Brontosaurus Parvus

Como una muestra del trabajo que realizan los becarios de la Fundación para las Letras Mexicanas, hoy compartimos con nuestros lectores un cuento de Mariana Sierra: “Mario se levanta del sillón y comienza a deambular por la sala, sin decir palabra. Me oprime el pecho que alguien tan joven, tan nuevo en el mundo, haya perfeccionado ese nivel de hermetismo. Un niño no tiene por qué saber esos trucos”.

Texto de 20/11/20

Como una muestra del trabajo que realizan los becarios de la Fundación para las Letras Mexicanas, hoy compartimos con nuestros lectores un cuento de Mariana Sierra: “Mario se levanta del sillón y comienza a deambular por la sala, sin decir palabra. Me oprime el pecho que alguien tan joven, tan nuevo en el mundo, haya perfeccionado ese nivel de hermetismo. Un niño no tiene por qué saber esos trucos”.

Tiempo de lectura: 10 minutos

Mario duerme. Pronto despertará preguntando por su madre o por la cena. Caminará ansioso por la sala, proponiendo juegos incomprensibles, y esta paz se habrá ido. Hasta que eso suceda lo miro con detenimiento: la sudadera percudida, los tenis enlodados sobre el sillón: ¡qué importa! Rara vez puedo verlo, que haga lo que quiera.

Durante la tarde me informó muy seriamente que en unas semanas será su cumpleaños. Me resulta difícil asimilar su crecimiento. ¿De verdad era más pequeño de lo que es ahora? Está acostado sobre el sillón, con el cabello y los párpados delgados. En mi mente, Mario es un niño eterno, un cuerpo inmune al tiempo. Lo imagino en la universidad y en su primer trabajo, con las mismas manos frágiles y la nariz pequeña, sentado en un escritorio con la sudadera del perro astronauta puesta. Afuera continúa la lluvia. Lentamente, abre los ojos.

—Tía, tengo hambre —me dice con tono seguro.

—Mmm, ¿un sándwich de mermelada?

—No, si no es plátano con chocolate, no quiero —su voz viaja por las esquinas de la sala, la llenan. Es la misma determinación de Raúl. Algo queda, todavía, de nuestro lado de la familia.

—Bueno, pues, ya no tarda tu mamá. Podemos comer otra cosa mientras. Elige lo que quieras del refri. Tú eres el chef.

Me mira con ojos grandes, silencioso, como preguntando el paradero de su madre. Tengo que recordarme a mí misma no hablar de más, no levantar sospechas. Si sonara el timbre, podría evadir sus preguntas, pero aguzo mi oído y nada y el silencio continúa. Tengo un sabor salado en la boca: es el sabor que resulta de sentirse parte de una escena triste, la escena de dos extraños esperando en una sala sin saber qué decir.

“Me mira con ojos grandes, silencioso, como preguntando el paradero de su madre. Tengo que recordarme a mí misma no hablar de más, no levantar sospechas.”

No pude pasar al súper a comprar el cereal que tanto le gusta. Tengo aceitunas, palmitos, atún. Si no lloviera, podríamos cruzar a la plaza por una hamburguesa, pero no parece que el agua vaya a ceder pronto y no pienso exponerlo a él a un resfriado, ni a mí al regaño de su mamá. Camino hacia la cocina dando brinquitos para que Mario me siga. De ser así, podría enseñarle cómo abrir una botella de vino, los espirales y los esfuerzos, nuestro pequeño secreto, pero no está detrás, así que regreso a la sala con una botella de jugo de durazno y una barra integral.

—¡Mira lo que encontré! Los dejo aquí por si se te antojan.

—No quiero, guácala. Llévatelos, mejor. ¿Tienes consolas?

—No… te gusta mucho jugar, ¿verdad? ¿Cuál consola te gusta? ¿El Nintendo?

Levanta los hombros y cruza las piernas sobre el sillón. Alcanzo a ver una mancha negra y húmeda sobre la tela blanca. Está bien, luego la limpio y, si no sale, tendré cómo recordar a Mario.

—¿Te gustó ir al zoológico?

—Dani dice que hay uno donde puedes ver a los animales de cerca y que ahí acarició a un león. Está más grande que el de Chapultepec y puedes ir en coche. Además, no hay tanta gente como en el zoológico. La gente lo arruina todo.

No sé quién sea Dani, algún amiguito de la escuela, me imagino, con el que juega futbol y come en sus recreos. Nunca había pensado en él así, con otros, con amigos. Me salté esa parte de su crecimiento, el aprender a convivir. Mi estómago se tuerce. Con esta moneda me pagó Cristina. Aprieto los labios para fingir una sonrisa. No suena el timbre todavía.

