mayoría de las veces sean ellas las que me ofrezcan una suerte de refugio, una cueva inmaterial y un techo de dimensiones insondables para guarecerme), también he llegado a percibir los libros como objetos fantasmales y arcanos: puertas entornadas, resquicios o escotillas para trabar comunicación con los muertos.
Antes de conocer a algún escritor vivo, antes siquiera de figurarme la existencia de un escritor vivo, cuando apenas los libros comenzaban a imantarme con su misterio y desplazaban a los juguetes en el perturbador horizonte de las tardes vacías, tuve quizá la primera revelación de la muerte caminado entre los estantes de una biblioteca como quien se pasea por los pasillos desolados de un cementerio. (La biblioteca era enorme y avejentada, y aunque no estaba rodeada de cipreses e invadida por el musgo como la mayoría de los camposantos, multiplicaba por veinte, en desorden y cantidad, a la biblioteca familiar). No sé por qué me figuraba entonces, en aquellos años de iniciación a la lectura en que las noches se contaminaban de la bruma de los cuentos de Poe y de los ritmos pendulares del spleen de Baudelaire, que todos los autores estaban muertos y que la única forma de publicar un libro era de manera póstuma, como una suerte de lápida al final de la vida. La conciencia de la muerte, aquello que Edith Wharton quiso capturar con la expresión le réveil mortel (un despertar repentino, pero se diría diferido, que probablemente se renueva y complejiza con el paso de los años, y que quizá no se consuma del todo sino hasta el instante postrero), me recorrió el esqueleto, me atravesó como un lento relámpago de oscuridad mientras sentía la leve pero inequívoca opresión de aquella masa proliferante de papel impreso, de todos los volúmenes expectantes pero quizá ya algunos completamente olvidados de aquella biblioteca descomunal, y desde entonces no he dejado de encontrar cierto aviso mortuorio en las hojas amarronadas de los tomos antiguos, en el polvo que se acumula sobre sus cantos, en los bichos aplastados entre sus páginas, en el tufo a tinta difunta y encuadernaciones rancias, pero sobre todo en la voz embalsamada que queda fija sobre el papel, en negro sobre blanco; esa voz remotísima y en sentido estricto inaudible que se desprende a medida que leemos; ese fenómeno paralelo o posterior a lo acústico que se produce con la interacción de dos mentes separadas quizá por siglos, quizá por miles de kilómetros, y en el que nuestra cabeza, las paredes palpitantes de nuestro cráneo, sirven de caja de resonancia a los muertos, y entonces de algún modo nos convertimos en ventrílocuos de gente a la que sólo podremos conocer a través de sus ecos, de gente a menudo entrañable a la que regresamos confiados y agradecidos —sin embargo ahora ya tal vez reducida a ceniza—, y para la cual fungimos como una variedad cotidiana e inadvertida de médiums.
“Conversaciones”, las llaman algunos. Con muertos que a su vez conversaban con muertos. “Pasé la vida entera conversando en la paz de los libros con los difuntos —escribió Páladas, poeta pagano de Alejandría hace dieciséis siglos—. Del principio al final tan solo he sido cónsul de los muertos”.
A la manera de esas ilusiones ópticas en que la proximidad de dos rostros crea la imagen de una copa (una imagen súbita y a su manera elusiva, que al mismo tiempo niega o desplaza las siluetas que la dibujan, pero que depende por completo de ellas), así me figuro la voz interzonal de la lectura; y tal vez porque la presencia de la copa es recurrente en esta clase de ilusiones, también el fenómeno de la lectura podría compararse con un brindis, un largo y continuado brindis entre dos mentes que, si las circunstancias son adecuadas, incluso puede ser embriagador, aunque en ocasiones —para no despegar el dedo de esta tecla negra y grave que ahora oprimo—, se asemeje a un brindis con un cadáver reseco aunque todavía inquieto o chocarrero o, si se quiere, con sus huellas ya un tanto borrosas, una fiesta silenciosa con esa otra modalidad de las cenizas que quedaron dispuestas en forma de renglones…
Pero incluso los autores vivos —todos aquellos escritores que en mi niñez no tenía la más pálida noticia de que pudieran pasearse por las calles con absoluta desfachatez y lozanía—, en especial si no los conocemos, llegan a nosotros con una voz lejanísima, entre neutra y cavernosa, como si nos llamaran por teléfono desde una cabina inubicable y ya desaparecida, al fin y al cabo no muy distinta de cómo sonaría si procediera de ultratumba. Pues aun si fingen vivacidad y su tono quiere ser jovial, próximo y chispeante, esa voz llega a nosotros con un no sé qué de tiesura, apergaminada y hasta exangüe, con ese trasfondo un tanto metálico y frío y al cabo delator de las cabinas de grabaciones.
