Como una muestra del trabajo que realizan los becarios de la Fundación para las Letras Mexicanas, hoy compartimos con nuestros lectores un cuento de Mariana Sierra: “Mario se levanta del sillón y comienza a deambular por la sala, sin decir palabra. Me oprime el pecho que alguien tan joven, tan nuevo en el mundo, haya perfeccionado ese nivel de hermetismo. Un niño no tiene por qué saber esos trucos”.
Como una muestra del trabajo que realizan los becarios de la Fundación para las Letras Mexicanas, hoy compartimos con nuestros lectores un cuento de Mariana Sierra: “Mario se levanta del sillón y comienza a deambular por la sala, sin decir palabra. Me oprime el pecho que alguien tan joven, tan nuevo en el mundo, haya perfeccionado ese nivel de hermetismo. Un niño no tiene por qué saber esos trucos”.
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Mario duerme.
Pronto despertará preguntando por su madre o por la cena. Caminará ansioso por
la sala, proponiendo juegos incomprensibles, y esta paz se habrá ido. Hasta que
eso suceda lo miro con detenimiento: la sudadera percudida, los tenis enlodados
sobre el sillón: ¡qué importa! Rara vez puedo verlo, que haga lo que quiera.
Durante la tarde
me informó muy seriamente que en unas semanas será su cumpleaños. Me resulta
difícil asimilar su crecimiento. ¿De verdad era más pequeño de lo que es ahora?
Está acostado sobre el sillón, con el cabello y los párpados delgados. En mi
mente, Mario es un niño eterno, un cuerpo inmune al tiempo. Lo imagino en la
universidad y en su primer trabajo, con las mismas manos frágiles y la nariz
pequeña, sentado en un escritorio con la sudadera del perro astronauta puesta. Afuera
continúa la lluvia. Lentamente, abre los ojos.
—Tía, tengo hambre —me dice con tono seguro.
—Mmm, ¿un sándwich de mermelada?
—No, si no es plátano con chocolate, no quiero —su voz viaja por las
esquinas de la sala, la llenan. Es la misma determinación de Raúl. Algo queda,
todavía, de nuestro lado de la familia.
—Bueno, pues, ya no tarda tu mamá. Podemos comer otra cosa mientras. Elige
lo que quieras del refri. Tú eres el chef.
Me mira con ojos grandes, silencioso, como preguntando el
paradero de su madre. Tengo que recordarme a mí misma no hablar de más, no
levantar sospechas. Si sonara el
timbre, podría evadir sus preguntas, pero aguzo mi oído y nada y el silencio
continúa. Tengo un sabor salado en la boca: es el sabor que resulta de sentirse
parte de una escena triste, la escena de dos extraños esperando en una sala sin
saber qué decir.
“Me mira con ojos grandes, silencioso, como preguntando el paradero de su madre. Tengo que recordarme a mí misma no hablar de más, no levantar sospechas.”
No pude pasar al
súper a comprar el cereal que tanto le gusta. Tengo aceitunas, palmitos, atún. Si
no lloviera, podríamos cruzar a la plaza por una hamburguesa, pero no parece que
el agua vaya a ceder pronto y no pienso exponerlo a él a un resfriado, ni a mí al
regaño de su mamá. Camino hacia la cocina dando brinquitos para que Mario me
siga. De ser así, podría enseñarle cómo abrir una botella de vino, los
espirales y los esfuerzos, nuestro pequeño secreto, pero no está detrás, así
que regreso a la sala con una botella de jugo de durazno y una barra integral.
—¡Mira lo que encontré! Los dejo aquí por si se te antojan.
—No… te gusta mucho jugar, ¿verdad? ¿Cuál consola te gusta? ¿El Nintendo?
Levanta los
hombros y cruza las piernas sobre el sillón. Alcanzo a ver una mancha negra y
húmeda sobre la tela blanca. Está bien, luego la limpio y, si no sale, tendré
cómo recordar a Mario.
—¿Te gustó ir al zoológico?
—Dani dice que hay uno donde puedes ver a los animales de cerca y que ahí acarició
a un león. Está más grande que el de Chapultepec y puedes ir en coche. Además,
no hay tanta gente como en el zoológico. La gente lo arruina todo.
No sé quién sea
Dani, algún amiguito de la escuela, me imagino, con el que juega futbol y come
en sus recreos. Nunca había pensado en él así, con otros, con amigos. Me salté
esa parte de su crecimiento, el aprender a convivir. Mi estómago se tuerce. Con
esta moneda me pagó Cristina. Aprieto los labios para fingir una sonrisa. No
suena el timbre todavía.