—No creo que haya acariciado a un león de a de veras. Es muy peligroso.

Mario me mira impaciente.

—Sí, tía, pero por eso está padre, porque nadie más lo puede hacer, porque no es para gente pobre que ensucia y espanta a los animales.

Pinches gatos, así lo decía Cristina cuando tomábamos café y alguien reía fuerte, pinches gatos, mientras se bajaba los lentes oscuros para esconder sus ojos hinchados.

—No digas eso.

—Lo que pasa es que no has ido—. Tengo que hablar con ella; no puede estar contaminándolo desde chiquito—. Me van a llevar en mi cumpleaños y voy a acariciar uno. Pregúntale a mamá si puedes venir, para que veas. Puedes traer a un amigo o a alguien buena onda.

—¿A un amigo?

Me río para ocultar que no se me ocurre nadie. De todas formas, Cristina ha impedido esos encuentros, no quiere incluirme en ese vínculo. Los últimos años se han erosionado en llamadas: Mario está dormido, otro día te marca. No podemos. Navidad con mi mamá, lo siento, igual y puedes pasarla con tus vecinos. Semana de locos, yo te aviso, yo te aviso. Ojalá Mario no aprenda ese horrible gesto suyo de torcer la boca para todo. La última vez que los vi, fue en la fiesta del cuarto cumpleaños de Mario. Me invitó la güera y Cristina no me dirigió la palabra en todo el día. No salí en la foto del pastel. Pasé la tarde juntando los platos y los vasos usados.

—Sí, yo le pregunto. Va a estar padre. ¿Qué más te gusta hacer? Hace mucho que no nos veíamos.

Hace tres semanas la güera se mudó a Querétaro; me marcó para despedirse y me contó que Cristina y Raúl habían estado viéndose de nuevo, nada formal, pero ya sabes cómo son. No supe qué decir; no entiendo por qué tuve que enterarme por la güera. Mi hermano no me dijo nada, no hemos hablado desde la noche en la que Cristina me marcó llorando en la madrugada. Llegué al edificio y me encontré con los policías en la entrada. No podían hacer nada hasta que Cristina levantara una denuncia. Nunca lo hizo. ¿Qué hiciste, Raúl? ¿Qué te pasa? Lárgate de aquí, ¿ya viste cómo está Cristina? ¡¿Qué te pasa?! Encontré a Mario llorando y sin entender nada en su cama. Lo cargué, le di palmaditas en la espalda. Ahí tampoco supe qué decir, entonces lo llené de besitos. Luego llegaron los paramédicos a revisar a Cristina: tres costillas rotas, fractura de clavícula, contusiones. Al día siguiente fui al edificio a pedir al portero y a los vecinos que no dejaran entrar a Raúl al edificio otra vez; todos sabían por qué. Raúl no regresó ni por sus cosas. Cristina no me ha perdonado, para ella es necesario odiarme para desplazar la vergüenza de su orgullo, para poder culpar a alguien.

Mario se levanta del sillón y comienza a deambular por la sala, sin decir palabra. Me oprime el pecho que alguien tan joven, tan nuevo en el mundo, haya perfeccionado ese nivel de hermetismo. Un niño no tiene por qué saber esos trucos. Quizás le sirva en un futuro, caminar con cara seria alrededor de una sala mientras la otra persona piensa en la tristeza.

—¿Quieres ver la tele, Mario? Tengo Netflix. ¿Te sigue gustando la de los superhéroes?

—Se llama Avengers, pero ya salió una nueva.

—¿Y está padre? ¡Vamos a verla! Y así me explicas.

Mario me dirige una rápida mirada lateral con aire de disgusto, como si toda la idea hubiera sido absurda. ¿Quién habría imaginado que los niños ya no quieren ver la tele? En las primeras peleas, Cristina me llamaba tarde en la noche para que Mario durmiera en mi casa.  A Mario le fascinaban los colores en la televisión; apenas iniciaba la música dejaba de llorar y aplaudía sin poder sincronizarse con la música. Los colores, y un vaso de leche tibia eran suficientes. Pensé en contárselo, pero me contuve.

—Tienes suerte, eh, cuando yo era niña, había bien poquitos canales, y cuando ya era muy tarde, no pasaban ningún programa, sólo anuncios de sartenes y licuadoras. Los domingos, a tu papá y a mí nos gustaba despertarnos temprano y correr a la sala a ver un programa de concursos. Tu papá era muy malo contestando las preguntas. ¿Quieres ver si tú sí puedes?

