“Paratextos” es la columna de Claudia Cabrera Espinosa. En esta ocasión nos habla acerca de Emilia Pardo Bazán, mujer que defendió su destino propio, a pesar de todo intento masculino por estorbarlo.
Cien años sin el genio de doña Emilia Pardo Bazán
“Paratextos” es la columna de Claudia Cabrera Espinosa. En esta ocasión nos habla acerca de Emilia Pardo Bazán, mujer que defendió su destino propio, a pesar de todo intento masculino por estorbarlo.
Texto de Claudia Cabrera Espinosa 19/02/21
La condesa de Pardo Bazán (La Coruña, 1852-Madrid, 1921) fue periodista, cuentista, novelista, crítica literaria, dramaturga, biógrafa, poeta, feminista, esposa y madre. Dentro de su producción narrativa destacan las novelas La tribuna (1883), La dama joven (1885) y Los pazos de Ulloa (1887), así como los libros Cuentos sacroprofanos (1899), Un destripador de antaño (1900) y Cuentos del terruño (1907), entre una producción de cerca de 600 relatos.
La cuestión palpitante, obra en la que sobresale su capacidad ensayística, fue publicada originalmente por entregas en el periódico La Época, en 1882, en donde reflexiona sobre el naturalismo, aquella nueva manera de escribir que sacudió a la sociedad española decimonónica, pues trasladaba los reflectores, habituados a iluminar la parte bella de la vida, la naturaleza y las vicisitudes románticas de las clases más favorecidas, hacia estratos más bajos de la población. Retrataba la cotidianidad de la clase trabajadora, sus escasas oportunidades de mejorar, su miseria y ciertos detalles concernientes a la higiene y malos olores que hacían torcer el gesto a los lectores de la época.
Esta serie de ensayos está confeccionada en torno a la producción literaria del parisino Émile Zola y, en particular, a su libro La novela experimental (1880), según la cual la nueva literatura serviría para extraer de ella las leyes humanas y sociales. Para ello, el escritor francés se basó, entre otros textos, en la “Introducción al estudio de la medicina experimental”, de Claude Bernard, y afirma que tanto en los seres orgánicos como en los inorgánicos existe un determinismo absoluto. Zola parte de la ciencia y de los fenómenos fisiológicos para formular las leyes del pensamiento y de las pasiones.
Una de las cualidades más extraordinarias de Pardo Bazán en la confección de La cuestión palpitante es que, mientras subraya la importancia del naturalismo como una nueva manera de observar a la sociedad y de aproximarse a sus más crudas expresiones, critica el método empleado por Zola y su manera de “someter el pensamiento y la pasión a las mismas leyes que determinan la caída de la piedra” y de prescindir de la espontaneidad individual, así como las características de su objeto de estudio, que el francés denomina “la bestia humana”.
La autora gallega comienza refiriéndose al escándalo que el naturalismo significó en la sociedad española y a las dificultades de su recepción en el siglo xix, pues se trataba de libros que no podían “andar en manos de señoritas”. Por otro lado, una vez expresada la necesidad de que precisamente las señoritas conocieran los escollos de la vida para evitarlos, apunta con su característica claridad mental, que en los dominios del espíritu no existe ecuación entre la intensidad de la causa y del efecto; que la vida del ser humano no era un fenómeno físico o químico, pues en ella intervenía el libre albedrío. Su vasta cultura tanto literaria como filosófica y científica le permitía citar a estudiosos como Joseph Delboeuf, autor de La psicología considerada como ciencia natural, y esgrimir contra Zola —a quien admiraba y conoció en París en uno de los muchos veranos que pasó en la capital francesa—, cuyos errores manifiestos en su estética naturalista atribuía a una “ciencia mal digerida”.
Su condición de mujer en el siglo xix fue determinante en muchos aspectos de su vida (se casó con José Quiroga a los dieciséis años y tuvo tres hijos), y ella así lo manifiesta: “Yo he sido educada en la privación y el santo horror de las novelas románticas; y aunque leía en mi niñez —hasta aprenderme trozos de memoria— la Ilíada y el Quijote, jamás logré apoderarme de un ejemplar de Espronceda o de Nuestra Señora de París, obras que su fama satánica apartaba de mis manos”. Sin embargo, más tarde se encargó de remediar esta carencia con creces y fue una voraz lectora y estudiosa de textos clásicos, del Siglo de Oro español, románticos, realistas y un inmenso etcétera.