—No creo que haya acariciado a un león de a de veras. Es muy peligroso.
Mario me mira impaciente.
—Sí, tía, pero por eso está padre, porque nadie más lo puede hacer, porque
no es para gente pobre que ensucia y espanta a los animales.
Pinches gatos, así lo decía Cristina cuando tomábamos café y alguien
reía fuerte, pinches gatos, mientras
se bajaba los lentes oscuros para esconder sus ojos hinchados.
—No digas eso.
—Lo que pasa es que no has ido—. Tengo que hablar con ella; no puede estar contaminándolo desde chiquito—. Me van a llevar en mi cumpleaños y voy a acariciar uno. Pregúntale a mamá si puedes venir, para que veas. Puedes traer a un amigo o a alguien buena onda.
—¿A un amigo?
Me río para ocultar que no se me ocurre nadie. De todas formas, Cristina ha
impedido esos encuentros, no quiere incluirme en ese vínculo. Los últimos años
se han erosionado en llamadas: Mario está
dormido, otro día te marca. No podemos. Navidad con mi mamá, lo siento, igual y
puedes pasarla con tus vecinos. Semana de locos, yo te aviso, yo te aviso. Ojalá
Mario no aprenda ese horrible gesto suyo de torcer la boca para todo. La última
vez que los vi, fue en la fiesta del cuarto cumpleaños de Mario. Me invitó la
güera y Cristina no me dirigió la palabra en todo el día. No salí en la foto
del pastel. Pasé la tarde juntando los platos y los vasos usados.
—Sí, yo le pregunto. Va a estar padre. ¿Qué más te gusta hacer? Hace mucho
que no nos veíamos.
Hace tres
semanas la güera se mudó a Querétaro; me marcó para despedirse y me contó que
Cristina y Raúl habían estado viéndose de nuevo, nada formal, pero ya sabes cómo son. No supe qué decir; no entiendo
por qué tuve que enterarme por la güera. Mi hermano no me dijo nada, no hemos
hablado desde la noche en la que Cristina me marcó llorando en la madrugada.
Llegué al edificio y me encontré con los policías en la entrada. No podían
hacer nada hasta que Cristina levantara una denuncia. Nunca lo hizo. ¿Qué hiciste, Raúl? ¿Qué te pasa? Lárgate de
aquí, ¿ya viste cómo está Cristina? ¡¿Qué te pasa?! Encontré a Mario
llorando y sin entender nada en su cama. Lo cargué, le di palmaditas en la
espalda. Ahí tampoco supe qué decir, entonces lo llené de besitos. Luego
llegaron los paramédicos a revisar a Cristina: tres costillas rotas, fractura
de clavícula, contusiones. Al día siguiente fui al edificio a pedir al portero
y a los vecinos que no dejaran entrar a Raúl al edificio otra vez; todos sabían
por qué. Raúl no regresó ni por sus cosas. Cristina no me ha perdonado, para
ella es necesario odiarme para desplazar la vergüenza de su orgullo, para poder
culpar a alguien.
Mario se levanta
del sillón y comienza a deambular por la sala, sin decir palabra. Me oprime el
pecho que alguien tan joven, tan nuevo en el mundo, haya perfeccionado ese
nivel de hermetismo. Un niño no tiene por qué saber esos trucos. Quizás le
sirva en un futuro, caminar con cara seria alrededor de una sala mientras la otra
persona piensa en la tristeza.
—¿Quieres ver la tele, Mario? Tengo Netflix. ¿Te sigue gustando la de los
superhéroes?
—Se llama Avengers, pero ya salió
una nueva.
—¿Y está padre? ¡Vamos a verla! Y así me explicas.
Mario me dirige
una rápida mirada lateral con aire de disgusto, como si toda la idea hubiera sido
absurda. ¿Quién habría imaginado que los niños ya no quieren ver la tele? En
las primeras peleas, Cristina me llamaba tarde en la noche para que Mario durmiera
en mi casa. A Mario le fascinaban los
colores en la televisión; apenas iniciaba la música dejaba de llorar y aplaudía
sin poder sincronizarse con la música. Los colores, y un vaso de leche tibia
eran suficientes. Pensé en contárselo, pero me contuve.
—Tienes suerte, eh, cuando yo era niña, había bien poquitos canales, y
cuando ya era muy tarde, no pasaban ningún programa, sólo anuncios de sartenes
y licuadoras. Los domingos, a tu papá y a mí nos gustaba despertarnos temprano y
correr a la sala a ver un programa de concursos. Tu papá era muy malo
contestando las preguntas. ¿Quieres ver si tú sí puedes?
