Ana Elena Mallet hace un recorrido por un lugar emblemático de la colonia Anzures: el hotel Camino Real.
Camino Real
Ana Elena Mallet hace un recorrido por un lugar emblemático de la colonia Anzures: el hotel Camino Real.
Texto de Ana Elena Mallet 19/11/21
Mi abuela paterna vivía en la colonia Anzures. Ahí crecieron mi padre y mis tíos. Las comidas de fin de semana sucedían siempre en su casa, en la calle de Bradley y, supongo que por haber crecido en la Anzures, mi padre y mis tíos tenían debilidad por algunos lugares de la zona. Uno de ellos era el hotel Camino Real. Recuerdo de niña ir a comer, pasar un buen tiempo mirando la “alberca de olas” y correr por los pasillos y jardines mientras los adultos se sentaban a tomar la copa en ese coqueto bar.
Años más tarde, mientras trabajaba en un museo en el sur de la Ciudad, con el equipo y nuestro director, además de varios artistas, encontramos en el bar del Camino Real un refugio en el que, de vez en cuando, éramos infieles al bar de Sanborns o al Covadonga y nos dábamos un lujito yendo a tomar martinis al Camino Real.
Ya durante mi vida adulta, buscaba siempre pretextos para volver al hotel que a la fecha, me sigue pareciendo una de las grandes obras artísticas y arquitectónicas del país.
Para el arquitecto Ricardo Legorreta, fue un regalo de la vida y un proyecto para renacer, como cuenta la escritora Ana Terán en su libro sobre el autor de esta maravillosa obra de arte. Con apenas 34 años, Legorreta tomó la responsabilidad de diseñar y construir en tiempo récord, un hotel de 750 habitaciones que debía estar listo para las Olimpiadas de 1968. Apostó por un diseño bajo, de apenas 5 pisos, para no tener que construir una gran estructura y así consumar los tiempos y presupuestos. Un hotel que cumpliría con las necesidades de gran centro de hospitalidad de una urbe cosmopolita, pero que se erigiría entre jardines, patios, albercas y canchas de tenis.
Juicioso y atento, Ricardo Legorreta armó un equipo de diseño con alcances internacionales y visión universal. Para los interiores contrató a la diseñadora Barbara Rodes especialista en textiles y que entonces radicaba en Alemania y, al francés Charles Sevigny que vivía entre París y Marruecos; Sevigny solicitó trabajar con una compañía de muebles internacional que pudiera cumplir en tiempos y alcanzar la calidad necesaria. El diseñador propuso a Knoll internacional, lo que dio como resultado que luego de la experiencia con Camino Real, Knoll abriera su primer showroom en México. Luis Barragán y Mathias Goeritz se sumaron al equipo de asesores creativos y el ingeniero Leonardo Zeevaert, quien ya había calculado la Torre Latinoamericana, se integró como parte del grupo que revisaba lo estructural.
El movimiento de integración plástica que implicaba que la pintura y escultura se sumaran, desde la concepción del proyecto, a la arquitectura para crear una obra de arte total, seguía siendo parte de los discursos artísticos de la época y Legorreta estaba al tanto de ello. Así, tomando el muro, no sólo como elemento constructivo, sino poético y simbólico, Legorreta creó en el hotel un recorrido casi museológico, con obras de la autoría de artistas de talla internacional, que hicieron que en poco tiempo, Camino Real se convirtiera no sólo en un hotel, un bar o un punto de reunión, sino una suerte de museo público donde se podían admirar maravillas.
Un muro es un muro es un muro… La esencia del Camino Real
El primer muro es esa espectacular celosía geométrica que te recibe de cara a la calle de Mariano Escobedo, hoy pintada en un brillante rosa mexicano, en algún momento fue negra (de acuerdo al registro fotográfico de archivo). Erguida e inmutable en su rosa vibrante, es un emblema del modernismo nacional. Luego de cruzar la celosía y apenas pasando la “fuente de olas” (que diseñó Legorreta y no Isamu Noguchi, como dice la leyenda) hay un enorme ventanal (que también podríamos considerar un muro), que apenas deja entrever el lobby. La primera pared luego de cruzar esa suerte de atrio transparente es una pintura monumental de Rufino Tamayo en lo que hoy es un espacio de trabajo o descanso que en algún momento fue una cafetería. Al bajar a la recepción, una escultura de Pedro Friedeberg: su “Silla Mano” con acabado dorado, recibe a los visitantes y atrás, en otro muro, un espectacular Pedro Coronel.
