En este texto, Ricardo Kostova reflexiona sobre el valor del “ocultamiento” en una sociedad donde parece que la búsqueda de gloria y fama es lo más importante.
Modus vivendi: Elogio de lo oculto
En este texto, Ricardo Kostova reflexiona sobre el valor del “ocultamiento” en una sociedad donde parece que la búsqueda de gloria y fama es lo más importante.
Texto de Ricardo Kostova 20/09/24
Parecería que en nuestros días el valor sagrado de lo “velado” ha sido relegado u olvidado, y, por el contrario, cada vez se aprecia más el estruendo, lo manifiesto, lo explícito, lo aparatoso, lo deslumbrante, lo que se nos ofrece rápidamente y sin mediación alguna. Al hablar de la valía que reside en lo que permanece apartado, oculto o que no se encuentra en medio del alboroto de la plaza pública, cabe aclarar que no elogiamos aquí aquello que se esconde por su propia naturaleza perversa o sombría, tampoco nos referimos a lo malvado, que gusta de estar en la periferia por ser mezquino o criminal, ni mucho menos apuntamos a alguna suerte de secretismo. Hablamos de aquella dimensión humana que se relaciona con virtudes tales como la prudencia, la discreción, la modestia y el silencio, rasgos que caracterizan en gran medida a la vida interior. Esto mismo es expresado en unos cuantos versos por el poeta de ascendencia polaca Rafael Lechowski en su Canción de Gratitud: “El éxito no es destacar, sobresalir es desencajar, el triunfo es armonizar, transitar en silencio, pasar sin ser descubierto […] El aplauso es un ruido que ciega”. No obstante, el panorama actual sugiere que lo que impera es precisamente lo opuesto, es decir, la avidez o el deseo apremiante de ser notados y aceptados; la sobriedad de una existencia apartada, sigilosa y privada de toda fama se nos antoja aburrida, sosa e intrascendente.
En ese sentido nos apegamos mucho a lo dicho por el pensador inglés George Berkeley, para el que fundamentalmente: “ser es ser percibido” (esse est percipi). Creemos que nuestra existencia y por ende nuestro valor como individuos nos viene dado por el hecho de ser percibidos o reconocidos por otros, más aún si dicho reconocimiento viene expresado por medio de alguna reacción digital. Para ello nos arrojamos continuamente a una sobreexposición en redes sociales en busca de la aprobación de una muchedumbre de extraños, nos mostramos sin reparo, desplegando nuestra privacidad e intimidad con una transparencia que puede llegar a ser contraproducente. Esta encarnizada lucha por la atención a menudo nos ha convertido en actores y espectadores de toda clase de escenas grotescas, frívolas y pueriles. ¿Hasta qué punto nos entretiene lo vil? ¿Por qué nos complacemos al observar la discusión acalorada entre dos personas que escala incluso hasta los golpes? Los programas de telerrealidad más populares o reality shows muestran la desventura de alguien dispuesto a hacer lo que sea por ganar algún premio o por mantener la simpatía de la audiencia, incluso si eso significa desprenderse de su dignidad al exhibir sus propias miserias. La proliferación de este tipo de contenido nos brinda un diagnóstico sobre nuestros intereses y, al mismo tiempo, nos habla sobre nuestra preferencia por el alboroto y la extravagancia. Por ello, valdría la pena preguntarnos: ¿qué grado de ocultamiento requiere una vida virtuosa y feliz? ¿Cuáles son la nobleza y las ventajas que se esconden en el hecho de pasar inadvertidos? ¿Por qué resultaría provechoso escapar de la curiosidad y las miradas ajenas?
Empecemos diciendo que ya desde la Antigüedad múltiples filósofos se pronunciaron a favor de llevar una existencia retirada y sencilla, incluso llegando a considerar esto último como una condición necesaria o indispensable para una vida bien lograda y digna de vivirse. Epicuro de Samos, por ejemplo, les repetía a sus discípulos constantemente la siguiente sentencia: láthe biósas (λάθε βιώσας), que significa “oculta tu vivir”, “transita sin ser notado”, “permanece apartado u escondido”. Esta toma de distancia con respecto al mundo y sus espectáculos permite que nos guardemos o cuidemos de corrupciones, murmuraciones, así como de tendencias que pueden arrastrarnos con facilidad. También los estoicos aconsejaron renunciar a los asuntos de la fama y la vida pública. Epicteto uno de los pensadores del pórtico más brillantes sugirió: “Pero en lo relativo a la fama o la molicie suprímelo por completo.”1 Por su parte, el emperador Marco Aurelio rescata el valor de lo oculto insistiendo en que si algo no es elogiado o ensalzado no por ello pierde o disminuye su valor: “Lo que en verdad es realmente bello, ¿de qué tiene necesidad? […] ¿Cuál de estas cosas es bella por el hecho de ser alabada o se destruye por ser criticada? ¿Se deteriora la esmeralda porque no se la elogie?”. 2 Ya para el Renacimiento el poeta italiano Dante Alighieri describió hábilmente en su Divina Comedia cómo a los condenados de los diferentes niveles del averno los caracterizaba un deseo en particular, el ansia por la fama y el reconocimiento. De forma contemporánea el filósofo surcoreano Byung–Chul Han ha señalado y criticado esta misma falta de ocultamiento como parte de la “sociedad de la transparencia”, misma donde cada uno de nosotros se exterioriza y desnuda voluntariamente ante la mirada de los demás, por supuesto con los riesgos que ello implica.