Me ignora. Se
acabaron las miradas. Continúa su recorrido curioso por los libreros.
—A ver… ¿Qué puedes sostener con tu mano derecha —la sacudo frente a él—,
pero no con la izquierda? —La escondo detrás de mi espalda.
—La mano izquierda —responde en un tono plano y sin voltear a verme.
Va a tener su carácter. Me da gusto que no se deje apantallar. Bien.
—Ya me lo habías contado. Mi mamá tiene razón; dice que siempre cuentas lo
mismo.
Siento una rabia ligera subir dentro de mi estómago.
—¿Y qué más dice de mí?
—No me acuerdo.
Pinche Cristina. ¿Eso es lo único que puede decirle? No le cuesta nada
hablarle bien de mí, decirle que siga mi ejemplo y que cuide a los demás. No
tiene por qué echarme tierra, malagradecida, por mí Mario no recuerda nada.
—Está bien. Vamos a hacer algo.
Aunque no lo veo
sé que gira los ojos para arriba. Es la
edad, me digo a mí misma. Escucho que suspira, mientras sus manitas
pegajosas se extienden a los adornos.
—Podemos jugar con ellos, si quieres. Ese parece un oso.
Tuerce la boca y
se lleva la mano al bolsillo de la sudadera. Se ve francamente aburrido. Aprieto
las muelas.
—Oye, Mario, has estado muy serio hoy. ¿Cómo está tu mamá? ¿Todo normal en
tu casa?
Mario me ve a
los ojos, y, como si su brazo tuviera vida propia, tira la maceta que está
junto al balcón en un movimiento ágil y lleno de ira contenida. No aparta los
ojos de los míos.
—Ups.
Me empiezan a
impacientar sus berrinches. Si no quieres
estar aquí, salte y espera a que regrese tu mamá en la lluvia, escuincle
malcriado, a ver si regresa. Pero respiro hondo y me dirijo a la esquina.
—Yo lo limpio. Mira, no se rompió la maceta. ¡Qué bueno!
Llevo mi mano
derecha a mi frente, como si me limpiara el sudor. Me apoyo de una hoja para recoger
la tierra sobre la duela y reflexiono lo que estuve a punto de decirle. Existe
la posibilidad de que no regrese.
—Ya me quiero ir.
Me estiro, aún
de rodillas, para ver mi celular en busca de un mensaje. Nada. Igual y le pasó
algo… pero si estuviera en el hospital, ya me habrían avisado.
—¿Tienes juegos descargados?
—No, Mario, no he descargado juegos. Ahorita que acabe de recoger jugamos
gato.
—Nunca estás con nadie, ¿verdad?
—Mario, cállate y déjame limpiar, ¿sí?
—¿Estás enojada?
—Déjame limpiar.
—Es lo único que sabes hacer porque eres una solterona amargada.
Una ola de
sangre caliente sube de golpe a la cara. Intento respirar hondo. No puedo creer
que Mario sea tan imbécil desde los siete años.
—Mi mamá dice que estás celosa de nosotros.
Mi mano se abalanza hacia él, quiero darle una cachetada
para que se asuste y aprenda a respetar a su familia, pero me controlo, alcanzo
a detenerme y sólo lo jaloneo del hombro hacia el sillón para sentarlo y que ya
se esté quieto. Abre mucho los ojos
y estalla en un llanto incontrolable, agudo.
“Mi mano se abalanza hacia él, quiero darle una cachetada para que se asuste y aprenda a respetar a su familia, pero me controlo, alcanzo a detenerme y sólo lo jaloneo del hombro hacia el sillón para sentarlo y que ya se esté quieto.”
—No sabes nada de lo que estás diciendo. Ya cállate, que no sabes todo lo
que hice por ustedes. ¿O ya no te acuerdas? ¿Por qué crees que no me hablo con
tu papá, escuincle? ¿Esto te pareció mucho? ¿Eh? Pregúntale a tu mamá qué…
Cierro los ojos
y respiro. Su llanto empieza a entrecortarse.
—¿Qué? ¿Qué hiciste por nosotros?
Tengo que llevar
mis dedos a la sien. Siento cómo palpita, palpita, palpita.
—¿De qué no me acuerdo?
Esto no sirve de
nada.
—Mira, Mario, déjame limpiar esto y hablamos, ¿sí? Me hiciste enojar mucho
y espero que me pidas perdón.
—No sé por qué te enojas si es la verdad, eres una vieja amargada. Y además
fea.
—Sólo quiero que estés bien, Mario, no tienes por qué decir esas cosas.
—Le voy a decir a mi mamá que me pegaste para que te lleve a la policía.