Luego de cruzar el lobby y al entrar al restaurante La huerta hay un colorido mural de Luis Covarrubias que retrata una vasta y verde jungla, con sus animales escondidos entre la maleza y un desparpajado mono, descansando en una liana,
Si uno opta por subir a los salones de fiesta, se topa con otro muro, simplemente deslumbrante. El inigualable mural de Mathias Goeritz, La Batalla de Samotracia, en lámina dorada con pequeñas perforaciones que generar una textura que sugiere una tensión entre lo manual y lo industrial.
Al pasar los salones de fiesta y subir una escalinata más, otra gran mural desconcertante divertido y curioso: Condóminos egoístas para las hijas de Berlioz, pieza de Pedro Friedeberg que antes de la “devastadora remodelación” (como afirma el propio Friedeberg en su Facebook oficial) a la que fue sometida el hotel en los años 1980, ofrecía una experiencia inmersiva, cuasi mágica. Hoy hay que subir en elevador a la cuarta planta del estacionamiento, y luego bajar medio piso por la escalera, para encontrar el mural encasillado frente a un espejo, ambiente que genera una angustiante experiencia.
En el diseño original, subiendo un piso más, se abría un amplio recibidor en el que Legorreta comisionó una espectacular escultura de Alexander Calder. La pieza fue vendida en una subasta internacional por millones de dólares, en uno de diversos momentos en que el hotel cambió de dueños y los directivos no supieron entender el valor patrimonial del hotel en su conjunto; con sus muros, sus jardines, sus obras de arte y sus historias.
En aquellos primeros días de excitación, prisas y retos, Legorreta tuvo también la visión de invitar a Anni Albers, la artista y diseñadora alemana que radicaba en New Haven, Connecticut, a realizar otro mural, uno sobrepuesto, que era un vibrante tapiz, en tono rojo cochinilla, que al momento de inaugurar el hotel colgaba en una de las paredes del bar.
A diferencia de los otros murales que permanecen, a pesar de los intentos de distintos dueños que han querido sacar provecho del prestigio (y precios) de los artistas, el tapiz de Albers, despareció de los muros del Camino Real en los años ochenta y hasta 2018, no volvimos a saber de él.
En 2018, la editora Carla Zarebska realizaba una investigación para un proyecto editorial que conmemoraría los 50 años del hotel. Al comenzar a preguntar si acaso alguien hubiera sabido el paradero del tapiz, y mostrar algunas fotos al director en turno; uno de los empleados de antaño que conocía las entrañas del hotel, recordó haber visto un “tapete” similar al de la foto en una antigua bodega de blancos. Carla no cupo en su asombro al desenrollar “el tapete” , todo parecía indicar que era ese eslabón perdido por más de treinta años. Curiosamente en aquella bodega aparecieron también otras piezas importantes de las que el hotel parecía no tener registro, pues algunas fueron legadas por huéspedes o eran vestigios de las distintas redecoraciones que ha sufrido el hotel a lo largo de su historia. Camino Real, como museo vivo y patrimonio que es, parece tener una colección de arte que mereciera la pena ser expuesta y compartida.
Unos días después del descubrimiento, Carla me llamó. Armando Salas, fiel guardián del archivo de su padre, el fotógrafo Armando Salas Portugal, quien registró el hotel antes de su apertura, le había dicho que yo llevaba años preguntando por ahí, si alguien, acaso, había visto ese tapiz.
En 2005, cuando trabajaba en la exposición sobre Clara Porset para el museo Franz Mayer, conocí a Brenda Danilowitz, curadora de la Fundación Josef y Anni Albers, que me reveló la existencia del tapiz y su misteriosa desaparición, y me dejó una serie de fotocopias con imágenes de la pieza, por si acaso alguna vez podía dar con él. Yo, como curiosa profesional, de vez en cuando volvía al hotel y preguntaba al gerente en turno, al botones o a quien se dejara, si acaso alguien sabía dónde podía estar esa obra maravillosa .