Me ignora. Se acabaron las miradas. Continúa su recorrido curioso por los libreros.

—A ver… ¿Qué puedes sostener con tu mano derecha —la sacudo frente a él—, pero no con la izquierda? —La escondo detrás de mi espalda.

—La mano izquierda —responde en un tono plano y sin voltear a verme.

Va a tener su carácter. Me da gusto que no se deje apantallar. Bien.

—Ya me lo habías contado. Mi mamá tiene razón; dice que siempre cuentas lo mismo.

Siento una rabia ligera subir dentro de mi estómago.

—¿Y qué más dice de mí?

—No me acuerdo.

Pinche Cristina. ¿Eso es lo único que puede decirle? No le cuesta nada hablarle bien de mí, decirle que siga mi ejemplo y que cuide a los demás. No tiene por qué echarme tierra, malagradecida, por mí Mario no recuerda nada.

—Está bien. Vamos a hacer algo.

Aunque no lo veo sé que gira los ojos para arriba. Es la edad, me digo a mí misma. Escucho que suspira, mientras sus manitas pegajosas se extienden a los adornos.

—Podemos jugar con ellos, si quieres. Ese parece un oso.

Tuerce la boca y se lleva la mano al bolsillo de la sudadera. Se ve francamente aburrido. Aprieto las muelas.

—Oye, Mario, has estado muy serio hoy. ¿Cómo está tu mamá? ¿Todo normal en tu casa?

Mario me ve a los ojos, y, como si su brazo tuviera vida propia, tira la maceta que está junto al balcón en un movimiento ágil y lleno de ira contenida. No aparta los ojos de los míos.

—Ups.

Me empiezan a impacientar sus berrinches. Si no quieres estar aquí, salte y espera a que regrese tu mamá en la lluvia, escuincle malcriado, a ver si regresa. Pero respiro hondo y me dirijo a la esquina.

—Yo lo limpio. Mira, no se rompió la maceta. ¡Qué bueno!

Llevo mi mano derecha a mi frente, como si me limpiara el sudor. Me apoyo de una hoja para recoger la tierra sobre la duela y reflexiono lo que estuve a punto de decirle. Existe la posibilidad de que no regrese.

—Ya me quiero ir.

Me estiro, aún de rodillas, para ver mi celular en busca de un mensaje. Nada. Igual y le pasó algo… pero si estuviera en el hospital, ya me habrían avisado.

—¿Tienes juegos descargados?

—No, Mario, no he descargado juegos. Ahorita que acabe de recoger jugamos gato.

—Nunca estás con nadie, ¿verdad?

—Mario, cállate y déjame limpiar, ¿sí?

—¿Estás enojada?

—Déjame limpiar.

—Es lo único que sabes hacer porque eres una solterona amargada.

Una ola de sangre caliente sube de golpe a la cara. Intento respirar hondo. No puedo creer que Mario sea tan imbécil desde los siete años.

—Mi mamá dice que estás celosa de nosotros.

Mi mano se abalanza hacia él, quiero darle una cachetada para que se asuste y aprenda a respetar a su familia, pero me controlo, alcanzo a detenerme y sólo lo jaloneo del hombro hacia el sillón para sentarlo y que ya se esté quieto. Abre mucho los ojos y estalla en un llanto incontrolable, agudo.

“Mi mano se abalanza hacia él, quiero darle una cachetada para que se asuste y aprenda a respetar a su familia, pero me controlo, alcanzo a detenerme y sólo lo jaloneo del hombro hacia el sillón para sentarlo y que ya se esté quieto.”

—No sabes nada de lo que estás diciendo. Ya cállate, que no sabes todo lo que hice por ustedes. ¿O ya no te acuerdas? ¿Por qué crees que no me hablo con tu papá, escuincle? ¿Esto te pareció mucho? ¿Eh? Pregúntale a tu mamá qué…

Cierro los ojos y respiro. Su llanto empieza a entrecortarse.

—¿Qué? ¿Qué hiciste por nosotros?

Tengo que llevar mis dedos a la sien. Siento cómo palpita, palpita, palpita.

—¿De qué no me acuerdo?

Esto no sirve de nada.

—Mira, Mario, déjame limpiar esto y hablamos, ¿sí? Me hiciste enojar mucho y espero que me pidas perdón.

—No sé por qué te enojas si es la verdad, eres una vieja amargada. Y además fea.

—Sólo quiero que estés bien, Mario, no tienes por qué decir esas cosas.

—Le voy a decir a mi mamá que me pegaste para que te lleve a la policía.