—No te pegué, sólo quería que te sentaras. Nunca te pegaría… de verdad. Perdón. ¿Alguien te ha pegado? Enséñame tus brazos.
—Estás loca.
Me mira desde el
sillón. Se levanta, y una vibración aguda perfora mis oídos.
—¿De qué no me acuerdo?
—Pues… de cómo te cuidaba y de que te vi crecer.
No encuentro
nada en sus bracitos blancos.
—Ah, pues no, qué bueno que no me acuerdo.
—Sí, qué bueno.
Se cruza de
brazos, como esperando algo. Me siento como una estúpida sin control. Es un
niño. Es la primera vez que lo veo en años, y me peleo con él y hago estas
escenas. Si Raúl les pegara o si convivieran con él ya me habría enterado por
la güera… o Mario ya me habría dicho, no sé. Preferiría que me quisiera como a
un cómplice, que le pregunte a su mamá si puede venir a verme para que Cristina
se dé cuenta de que Mario nos une. Elegí cuidarlos a ellos, estamos para
cuidarnos nosotras dos. Bueno, está la güera, pero no es lo mismo, no es
familia. En realidad, quedamos nada más nosotras.
Entonces, me
surge una idea que parece infalible. Le sonrío.
—Tengo algo que enseñarte.
Se pone derecho,
se queda muy quieto.
—Es algo que nadie más tiene, ni siquiera el tal Dani.
Me levanto
rápidamente, dejo la tierra y la maceta sobre el piso, y camino hacia el clóset
de visitas. Muevo algunos abrigos. Fuerzo los ojos para distinguir los
contornos en el fondo: paraguas, fólders, una linterna. Al fondo, encuentro la
caja, que me deja las manos con una textura incómoda. Adentro tiene juguetes
viejos. Los rescaté de la casa de mi mamá el día que mi hermano y yo la
vaciamos para venderla. Me pareció un gesto nostálgico que hasta ahora había
olvidado por completo.
Camino con
lentitud estudiada hacia el centro de la sala donde Mario me espera inquieto.
No cierro el clóset; no me importa nada. Coloco la caja sobre la alfombra, mero
en medio de la gran mancha de luz, y me siento detrás de ella. Así deben de sentirse
los grandes actores cuando se abre el telón.
—Son de cuando éramos niños.
Mario se asoma
ligeramente y me mira decepcionado. Se sienta junto a mí y explora, indiferente,
el contenido de la caja. Escucho crujir la sal entre mis dientes.
—¿Has jugado yoyo?
—No.
Lo levanto,
emocionada; quizás pueda enseñarle en lo que llega Cristina. Pero el hilo está
roto.
—Mmmm, está descompuesto, Mario. Luego conseguimos otro.
—Ah.
—Mira, mi View-Master. Te asomas
por aquí y puedes ver imágenes. Toma.
Como no parece
impresionado, lo vuelvo a colocar dentro de la caja. Inspecciona el contenido
una vez más. Casi puedo escuchar su mirada pasar revista al pelotón de
soldados, posarse sobre el balero, recorrer las arañas de hule, unos carritos
sin llantas. El vaivén se detiene un momento y Mario frunce el ceño. Introduce
la mano y saca, como un mago, una figurita grisácea.
—¡Wow! —le digo—. Es un dinosaurio vegetariano.
—Mhm.
No parece muy
entusiasmado, pero lo examina con cuidado. La luz cae levemente sobre su frente.
Es un niño, todavía. El niño que nunca será mío, con las manos pequeñas y los
ojos de Cristina, el niño sin recuerdos. Entre sus dedos sobresale la cabeza
del brontosauro; es pequeña, también, pero su mano no la contiene, entonces
pienso en aquello a lo que yo no puedo aferrarme, en todo aquello que se escapa.
Le sonrío y me inunda un impulso por resguardarlo entre mis brazos y oler su
cabello. Entiendo que eso me hace sentir con su desprecio: un dinosaurio
melancólico, una criatura solitaria que se mueve con pasos lentos hacia el
pasado, una imagen lejana y conocida. Tía y sobrino, dos extraños, y algo fracturado.
Un sonido agudo
y abrupto interrumpe la escena. Mario se levanta con prisa, y, sin un dejo de
reconocimiento hacia mí, camina a la puerta, sonriendo.
—¡Mamá!
Pero veo que sigue teniendo el brontosaurio en la mano, lo sostiene firmemente, así que me detengo un momento, antes de levantarme, y fijo esa imagen en mi mente. Sé que pasará algún tiempo antes de volver a verlo, o, más bien, prefiero que sea así. Una vieja fotografía en los pasillos de la memoria. EP