Caballitos blancos

Presentamos un cuento de Mariana Rosas Giacomán, becaria de narrativa en la Fundación para las Letras Mexicanas (2022-2023).

Texto de 21/11/23

Presentamos un cuento de Mariana Rosas Giacomán, becaria de narrativa en la Fundación para las Letras Mexicanas (2022-2023).

Tiempo de lectura: 7 minutos

El hombre regresó después de noventa y dos días, aunque Inés ya había dejado de contar. Estaba por olvidarlo cuando hizo la sutil aparición: su inicial iluminó la pantalla del teléfono que Inés dejó cargándose junto al espejo del baño. Hola, soy tal, nos vemos en tal lado, tal hora. Le tomó un par de horas responder. Prefirió quedarse en el sillón, descalza, con la televisión mostrando un documental sobre la interesante vida del pulpo mimo. Thaumoctopus mimicus. Los ojos de Inés se encontraron con el reloj de la pared una vez tras otra, mientras el pulpo en la pantalla cambiaba de apariencia hasta parecerse a una medusa, un cangrejo, una concha. Cuando se hizo la tarde, Inés accedió, al fin, al encuentro. De todas formas los jueves no hay mucho que hacer, pensó. 

No había sentido tanto frío desde la universidad, cuando tomaba el camión de las cinco y media de la mañana para llegar al campus a las siete, y se encontraba con los jardines envueltos en neblina blanca. De esos años distantes solo se acordaba del vaho y el cristal helado de las ventanas en el salón. La soledad. Un suéter encima de otro sobre su piel de piedra lisa. No tenía buena memoria, pensó dentro del taxi rumbo al encuentro. Tan solo un par de semanas antes, en la fila del cine, se había encontrado con una mujer que afirmaba haber sido su compañera en la escuela. 

–Éramos equipo en laboratorio –decía la desconocida con entusiasmo–. ¿Te acuerdas? Estábamos juntas cuando abrimos el corazón, y Fátima o no recuerdo quién pero alguien se andaba desmayando y no sabíamos qué hacer, porque estábamos risa y risa y…

Inés se percató de la carriola junto a la chica. Una bebé mostraba una sonrisa sin dientes.

–¿Te acuerdas? –insistió la mujer. Sus facciones no le parecieron solo desconocidas, sino insólitas. 

Se fue sin despedirse. Entró a la sala de su película y no prestó atención. ¿Quién era esa mujer, quién era Fátima, cuándo había abierto un corazón? De haber sido cierto, no recordaba siquiera el olor de la carne ensangrentada. 

Inés no solía acordarse de la preparatoria ni de la secundaria como el resto de sus amigas. Las fiestas y los novios habían sucedido porque las demás aún le hablaban de ello. Pero no recordaba cuándo dejó de sentirse una niña, y tampoco importaba, su infancia había sido una larga siesta de la que solo guardaba algunos sueños; un laberinto de juegos y ese lago verde donde nadaban los patos de algún lugar lejano. En unos años, pensó, no recordaría la cara del amante, de ese hombre tan serio que nunca pedía nada extraordinario. Cuando terminaba, el hombre entraba directo a la regadera, se vestía, se ponía loción y abandonaba el lugar. Se iba luciendo igual a como había llegado, un arquitecto de catálogo. Cuando aquello sucediera -el olvido-, Inés ni siquiera haría un esfuerzo por rescatarlo de la neblina en su memoria. En lo absoluto. Se dirigía a su encuentro exclusivamente para matar las horas, para no pensar en nada que no fueran los deseos que le pediría. 

El taxista la interrogó: ¿Va a descansar, señorita, va a ver a un galán? Gracioso que se lo preguntara, pensó Inés. Se había vestido del menor atractivo que pudo: unos pants grises y un suéter holgado. Antes, cuando tenía más energía y gusto por el hombre, usaba faldas cortas, blusas y medias. Ahora la idea le parecía agotadora. Al taxista solo le contestaba con el murmullo que contenía todas las respuestas, un mmm-h con la entonación ambigua del sí y el no.  

–¿Un cigarro? 

