¿La dualidad de Hannibal Lecter se ha logrado mantener en cada una de las versiones fílmicas en las que nos han mostrado a este personaje?, ¿cuál ha sido el motivo de extender la vida de este personaje? Luis Reséndiz hace un repaso de esta línea cronológica iniciando con algunos datos importantes acerca del asesino regiomontano del que Thomas Harris capturó algunas cualidades para la creación de Hannibal.
La dualidad del caníbal
¿La dualidad de Hannibal Lecter se ha logrado mantener en cada una de las versiones fílmicas en las que nos han mostrado a este personaje?, ¿cuál ha sido el motivo de extender la vida de este personaje? Luis Reséndiz hace un repaso de esta línea cronológica iniciando con algunos datos importantes acerca del asesino regiomontano del que Thomas Harris capturó algunas cualidades para la creación de Hannibal.
Texto de Luis Reséndiz 25/03/21
Hace treinta años que Clarice Starling entró al calabozo del caníbal. Tan esmirriada como determinada, con un marcado acento virginiano, profundamente vulnerable y con un síndrome de estrés postraumático palpitándole en sueños pero no por ello menos determinada, Clarice Starling atravesó la reja de acero y encaró al psiquiatra que le había desfigurado el rostro al agente especial del FBI que lo consultó la última vez. “A Will [Graham], gracias a Lecter, le ha quedado una cara que parece un dibujo de Picasso”, le advierte en la novela su superior y mentor Jack Crawford antes de enviarle a la cueva del monstruo, pero esa advertencia tan útil y tan ignorada no llegó a la película. Del otro lado de la reja, la agente Starling se encontró a un monstruo preso en una celda demasiado pequeña para sus apetitos: el doctor Hannibal Lecter, psiquiatra forense que sería uno de los líderes de su campo de no ser por su tendencia a terminar devorando a sus pacientes.
El silencio de los inocentes, estrenada en enero de 1991, le regaló al mundo la que probablemente sea la mejor actuación de Anthony Hopkins y una de las mejores de Jodie Foster. En los premios Oscar de 1991, celebrados apenas dos meses después del estreno, la película se convirtió en una de las tres películas de la historia que han ganado los “Cinco grandes” de los premios Oscar: Mejor película, director, guion, actor y actriz, junto a Atrapado sin salida y Sucedió una noche. Prácticamente desde su estreno, la película ha recibido aguda atención académica (Seeing the Female Body Differently: Gender issues in The Silence of the Lambs o The Transvestite as Monster: Gender Horror in The Silence of the Lambs and Psycho son tan solo dos de tantas publicaciones especializadas al respecto) y se ha mantenido como una de las principales fuentes de disfraces de Halloween, una dualidad nada fácil de conseguir.
El caníbal más famoso de la cultura popular fue creado por Thomas Harris, un escritor norteamericano que reveló hace algunos años que su personaje estaba basado en un asesino regiomontano, el doctor Alfredo Ballí Treviño. Diego Enrique Osorno cuenta en esta crónica para Vice cómo su novia lo ayudó a rastrear la identidad de cierto “doctor Salazar” a petición de Harris, quien lo entrevistó en su periodista juventud y quedó fascinado con el refinamiento y la frialdad de Ballí Treviño, rasgos que más tarde utilizaría para algunas de sus creaciones. Un encabezado de finales de 1959 de El Norte consigna la captura de Ballí después de que la vaca pinta de un policía auxiliar y pastor de vacas encontrara los restos de su víctima, Jesús Castillo Rangel. La curiosa res se separó del camino mientras la pastoreaban, así que el policía pastor fue a buscarla y la encontró hurgando con su morro en la tierra del rancho La Noria, de donde brotó una caja con un cuerpo humano desmembrado dentro. Ya desde esa primera aparición en la imprenta es posible encontrar un primer indicio de lo que después sería Hannibal Lecter: ‘Médico destaza vivo a un joven en su consultorio: Lo hace siete pedazos, lo echa en una caja y lo entierra en el monte. Policía hace casualmente el macabro hallazgo y al ser localizado, el responsable confiesa de plano su horrendo y refinado asesinato’.
