¿Qué pasa con el fenómeno del ‘true crime’ en las pantallas?, ¿qué es lo que ofrece a las personas para que tenga la popularidad que tiene actualmente en los dispositivos y plataformas? Luis Reséndiz nos ofrece un catálogo de posibilidades y un breve análisis de por qué a las personas atrae tanto.
Algunas consideraciones sobre el fenómeno del ‘true crime’
¿Qué pasa con el fenómeno del ‘true crime’ en las pantallas?, ¿qué es lo que ofrece a las personas para que tenga la popularidad que tiene actualmente en los dispositivos y plataformas? Luis Reséndiz nos ofrece un catálogo de posibilidades y un breve análisis de por qué a las personas atrae tanto.
Texto de Luis Reséndiz 23/06/21
Lo ha notado todo el mundo: el ‘true crime’ parece haber invadido los dispositivos del planeta. Los servicios de streaming lo aman. Las cadenas de televisión por cable sobreviven en buena parte gracias al género. Los podcasts no se cansan de cubrir casos nuevos y de volver a cubrir los viejos casos —“clásicos”, les llaman algunos—. Los youtubers se deleitan escarbando en mórbidos acontecimientos y presentándolos en narraciones macabras adornadas con metraje de stock. Del otro lado de la pantalla, las audiencias, engolosinadas, deglutimos los grotescos relatos de víctimas cuyos nombres olvidaremos al cabo de unos minutos y de sociópatas aparentemente fascinantes que recordaremos por el resto de nuestras vidas. Nunca como hoy había sido tan popular el ‘true crime’: nunca como hoy nuestras sociedades se habían mostrado tan fascinadas por este género cuya materia prima es la desgracia del prójimo.
Excepto que esto, claro, no es verdad. Las personas tenemos una tendencia casi irrefrenable a otorgarle cualidades excepcionales a nuestros tiempos. Una tendencia por el estilo cruza buena parte de los textos sobre el ‘true crime’: se habla de un momento sin precedentes en el que la popularidad del género es mayor que nunca. Aunque la hipérbole es parte casi que intrínseca del estilo de redacción de artículos y notas de prensa, este excepcionalismo del presente opaca el hecho de que la fascinación con los crímenes reales ha formado parte importante de la cultura desde hace mucho tiempo.
¿Qué es el relato de Caín y Abel si no uno de los más antiguos y sonados relatos de ‘true crime’ de los que hayamos tenido noticia? Adelantando el reloj hasta el nacimiento de los libros, llegamos a 1617, año en que se publicó en China El libro de las estafas, un recuento de casos verídicos de fraudes, estafas y brujerías en la provincia de Fujian durante la dinastía Ming. Escrito por Zhang Yingyu, El libro de las estafas inaugura una de las principales tendencias del ‘true crime’: la simpatía del narrador por los delincuentes antes que por las víctimas. Zhang Yingyu se burla descaradamente de algunas de las presas de los timadores, y reconoce y hasta parece admirar el oficio y el ingenio de los delincuentes —algo que lo mismo encuentra uno en Del asesinato considerado como una de las bellas artes de Thomas de Quincey, publicado en 1827, que en el último estreno dedicado a Ted Bundy en Netflix—.
Hay, claro, otra retahíla de autores literarios que desde el siglo XIX y hasta nuestros días han dedicado sus esfuerzos al ‘true crime’: Charles Dickens, que en Barnaby Rudge colocó algunas piedras fundacionales de la novela basada en crímenes reales; Rodolfo Walsh, que en Operación Masacre utilizó las herramientas de la ficción para consignar los hechos en el fusilamiento de cinco civiles durante la dictadura del general Juan José Valle; Truman Capote, que en A sangre fría relató con maestría los asesinatos de la familia Clutter o, más recientemente, Chicas muertas, de Selva Almada, un deslumbrante híbrido de prosa ensayística y crónica y periodismo de investigación. Pero no se trata nomás de consignar las plumas notables que se han ocupado del género, sino de demostrar su extendida presencia histórica, y para eso tenemos a las baladas, que desde el siglo XIV hasta el XIX consignaron, entre otras cosas, relatos basados en crímenes reales; o a los panfletos y libros baratos que desde el siglo XVI hasta el día de hoy han sido albergue de narraciones sobre criminales de cualquier ralea, desde los chapbooks ingleses hasta el Alarma! mexicano y sus múltiples imitadores. Lo que sobresale de este recuento no es la noción de un tiempo presente particularmente obsesionado con el ‘true crime’, sino la de una cultura —la humana— con una fijación acaso irrenunciable con la violencia y con la muerte. “Se narra un viaje o se narra un crimen. ¿Qué otra cosa se va a narrar?”, escribió alguna vez Ricardo Piglia.