Su padre, el conde José María Pardo Bazán, le dio un consejo que extraigo del prólogo a Miquiño mío. Cartas a Galdós[i]: “Mira, hija mía, los hombres somos muy egoístas, y si te dicen alguna vez que hay cosas que pueden hacer los hombres y las mujeres no, di que es mentira, porque no puede haber dos morales para dos sexos”. De esta advertencia, y de su buena comprensión, se desprende que a los ojos de doña Emilia la desigualdad cultural entre los sexos no proviene de sus capacidades sino de sus oportunidades y, en particular, de la educación recibida por las señoritas en la España decimonónica. Este tema, abordado por Moratín como una cuestión de suma importancia en El sí de las niñas, obra de teatro estrenada décadas antes, en 1806, fue uno de los bastiones de la condesa en su lucha feminista. Desde los albores del siglo el dramaturgo madrileño condenaba una formación que doblegaba la voluntad de las niñas e inspiraba en ellas “el temor, la astucia y el silencio de un esclavo”
El trato de Emilia Pardo Bazán con Francisco Giner de los Ríos le permitió un acercamiento a la Institución Libre de Enseñanza, la cual celebró un congreso pedagógico en Madrid en 1892. En su participación, la condesa expuso:
Aspiro, señores, a que reconozcáis que la mujer tiene destino propio; que sus primeros deberes naturales son para consigo misma […] que su felicidad y dignidad personal tienen que ser el fin esencial de su cultura, y que por consecuencia de este modo de ser de la mujer, está investida del mismo derecho a la educación que el hombre, entendiéndose la palabra educación en el sentido más amplio de cuantos puedan atribuírsele.
Y agregó, ante un público experto, la necesidad de que la mujer obtenga, sin dilación: “Libre acceso a la enseñanza oficial, y como lógica consecuencia, permitiéndola ejercer las carreras y desempeñar los puestos a que le den opción sus estudios y títulos académicos ganados en buena lid”.
A pesar de sus esfuerzos por estrechar la distancia entre hombres y mujeres en materias culturales e intelectuales, y de sus notables aportaciones en el estudio de autores como Feijoo, Balzac, Daudet, Goethe y Byron, entre muchos otros, doña Emilia padeció en carne propia el machismo de su época. Tres veces fue propuesta para ingresar a la Real Academia Española (en 1889, 1891 y 1912) y tres veces fue rechazada. Entre sus detractores se encontraban los escritores Juan Valera, José María de Pereda y Marcelino Menéndez Pelayo, entre otros. La apoyaron, en cambio, Ramón de Campoamor, Miguel de Unamuno y el pintor Joaquín Sorolla, además de Benito Pérez Galdós. Resulta desgarradora la defensa de la autora gallega ante el rechazo de los académicos:
Si a título de ambición personal no debo insistir ni postular para la Academia, en nombre de mi sexo creo que hasta tengo el deber de sostener, en el terreno platónico y sin intrigas ni complots, la aptitud legal de las mujeres que lo merezcan para sentarse en aquel sillón, mientras haya Academias en el mundo.
Si bien se publicaron una buena cantidad de artículos sobre el tema en la prensa de la época, varios de ellos en la revista Nuevo Teatro Crítico, fundada y dirigida por Pardo Bazán, y algunos otros de carácter ofensivo tanto para la escritora gallega como hacia el sexo femenino, su postulación nunca llegó a buen puerto. No obstante, entre los logros de su lucha feminista se encuentra el haber sido la primera mujer en ocupar una tribuna en el Ateneo de Madrid, en 1887, y la designación de la cátedra de Literatura Contemporánea y Lenguas Neolatinas en la Universidad Central de Madrid, en 1916, ambas importantes batallas ganadas tanto para ella como para sus congéneres.
Su participación como conferenciante en el Ateneo fue muy activa, y entre el nutrido público que la escuchaba disertar sobre literatura rusa y otra variedad de temas, se encontraba Benito Pérez Galdós, quien fuera su amigo, primero, y eventualmente su amante, a finales de la década de 1880, tras la separación entre Pardo Bazán y su marido, de quien la ley de la época la impedía divorciarse. Amén de los detalles románticos de la relación de los escritores, de su amistad y admiración mutua queda constancia en las epístolas que aún se conservan.
El legado de Emilia Pardo Bazán se halla en sus ensayos, en su lucha feminista, en la inteligencia y la pasión desbordada de novelas como La sirena negra (1909), en las olas del mar gallego que salpican sus narraciones y en los varios centenares de relatos que tenemos a nuestra disposición. La mayoría de estos son realistas y costumbristas, gestados tras una fina observación de la realidad provincial y muchas veces recuperando las tradiciones del noroeste español; no obstante, la autora también incursionó en la literatura fantástica y hay una buena cantidad de cuentos que transgreden el canon de la época. En ellos se muestra heredera de Hoffmann, Poe o Maupassant, y recupera motivos como el vampiro, los espectros y la muerte, e incluso explora el territorio de lo fantástico interior, es decir, las patologías mentales que propician la aparición de fenómenos sobrenaturales, como ocurre por ejemplo en las narraciones breves “El ruido”, “La calavera” o “Eximente”.
Esta producción fue compilada recientemente en el libro Cuentos fantásticos de la editorial Eolas (2020) como parte de la colección “Las Puertas de lo Posible”, y es una magnífica oportunidad para conocer esta interesante faceta de doña Emilia. Ya sea como novelista, ensayista o cuentista, cien años después de su fallecimiento Pardo Bazán sigue demostrando que el talento y la elocuencia no tienen género. EP
- [i] Pardo Bazán, Emilia, “Miquiño mío”. Cartas a Galdós, edición de Isabel Parreño y Juan Manuel Hernández, Turner Noema, 2020.