—No te pegué, sólo quería que te sentaras. Nunca te pegaría… de verdad. Perdón. ¿Alguien te ha pegado? Enséñame tus brazos.

—Estás loca.

Me mira desde el sillón. Se levanta, y una vibración aguda perfora mis oídos.

—¿De qué no me acuerdo?

—Pues… de cómo te cuidaba y de que te vi crecer.

No encuentro nada en sus bracitos blancos.

—Ah, pues no, qué bueno que no me acuerdo.

—Sí, qué bueno.

Se cruza de brazos, como esperando algo. Me siento como una estúpida sin control. Es un niño. Es la primera vez que lo veo en años, y me peleo con él y hago estas escenas. Si Raúl les pegara o si convivieran con él ya me habría enterado por la güera… o Mario ya me habría dicho, no sé. Preferiría que me quisiera como a un cómplice, que le pregunte a su mamá si puede venir a verme para que Cristina se dé cuenta de que Mario nos une. Elegí cuidarlos a ellos, estamos para cuidarnos nosotras dos. Bueno, está la güera, pero no es lo mismo, no es familia. En realidad, quedamos nada más nosotras.

Entonces, me surge una idea que parece infalible. Le sonrío.

—Tengo algo que enseñarte.

Se pone derecho, se queda muy quieto.

—Es algo que nadie más tiene, ni siquiera el tal Dani.

Me levanto rápidamente, dejo la tierra y la maceta sobre el piso, y camino hacia el clóset de visitas. Muevo algunos abrigos. Fuerzo los ojos para distinguir los contornos en el fondo: paraguas, fólders, una linterna. Al fondo, encuentro la caja, que me deja las manos con una textura incómoda. Adentro tiene juguetes viejos. Los rescaté de la casa de mi mamá el día que mi hermano y yo la vaciamos para venderla. Me pareció un gesto nostálgico que hasta ahora había olvidado por completo.

Camino con lentitud estudiada hacia el centro de la sala donde Mario me espera inquieto. No cierro el clóset; no me importa nada. Coloco la caja sobre la alfombra, mero en medio de la gran mancha de luz, y me siento detrás de ella. Así deben de sentirse los grandes actores cuando se abre el telón.

—Son de cuando éramos niños.

Mario se asoma ligeramente y me mira decepcionado. Se sienta junto a mí y explora, indiferente, el contenido de la caja. Escucho crujir la sal entre mis dientes.

—¿Has jugado yoyo?

—No.

Lo levanto, emocionada; quizás pueda enseñarle en lo que llega Cristina. Pero el hilo está roto.

—Mmmm, está descompuesto, Mario. Luego conseguimos otro.

—Ah.

—Mira, mi View-Master. Te asomas por aquí y puedes ver imágenes. Toma.

Como no parece impresionado, lo vuelvo a colocar dentro de la caja. Inspecciona el contenido una vez más. Casi puedo escuchar su mirada pasar revista al pelotón de soldados, posarse sobre el balero, recorrer las arañas de hule, unos carritos sin llantas. El vaivén se detiene un momento y Mario frunce el ceño. Introduce la mano y saca, como un mago, una figurita grisácea.

—¡Wow! —le digo—. Es un dinosaurio vegetariano.

—Mhm.

No parece muy entusiasmado, pero lo examina con cuidado. La luz cae levemente sobre su frente. Es un niño, todavía. El niño que nunca será mío, con las manos pequeñas y los ojos de Cristina, el niño sin recuerdos. Entre sus dedos sobresale la cabeza del brontosauro; es pequeña, también, pero su mano no la contiene, entonces pienso en aquello a lo que yo no puedo aferrarme, en todo aquello que se escapa. Le sonrío y me inunda un impulso por resguardarlo entre mis brazos y oler su cabello. Entiendo que eso me hace sentir con su desprecio: un dinosaurio melancólico, una criatura solitaria que se mueve con pasos lentos hacia el pasado, una imagen lejana y conocida. Tía y sobrino, dos extraños, y algo fracturado.

Un sonido agudo y abrupto interrumpe la escena. Mario se levanta con prisa, y, sin un dejo de reconocimiento hacia mí, camina a la puerta, sonriendo.

—¡Mamá!

Pero veo que sigue teniendo el brontosaurio en la mano, lo sostiene firmemente, así que me detengo un momento, antes de levantarme, y fijo esa imagen en mi mente. Sé que pasará algún tiempo antes de volver a verlo, o, más bien, prefiero que sea así. Una vieja fotografía en los pasillos de la memoria. EP

DOPSA, S.A. DE C.V