El retrato se completa con el testimonio de Harris en la introducción a la edición del 25 aniversario de El silencio de los corderos en un tono presuntamente memorioso que de inmediato se revela como franca fabulación, Harris relata su encuentro con el “doctor Salazar”, al que conoce en una prisión de Monterrey donde el periodista estaba comisionado para cubrir el caso de un compatriota estadounidense que había asesinado a tres jóvenes en Nuevo León. El joven periodista conoce a “Salazar” —en realidad, Ballí Treviño, nombre que no figura en la introducción: ¡qué desperdicio de la investigación de Osorno!—, un preso que fungía a la vez como médico de la prisión. A continuación, Harris describe una conversación descaradamente recreada —si no es que plenamente inventada—con el doctor, un intercambio que toca las mismas notas que las escenas de Lecter con los detectives Graham y Starling[1]. Harris parece haberse quedado con las nociones —nunca comprobadas y más bien atribuibles a la histeria colectiva— de que Ballí Treviño había asesinado a Castillo Rangel en un arranque de celos porque era secretamente su pareja y estaba a punto de dejarlo para casarse con una mujer, en primer lugar, y en segundo, que el doctor tenía otros asesinatos en su haber. Una vez pasado por el filtro de unas buenas dosis de ficción y olfato narrativo, la masa primigenia los rumores alrededor del doctor Ballí Treviño se convertirían en parte del barro que terminaría formando a Hannibal Lecter y, en menor medida, a Buffalo Bill[2].
El doctor Lecter es una de las adiciones más significativas al panteón de los grandes monstruos de la ficción, y habita ahí al lado de Drácula y el zombi. Aunque su estatus de marca registrada limita el número de interpretaciones suyas que podemos ver en pantalla, la potencia de Hannibal Lecter trasciende cualquier restricción de la propiedad intelectual. El caníbal nos fascina porque sacia sus más reprobables apetitos sin ninguna clase de autocontrol y, al mismo tiempo, demuestra un refinamiento absoluto en el resto de su conducta. Lecter —como Drácula, de quien es un evidente hijo bastardo— comparte esta dualidad en todas sus encarnaciones —a final de cuentas, las versiones más conocidas y famosas de la criatura—.
La primera aparición cinematográfica del caníbal sucedió en Manhunter (1986), de Michael Mann. En esa película —adaptación de Red Dragon, la primera novela de Thomas Harris donde aparece el personaje—, Hannibal Lecter se llama, por alguna razón, Hannibal Lecktor, y es encarnado por Brian Cox. La cinta es memorable por varias razones y es básicamente en lo que pensamos cuando hablamos de una “película de culto”, ese término tan manoseado y casi casi despojado de significado: su fracaso en taquilla fue tan notable como su logro estilístico, y a la distancia, la obsesiva atención al estilo de Mann se revaloró como un triunfo y no como una derrota. La interpretación de Cox básicamente dejó un primer esbozo para que unos pocos años más tarde Anthony Hopkins terminara y refinara el retrato —retrato que años más tarde, como el de Dorian Gray, acabaría seriamente deformado—. Su Lecktor es frío y refinado y sanguinario, pero debido a que la película sigue de cerca a la novela, en la que Lecter es un personaje más bien secundario, Cox tiene bastante menos material de trabajo del que tendría Anthony Hopkins en Red Dragon (2002). En Red Dragon, ya con conciencia de la popularidad del personaje, el guionista Ted Tally y el novelista Thomas Harris trabajarían para expandir el papel de Lecter y darle más tiempo en pantalla.