Si todo se vuelve transparente o translucido, no solo nos volvemos cada vez más manejables e influenciables, sino que además cada cosa pierde su singularidad, su propia esencia, su carácter, imponiéndose así la tiranía o infierno de lo igual. En el ámbito amoroso lo velado igualmente tiene un papel fundamental; el conocimiento de otra persona implica muchas veces un acercamiento, un descubrimiento, un develamiento o desocultamiento, una vivencia similar al hallazgo de alguna verdad o alétheia (ἀλήθεια).
Pero para que dicha experiencia de revelación ocurra, primeramente ha de existir algo por revelar, una cobertura por remover, una máscara por retirar, una cortina por correr, algo que se encuentre oculto, ese halo de misterio que nos concedía no solo intimidad, sino también cierto atractivo, pues constituía una invitación a conocer y a profundizar en el otro. Por causa de lo anterior, podríamos hablar del amor como el súbito hallazgo de algo hermoso, dado que lo velado nos lleva necesariamente a evocar una eventual revelación. Dicha dinámica se replica simbólicamente durante la celebración del matrimonio, donde observamos el gesto ritual de remover el velo a la novia. Sin embargo, si no existe un ocultamiento inicial u original todo se vuelve explícito o manifiesto, el asombro que ocurre tras el desocultamiento sencillamente desaparece y con este también el sentido de gran parte de lo que hacemos. Para ayudarnos a entender esto convendría que recordemos el sentimiento que nos produce desenvolver meticulosamente algún obsequio.
Teniendo esto en mente, parece que podemos convenir en que renunciar a la penosa búsqueda de la fama y participar de lo velado en su justa medida hace mucho más que evitar el golpeteo de lenguas. Alejarnos del escrutinio público nos devuelve una parte fundamental de nosotros mismos y nos ayuda a transitar con naturalidad.
Ahora bien, hablemos de igual manera del valor que reside en aquellos gestos de generosidad, caridad y amor al prójimo que ocurren todo el tiempo de manera anónima y que se sirven de lo oculto para suceder: brindarle una sonrisa o un trato amable a alguien que siente la tentación del desánimo, alimentar al que no tiene pan, dar de beber al sediento, dar hospedaje al forastero o extranjero, vestir al desprovisto de manto, así como visitar al enfermo y a aquel que se encuentra en prisión (cf. “Mateo”, 25, 35–36). El que estos actos a menudo sucedan de forma velada, dada su propia naturaleza, no les resta dignidad; por el contrario, hacer el bien de forma sigilosa resulta provechoso, pues de otra manera corremos el riesgo de caer en fatuas vanaglorias, pedanterías o falsos sentimientos de autosuficiencia y superioridad. Lo ignoto no hace aspavientos, se conduce con sobriedad, se conforma con pasar desapercibido. Es lo que acaece detrás del telón y, sin embargo, fundamenta la obra. De forma similar, no pocos milagros de la naturaleza ocurren en silencio y de forma oculta: verbigracia, las raíces de un frondoso árbol o las de una diminuta planta se hunden en la tierra sin que lo notemos, al igual que la secreta metamorfosis que toma lugar al interior de un capullo o un huevo.
Desde la filosofía de la religión o la teología como estudio de la divinidad y sus manifestaciones, también se ofrecen múltiples ejemplos sobre el mérito propio de lo velado. San Pablo menciona la existencia de una sabiduría misteriosa que está reservada para aquellos que aman a Dios y se revela a través de las profundidades u honduras de su Espíritu: “Lo que el ojo no vio ni el oído oyó, ni el corazón humano imaginó, eso preparó Dios para los que le aman. Pero a nosotros nos lo ha revelado”.3 El sacerdote español Josemaría Escrivá de Balaguer disertó atinadamente sobre esto mismo evocando la infancia y la juventud de Jesús, un período que es apenas mencionado en el Biblia, pero que encierra una significación muy particular: “Tengo, además una debilidad particular por sus treinta años de existencia oculta en Belén, en Egipto y en Nazaret”.4 El hecho de que el Mesías de forma previa a su vida pública llevara una vida austera y conformada por actividades ordinarias en un taller de carpintería nos da mucho que pensar. Consideremos por un momento que, pese a sus notorias apariciones y multitudinarios discursos, Cristo alentaba a sus discípulos y a aquellos a quienes curaba a no pregonar o difundir los milagros que habían presenciado; además, gustaba de emplear parábolas para transmitir su enseñanza y declarar lo que se encuentra oculto.
Habría que detenernos a repensar la importancia de aquello que escapa a las miradas y la atención, abandonemos la muchedumbre y vayamos a la intimidad de nuestra habitación. Puede ser que la publicación misma de este artículo sea una contradicción: las palabras aquí vertidas rompen el silencio y se propagan públicamente, es verdad. Quizá por lo anterior hubo filósofos que renunciaron tajantemente a la escritura (ágrafos), como Sócrates y Diógenes de Sinope. Si nos atrevemos a la incoherencia de escribir o exponer el valor de lo velado, es solo como parte de una invitación a habitar dicha esfera y la paz que le es propia: “Llámame y te responderé; te anunciaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces”.5 EP
- Epicteto, Manual, 33, 7. [↩]
- Marco Aurelio, Meditaciones, IV, 20. [↩]
- Corintios, 2, 9. [↩]
- Josemaría Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, p. 103. [↩]
- Jeremías, 33, 3. [↩]