Y aun cuando se diera la casualidad de que conozcamos al autor y no nos quepa duda de que esté vivo y de que podríamos cruzarnos con él a la vuelta de la esquina, el recuerdo del tono de su voz insistirá en sobreponerse al flujo de la lectura como un fantasma y un lastre; su dicción y sus pausas se entrometerán en el discurso hasta el límite de amenazar con arruinarlo, no tanto por la intromisión en sí, sino por la inflexibilidad de su eco, porque se trata de un fantasma antiguo y estereotipado, de un recuerdo o sedimento terco insuflándole vida y sangre falsas a las palabras ya no tan frescas que leemos.
Los libros como una variante embozada de memento mori. En el instante en que aquella “grata compañía” a la que se refería Alfonso Reyes —la grata compañía de los escritores escogidos y dilectos, a cuya sombra nos tendemos de buena gana a pasar horas que imaginamos de dicha, como si se trataran de viejos árboles— muestra su perfil mortal y su destino insobornable de cenizas, y uno se descubre rodeado, sí, de compañía, de una amistad tantas veces elogiada por incondicional, pero conformada en buena medida por fantasmas, por voces ya muertas y lejanas que, como la luz de constelaciones invertidas —en negro sobre blanco— han tardado mucho tiempo en llegar hasta nosotros.
Y aun los volúmenes que tanto procuramos y tantos afanes nos costó conseguir, aquellos que han permanecido en la mesita de noche por largas temporadas que creímos de felicidad, aquellas primeras ediciones por las que hemos desembolsado sumas que nos han hecho dudar de nuestra cordura, incluso esos tomos tan preciados empiezan a contaminarse de un hálito sombrío y a sumergirse en una atmósfera de encierro y sinsentido.
Todos esos libros que hemos desempolvado una y otra vez, en los que hemos hundido las narices hasta sus junturas para olisquearlos en un gesto tal vez obsceno, presentan de golpe un tufo deletéreo y demasiado fúngico, quizás todavía evocativo pero sofocante de tan cargado de esporas; todas esas colecciones a las que regresamos como si se trataran de una tabla de salvación, de un amuleto íntimo, a las que en momentos de debilidad y cursilería denominamos “nuestra verdadera casa”, “nuestra única patria”, se convierten de pronto en una presencia abstrusa, en una masa amorfa de papel amenazada por la humedad y la falta de juicio; la biblioteca entera, que hemos construido a lo largo de los años, que ha crecido más allá de nuestra capacidad lectora, al parecer con la firme voluntad de apoderarse de todos los rincones de la casa y de conquistar hasta la cocina y los recovecos más inverosímiles de los baños, se revela como una prisión estéril, una trampa demasiado estrecha dispuesta por nosotros para nosotros mismos: reflejo de una vida malgastada a espaldas de la vida, encarnación de tardes umbrosas como reclusos voluntarios entre sus paredes densas y demasiado solitarias.
J.L. Borges recuerda que, en la antigüedad, se veía al libro principalmente como un sucedáneo de la palabra oral y que aquella frase tan repetida: “scripta manent, verba volant”, que suele traducirse como “lo escrito permanece, a las palabras se las lleva el viento”, no significaba tanto que lo oral fuera efímero, sino que tenía algo de alado y de liviano, mientras que lo escrito estaba, en contraste, ligado a la fijeza y a lo muerto. También, siguiendo de cerca a Emerson, Borges llegó a describir el libro —el libro a la espera de ser leído— como un simple “cubo de papel y cuero” que alberga “símbolos muertos”; imagen desencantada y cruda que encontramos repetida en muchos autores. Paul Ricoeur, desde un lugar que se diría lejano pero coincidente, escribe que un texto sin lector no es más que un montón de huellas negras sobre una hoja en blanco. Y es esa idea sombría del libro como un cubo de símbolos muertos, como un paralelepípedo que a veces no cumple mejor función que la de un tabique intonso, la que me ha llevado también a presentirlo como una forma embozada de lápida. EP