Antes de eso, por supuesto, vendría primero The Silence of the Lambs (1991), de Jonathan Demme, una película tan buena que resulta difícil exagerar respecto a sus virtudes. (Este ensayito de Alonso Ruvalcaba es una de las mejores cosas que se han escrito sobre esa película a nivel técnico y narrativo.) El Lecter de El silencio de los inocentes es, muy probablemente y con perdón de Mads Mikkelsen, el mejor Hannibal Lecter que haya existido hasta ahora en pantalla y el que estableció la vara con el que serán medidas todas las encarnaciones del personaje. El performance que en películas subsecuentes como Hannibal (2001) o la ya mencionada Dragón rojo se volvería un tic cansino, aquí se manifiesta como una actuación casi milagrosa, ayudada sin duda por el escaso tiempo en pantalla que tiene el personaje. Perfectamente dosificado y sin tanto espacio para protagonizar —a final de cuentas, la protagonista de El silencio de los inocentes es Clarice Starling, no Hannibal Lecter—, Hopkins construye una actuación delicada, salpicada de manierismos delicados y desplantes homicidas que cimbran al espectador de tan terroríficos. Hopkins —y la película entera— se ganarían todo. El mito del asesino serial como un sujeto genial y casi artístico se gestaba y expandía a través de películas como Seven (1995) de David Fincher o novelas como Perfume de Patrick Süskind (1985, publicada cuatro años después de Red Dragon), y El silencio de los inocentes fue una pieza clave dentro de la construcción de ese mito.
Habrían de pasar diez años para volver a ver a Hannibal Lecter en pantalla. Las novelas se habían acabado y se habían adaptado ya ambas. El productor y dueño de los derechos cinematográficos del personaje de Hannibal Lecter, Dino de Laurentiis, obtusamente había dejado pasar la oportunidad de producir El silencio de los inocentes de Jonathan Demme y, ansioso de capitalizar ese éxito, estaba obsesionado con hacer una nueva película de Hannibal Lecter. El productor le neceó a medio mundo para hacerla, desde Thomas Harris para escribir la nueva novela hasta a Jonathan Demme, Ted Tally, Jodie Foster y Anthony Hopkins. (Solo Hopkins volvería, para Hannibal (2001) y Dragón Rojo, y Ted Tally también regresaría a escribir la segunda.) La novela era en sí muy complicada, un mazacote de seiscientas páginas que terminaba con Hannibal Lecter y Clarice Starling embarcados en un noviazgo perverso, así que Ridley Scott y compañía la condensaron y le cambiaron el grotesco final —una de las razones por las que Tally, Demme y Foster decidieron no volver, con esta última defendiendo la integridad del personaje aún por encima de las decisiones de su propio creador, Thomas Harris—. (Julianne Moore habría de interpretar al personaje en lugar de Foster, en un casteo que a mí me parece muy inspirado, pero que no alcanzaría ni de lejos la potencia de la interpretación de Jodie Foster.) En Hannibal, Lecter pasa de ser un monstruo amenazante a una especie de caricatura: aunque ya desde El silencio de los inocentes era claro que el personaje siempre tendría los dados cargados a su favor, acá la cosa alcanza tintes sobrehumanos, casi casi superheroicos. Es claro, además, que Anthony Hopkins ya no sabía o ya no tenía mucho que hacer con el personaje y se limita, como viejo rockero en la tercera gira del reencuentro, a interpretar las mismas sobadas notas que el público espera y por las que había aprendido a amarlo.
Pese a todo, la treta funcionaría: la película fue un trancazo de taquilla y de Laurentiis encargó de inmediato, para el siguiente año, una nueva adaptación de la novela original de Harris que ya había adaptado Michael Mann, ahora con Hopkins en el papel que había inaugurado Brian Cox: por fin la trilogía de novelas terminaría de adaptarse con el actor que creó la versión más popular del personaje. Dragón rojo —aunque me gusta mucho, no sin pena lo digo— es una película decidida y penosamente mediocre, una adaptación que sigue paso por paso la estructura de El silencio de los inocentes y que, pese a estar plagada de actores brillantes —Ralph Fiennes, Phillip Seymour Hoffman, Harvey Keitel, Emily Watson y Edward Norton, además de Anthony Hopkins en calidad de mono del pastel—, no logra generar tensión ni mucho menos miedo. Este es quizá el peor Lecter de Hopkins —aunque es difícil escoger: tampoco le profeso mucha simpatía al superhéroe de Hannibal—, una acumulación de tics y manierismos que han perdido todo el filo y que cuando funcionan lo hacen sólo por reminiscencia. La película, no obstante, también sería un modesto éxito de taquilla, no tan popular como Hannibal, pero sí lo suficiente como para impulsar al tenaz de Laurentiis a presionar a Harris para extraerle una nueva novela que se pudiera adaptar al cine. Nacería así una de las películas más infames de la historia: Hannibal Rising (2007).