No quiere decir esto, por supuesto, que el ‘true crime’ esté exento de críticas sólo por ser un género antiguo, favorito del público durante siglos. Por el contrario: resulta difícil no preguntarnos sobre qué estamos viendo en un país con los índices de violencia que tiene México, un país donde tan sólo el año pasado se registraron 35, 000 asesinatos totales. Es difícil no observar que buena parte del género del ‘true crime’ está dedicado, básicamente, a narrar la vida y obra de feminicidas e infanticidas seriales que operaron con total impunidad por años y que a menudo ven su rostro glorificado: Ted Bundy quizá sea el más notorio de todos ellos, pero no está —ni de lejos— solo en esa lista. Y es complicado no reconocer que buena parte de esos asesinos pudieron actuar con libertad precisamente porque su objetivo eran poblaciones vulnerables: niños, mujeres, prostitutas, hombres homosexuales, personas trans, personas de color, vagabundos y enfermos mentales. La narrativa del asesino serial como un sujeto calculador y excepcionalmente inteligente ha sido alimentada en buena manera por el escurridizo relato “basado en hechos reales”, primo hermano del ‘true crime’, y series como Mindhunter o películas como El silencio de los inocentes, la primera basada en hechos reales y la segunda protagonizada por un asesino serial ficticio basado en asesinos reales, han contribuido notablemente a esta noción. Rita Segato ha abundado en este problema: “[…] aunque los medios muestren la monstruosidad del agresor, ese monstruo para otros hombres resulta una figura tentadora, porque el monstruo es potente”. La solución facilista a este problema sería condenar moralmente al género y sentenciarlo al olvido, esperando que ese deseo bienintencionado se haga realidad.
La realidad, por supuesto, es mucho más compleja, y la solución al problema —como suele pasar a menudo— está en el problema mismo. Aunque las tendencias de glorificación del criminal son reales y muy notorias en buena parte del género, también es verdad que la preocupación por la ética y los efectos de los medios en la sociedad han hecho su parte: por un lado, cuando cineastas y periodistas toman consciencia de los alcances de sus medios y deciden consagrar sus esfuerzos a narraciones desde distintos ángulos, como es el caso de The Jinx, una investigación periodística que devino miniserie y que culminó con la confesión y posterior captura de Robert Durst, un probable asesino serial millonario que llevaba años evadiendo a la justicia. O como lo hace el extraordinario documental Did You Wonder Who Fired the Gun?, de Travis Wilkerson, que indaga en el asesinato de un hombre afroamericano cometido por el abuelo racista del narrador, un crimen por el que nunca pisó la cárcel. Otros documentales recientes, como The Ripper y Sons of Sam: A Descent into Darkness han explorado otras aristas del crimen, como la ineptitud policiaca y el sexismo presente en la investigación de los asesinatos cometidos por Peter Sutcliffe, “el destripador de Yorkshire”, o la obsesión de un periodista aficionado con una teoría de conspiración en el caso de los homicidios perpetrados por David Berkowitz, el hijo de Sam. El género también puede ser un potente instrumento de denuncia: documentales mexicanos como Presunto Culpable y Las tres muertes de Marisela Escobedo así lo demuestran.
Por si fuera poco, las razones detrás de la fijación con el género van mucho más allá de la fascinación morbosa, o eso parecen indicar algunas exploraciones recientes del tema. En una columna de opinión publicada en el sitio de NBC News, la psicoterapeuta F. Diane Barth asegura que, tras indagar entre pacientes y conocidas, descubrió que una de las principales razones por las que los espectadores consumían ‘true crime’ eran primordialmente terapeúticas: sobrevivientes de violencia doméstica, por ejemplo, aseguraban que escuchar podcasts del género los hacía sentir “parte de una comunidad virtual donde sus voces son escuchadas”. Podcasts como My Favourite Murder, documenta The Atlantic, han creado una enorme congregación en línea, conformada principalmente por mujeres, en las que los relatos de ‘true crime’ les ha permitido hablar y comunicarse respecto a la violencia en sus vidas y los distintos problemas de salud mental de la comunidad.
El ‘true crime’ no desaparecerá nunca, o al menos no desaparecerá pronto de nuestras pantallas: eso es un hecho casi irrebatible. Como espectadores, le debemos pensamiento crítico y exigencias éticas. Como creadores, los responsables de producir incursiones en el género le deben a sus audiencias ángulos inusuales y estándares éticos. Y esta relación, por su misma naturaleza, está destinada a vivir en permanente tensión, sin una solución clara ni definitiva, sino en permanente construcción y reescritura. EP