El hombre volteó del asiento para enseñarle una cajetilla abierta. Inés solía desconfiar, pero eran sus cigarros favoritos, Luckies rojos, y no encontró la voluntad para negarse. Ambos fumaron en silencio, y la espiral de humo daba vueltas sobre sus cabezas antes de desaparecer en la noche inmensa. El silencio era una cobija cálida. Cuando Inés estaba por quedarse dormida, arrullada por el abrazo del humo y la calefacción, el auto se detuvo frente a un centro comercial.

–¿Aquí? –preguntó el conductor.

–Creo que sí.

–Debe ser allá –el hombre señaló el mall recién inaugurado en el que Inés se había encontrado a su antigua compañera de la preparatoria–. Porque este lleva meses cerrado. 

–Quizá él…la persona a la que voy a ver, no lo sabe. 

El taxista se ofreció a esperarla en lo que se encontraba con el hombre. Fumó, exhalando el humo por la ventana. Inés observó la fachada, el centro comercial de su infancia lucía oscuro y abandonado como si en su interior hubiera ocurrido un incendio. Pero algo en los lugares vacíos le fascinaba, tanto que a veces pasaba las tardes viendo videos sobre edificios históricos que ahora solo albergaban ratas y miradas de morbo. Recordó al político que en los años ochenta construyó un Partenón en la playa para vivir en él. Había visto fotos del interior del lugar, columnas jónicas, mesas largas y murales descarapelados que mostraban las metamorfosis de Ovidio. 

–¿Qué habrá pasado? –se preguntó recordando el lugar unos años antes, sus luces navideñas colgando del domo, el olor a galletas. 

Quizá lo inevitable: el centro comercial se había vuelto viejo y poco atractivo. Como el amante, pensó, y una voz la llamó. 

–Inés, estoy aquí. 

Sería la primera vez que la llamaba por su nombre. Ella se lo había dicho una sola ocasión, cuando los presentaron en aquella fiesta de gala. Inés llegó a pensar que a él se le había olvidado por completo cómo se llamaba, y la idea le gustaba; cuando estuvieran juntos, ella sería sólo una silueta, un aliento. El olor del perfume de la mañana sobre su piel. Sería una sin-nombre, una cosa hermosa de tal belleza que no puede ser denominada. Su lenguaje era de por sí entrecortado, borroso, una conversación entre dos fantasmas. No hablaban nunca más de lo necesario: cómo estás, qué tal tu día, de qué tienes ganas. A veces un me extrañaste que no era pregunta ni afirmación sino un deseo en voz alta. 

Pero ahora, el nombre estaba en su boca. 

El amante bajó de su automóvil blanco y la saludó con un beso en los labios. El taxi de Inés, envuelto en humo, se fugó por la avenida.

–¿Aquí? 

–¿No te gusta el silencio? –y le pidió a Inés que lo esperara unos segundos. El hombre se acercó a una caseta en la entrada, tan oscura como el resto de la plaza, e intercambió palabras con alguien. Inés no alcanzaba a ver al interlocutor del amante, podía tratarse de un policía, un velador, una mera sombra. El amante sacó un billete de la cartera y lo puso en la mano del desconocido. Entonces el ser sin cara abrió para ellos el candado que bloqueaba el acceso. Frente a ellos la oscuridad. 

Mis papás me traían aquí cuando era chica, pensó Inés en decir. No lo hizo. Acompañó al amante a recorrer las ruinas de la plaza. De la tienda de mascotas quedaba una pecera vacía, verde por los restos de musgo sobre sus paredes transparentes. Un cine mostrando una cartelera que estaba a meses de parecer un residuo de otra época. Frente a lo que alguna vez fue una tienda de ropa juvenil, un maniquí posaba sin cabeza. En medio de todo, un espacio grande y vacío como un claro en el bosque. De pronto el recuerdo, el olor a hamburguesas y refrescos. Inés vio a sus padres: él de barba negra, ella de rizos dorados como el mediodía. En sus brazos, una bebé de ojos brillantes por tanto adorar el mundo nuevo. 

El silencio se quebró como un espejo que cae. 

–¿Estás bien? –preguntó el amante–. Te pusiste pálida. 

–Estoy bien. Es solo cansancio. 

–Ven, sígueme, esto es lo que quiero enseñarte –el amante la tomó de la mano por el laberinto de habitaciones vacías. Entraron a una tienda más grande, más blanca que todas las demás–. ¿Sabes qué había aquí?

Se tardó un minuto en recordar: El Palacio de Hierro. Por supuesto. Alguna vez al fondo de su segundo piso hubo un carrusel de caballitos blancos que giraban al son de un vals. 