Hannibal Rising es lo que sucede cuando las cosas se hacen mal y a la fuerza. Empujado por de Laurentiis —de quien se dice le dio un ultimatum: “o escribes la novela tú o yo voy a encargar que alguien me escriba la película”—, Harris escribiría una novela de origen en la que se consignan los primeros años de vida de su famoso personaje. Por primera vez desde 1991, un actor distinto a Anthony Hopkins interpretaría a Hannibal Lecter, y el elegido fue Gaspard Ulliel. Ulliel hace lo que puede con lo que tiene —ayudado y a la vez perjudicado por su irreprochable belleza—, pero lo cierto es que lo que tiene de entrada no es mucho. La trama es una deschavetada incursión en el pulp donde lo mismo hay nazis que romances con tías adoptivas que entrenamientos con espadas de samurái y barcos explotando[3]. Lo peor de todo, sin embargo, es el hecho de que la novela destruye cualquier posible noción de misterio que existiera en torno a Hannibal Lecter, transformándolo de monstruo a psicópata de tabla media. Por mucho que dé coraje, es necesario reconocer que nadie se salva de la vorágine del best-seller. Dacre Stoker, el tataratatarasobrino —juro que no estoy bromeando— de Bram Stoker, creador de Drácula, ha escrito un par de novelas para, según ha dicho explícitamente, “volver a tomar control del personaje”: Dracula: the un-dead y Dracul, secuela y precuela, respectivamente, de la famosa novela de su tataratataratío. Así que si el más famoso conde de Transilvania no puede escapar del oportuno revisionismo, ¿por qué habría de hacerlo el caníbal gourmet del Hospital Estatal de Baltimore para la demencia criminal?
Hannibal Rising sería universalmente repudiada y no ganaría casi que nada de dinero, lo que pondría a dormir a la franquicia durante seis años, cuando daría el salto a la televisión con el estreno de Hannibal (2013), protagonizada por Mads Mikkelsen: una serie de televisión logradísima y emocionante que explora recovecos del personaje nunca antes vistos en pantalla. Pero eso es otro tema del cual, probablemente, hable después. EP
[1] Esto no tiene prácticamente nada que ver con el texto, pero no quería dejarlo ir: soy un poco un fan del pastiche histórico revisionista, así que he visto surgir en el mercado de novela detectivesca cosas como las series de novela protagonizadas por Charles Dickens y el superintendente Sam Jones o la estelarizada por el creador de Sherlock Holmes y su mentor e inspiración, Arthur Conan Doyle y el Dr. Joseph Bell. Después de leer el novelesco intercambio con Ballí Treviño que Harris “recuerda” me pareció casi obvio barruntar que en algún futuro existirá una serie de novelas detectivescas protagonizadas por el joven periodista Harris y el sanguinario, pero cerebral, doctor Salazar.
[2] Por supuesto, y aunque es excelente material para el posteo de curiosidad de Instagram o la entrada clicbaitera de sitio de noticias, tanto Hannibal Lecter como Buffalo Bill son resultado de una mezcla de elementos y de historias, no solo de la anécdota de Ballí Treviño. La crítica Lindsay Ellis recientemente subió un videoensayo donde acomoda a El silencio de los inocentes dentro de la historia de la transfobia —reconociendo en todo momento su extraordinaria calidad y sin ninguna intención simplista de cancelación—, abundando en los rumores alrededor del asesino serial Ed Gein como fuente de inspiración de personajes como Buffalo Bill. Curio, unx youtuber que dedicó una serie a los “monstruos” de la cultura popular desde la óptica queer/no binarie, abundó en un video sobre asesinos seriales en la aparente obsesión de Thomas Harris por darle a sus asesinos seriales una identidad sexogenérica fuera de la norma: Lecter es bisexual y Buffalo Bill es un esquizofrénico que “piensa que es una mujer trans”.
[3] Un penoso final para una saga cuyos primeros dos libros aparecen constantemente mencionados como de los mejores de su género, mencionados en listas de “mis libros favoritos” de gente como David Foster Wallace.