Zarebska había dado con ella. Cuando recibí la llamada no lo pude creer. Uno de mis primos, era cercano a los actuales dueños del hotel. Le llamé, le conté lo que había aparecido y le pedí, le rogué, que ayudara a tener acceso. A la mañana siguiente a primera hora, estaba yo desenrollando el tapete en la oficina del director, y sí, como cursi que soy, con lágrimas en los ojos.
A partir de aquel momento el descubrimiento se convirtió en aventura. Yo saqué boleto sin beneficio. La sola idea de ser parte de esta revelación me emocionaba, y estuve dispuesta a dedicarle mi tiempo y experiencia. Comenzó un proceso de entender qué querían los dueños y cómo veían el tapiz en su futuro. Mi labor voluntaria fue asesorar en la selección del equipo de restauración y darle seguimiento. Para haber estado enrollado tantos años en un ambiente algo húmedo, la pieza estaba en condiciones bastante decentes. Carla Zarebska le escribió a Brenda Danilowitz y en menos de tres días, ella estaba ya en la CDMX. Cuando vio la pieza, no pudo contener la emoción. La voz de la experiencia confirmaba que ese era el Albers perdido. Una pieza que ningún especialista había podido ver y que —nos contaba Danilowitz— era atípica de la producción de Albers, que era una ávida y avezada tejedora. Esta pieza, realizada en fieltro industrial, a diferencia de sus delicados tejidos manuales, marcaba un momento interesante de su cuerpo de obra, ya que fue realizada por encargo en un taller externo.
El equipo del Centro Nacional Conservación y Registro del Patrimonio Artístico Mueble (CENCROPAM) que se encargó de la restauración, hizo maravillas en poco tiempo. En menos de cinco meses la pieza estaba terminada y avanzaban los planes para recolgarla en Camino Real. El despacho de Legorreta, ahora dirigido por su hijo Víctor, hizo la propuesta. La pieza se colgaría al lado del Goeritz, en un lugar poco propicio y en donde ambos murales se robarían protagonismo uno al otro. Ni hablar, para qué discutir si lo que queríamos era tener la pieza (que por cierto se titula Camino Real) de vuelta en casa.
El tapiz estuvo colgado tan sólo unos pocos meses ya que la galería neoyorkina David Zwirner lo solicitó en préstamo para mostrarlo en una magna exposición donde anunciarían que había aparecido y de paso, informarían al mundo del arte que la prestigiosa galería se haría cargo del comercializar el legado de Josef y Anni Albers. El textil estuvo expuesto en Nueva York y causó sensación; se publicó un libro con los dibujos preparatorios, su historia y fotografías nuevas del gran descubrimiento. Luego llegó la pandemia, se desmontó la exposición y el tapiz no regresó. Tampoco sabemos si volverá. Mucho me temo que estén pensando en venderlo y jamás lo volvamos a ver en su ubicación original.
El director de Camino Real que fue parte de aquella aventura ya no está. Los correos que envíe al nuevo director nunca fueron contestados. Nadie parece saber nada. Mi primo que cree que soy una alborotadora, leerá este texto y confirmará su hipótesis.
Volví a Camino Real en estos meses de pandemia y me topé con que los bellísimos butaques que estaban en el motor lobby y otros que había en recepción, con las originales mesas diseño de Legorreta en forma de estrella, también se han ido. Hoy hay unas mesas largas bastante ordinarias, y pareciera que el hotel poco a poco, pierde su encanto.
Si tan sólo dueños y directivos entendieran el valor patrimonial del edificio, del hotel, de sus historias y su importancia en la vida pública y cultural de México, se darían cuenta que el Camino Real es un ente vivo, que habla y que tiene que seguir contando historias, mostrando arte y sí, recibiendo visitantes y huéspedes que disfruten esta gran obra y de nuestro maravilloso país.
Yo sólo quiero que el tapiz regrese, que se cuelgue en un lugar donde se pueda gozar, y seguir tomando de vez en cuando, deliciosos martinis en el Camino Real. EP