–No, creo que nunca vine.

–Mira.

El único mueble en el desierto departamental era una cama compuesta por la base, el colchón y la almohada. Nada de cobijas -los fantasmas no las necesitan-. El amante se tendió en ella, y, segundos después, Inés se acostó a su lado. El colchón se mecía como un suave mar. 

Inés tenía ganas de echarse a dormir, despertar en su departamento y tomar un café caliente. El amante la miraba, contemplaba los vellos rubios de esa nuca que no quería darse la vuelta. Por un instante pensó que se había quedado dormida, muerta del aburrimiento. Cuando estuvo por ofenderse, escuchó un lamento quedito, casi un hipo, y se levantó a mirarla. Inés contemplaba el blanco sin fin de la pared como si se tratara de un paisaje nevado. El amante le acarició el pelo. Ella se limpió las lágrimas e inhaló fuerte:

–Mi vida no vale nada. 

Él fingió no escuchar. No había nada que pudiera hacer para enmendarla. Solo la tomó de la mano y besó su muñeca. Quizás, pensó, podría regalarle un reloj de oro. Tal vez así las cosas volverían a la normalidad. La recordaba unos meses antes, bailando sobre su regazo. Inés con audífonos puestos, bailando una canción que solo ella conocía. Él en cambio solo escuchaba el frote de sus ropas, y con eso bastaba para sentir que podía morirse de anhelo. 

  Inés le devolvió el beso en la muñeca, justo sobre las venas azuladas que marcaban su pulso impasible. Entonces sus bocas se juntaron en un beso que no era la mitad de una chispa, pero fue suficiente para encender sus cuerpos fríos. La cama desnuda aún se movía como la marea que crece. 

A ella la invadió la somnolencia del después. En esos casos se disculpaba, decía quiero dormir y se daba la vuelta. Ponía junto a sí el celular como un oráculo, mostrando en video los países más pequeños del mundo. Inés repetía los nombres en la mente: Nauru, Tuvalu, San Marino y Liechtenstein. Después se acostaba sobre su espalda y se imaginaba jalando una cuerda proveniente del techo, del cielo nocturno, hasta entrar la profundidad del laberinto de sus sueños. El amante también dormía bocarriba. A Inés no le gustaba mirarlo dormir, pensaba que parecía un cadáver. Estaba segura que en el cráneo bajo su pelo negro no había sueño alguno. 

Mientras él roncaba, ella se sentó al borde del colchón e imaginó un televisor frente a ella. De un canal sonaba el jazz con el que iniciaba una vieja caricatura. Otro mostraba un comercial de salsa de tomate. En la tele abierta se transmitía la repetición del programa de concursos. ¡Nombre femenino que rime con banana!, exclamó el conductor del programa. Una mujer corrió hacia el botón rojo para gritar ¡Blanca! e Inés escuchó la risa de sus padres. El conductor se tapó la cara con la tarjeta de las preguntas. Se reía. Nombre femenino que rime con banana, repitió, y ni bien terminó la frase la mujer gritó otro nombre, ¡Berenice! El presentador lloraba en carcajadas. Entonces miró a Inés. Sacó la tarjeta de la siguiente pregunta, ¿cuándo fue la última vez que los viste, ancianos, solos, abandonados, viejos, enfermos, ol

vi

da

dos?

Inés apagó la televisión y se levantó semidormida. Imaginaba que seguía un camino de confeti. El aire olía a palomitas, mantequilla y caramelo. Se acarició la pijama y miró las repisas infinitas de juguetes. Observó a las muñecas: sirenas, brujas, hadas. Muñecas doctoras, antropólogas, paracaidistas y granjeras. Los cochecitos, los animales de peluche, un mono, un pingüino.  Después de caminar por los pasillos, sintió el peso en sus párpados. Decidió volver a dormir ahí, donde estaba. El amante, bocarriba, no se percataría del frío en la cama, ni de la ausencia del peso a su lado. Dormía como un muerto, un ahogado solitario en la inmensidad del océano. 

Inés se acurrucó en silencio como un gato sobre la alfombra de olefina. Se arrulló, envuelta en el aroma de otra vida, y se durmió con las pestañas iluminadas por un parpadeo borroso. El carrusel también se apagó. EP

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