Becarios de la Fundación para las Letras Mexicanas: Mi nombre no es persa

Mariana del Vergel, becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas, nos ofrece esta crónica donde las esperanzas, las ilusiones y los sueños se entremezclan con el terror de la incertidumbre y el desasosiego.

Texto de 28/09/23

Mariana del Vergel, becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas, nos ofrece esta crónica donde las esperanzas, las ilusiones y los sueños se entremezclan con el terror de la incertidumbre y el desasosiego.

Tiempo de lectura: 6 minutos

Iba de Ereván a Batumi. Una mochila de mano y un pequeño refrigerio me acompañaban. También la ilusión de encontrarme con un amor sulfúrico: el mar Negro.

Después de un viaje de poco más de diez horas en autobús (más el tiempo de dos paradas para sanitarios), algo nos anunció que ya habíamos cruzado la frontera y más allá. Pasamos los castillos rojos y la torre del casco antiguo (o lo que yo creía que era el casco antiguo). El camino se divisó entre azules, curvas y más montañas: era pura enumeración indefinida. Nuestra forma de ubicarnos. La compañía de datos de mi celular dejó de funcionar casi al instante. Entendí a partir de ese momento que debía centrar mi atención en cualquier anuncio del agente de viajes o del chófer, quienes además no hablaban en inglés sino en armenio. Yo no solo no me podía dormir, sino que debía afinar todas mis herramientas de lógica para saber lo que comunicaban a los pasajeros. Eso o buscar más señales, más anuncios del exterior que me dijeran algo más en un idioma que, fuera de las palabras barheev (‘hola’) y datark (‘vacío’), no terminaba por serme familiar.

“En cuanto puse un pie abajo, supe que ya estaba en el aire girando mi moneda: me hallaba sola en un país desconocido y, al mismo tiempo, era yo la desconocida en esas tierras.”

Finalmente el autobús se estacionó. Me bajé dudosa, pero aparentando lo contrario: quería equivocarme con fe, aun sin saber qué significaban esas dos letras juntas. Además, cuando revisé los preparativos, el programa del trayecto señalaba “trece horas más cuarenta minutos”, y eso había recorrido mi reloj analógico. Por primera vez confié en el valor del tiempo sobre el espacio. En cuanto puse un pie abajo, supe que ya estaba en el aire girando mi moneda: me hallaba sola en un país desconocido y, al mismo tiempo, era yo la desconocida en esas tierras.

Me acerqué a la pequeña central. No había servidores detrás de las ventanillas; tampoco máquinas de café, tiendas de fast food, ni lugares dónde sentarse. Todo desierto. ¿Qué clase de terminal de autobuses carecía de camiones? ¿Por qué solo dos personas además de mí se bajaron en esta parada? Como había llegado hasta ahí para cumplirle un sueño a mis ojos —o eso me decía—, tomé valor para seguir con los planes. ლარი, un anuncio en el camino cuyas letras me recordaron que siempre estamos parados sobre incertidumbre. Me acerqué a la ventanilla del currency exchange. Dije: “Buenos días”, nerviosa y, como pude, le pedí a la señora que me cambiara mis pocos drams por laris. Tenía ya el dinero en la mano cuando me percaté de la imposibilidad para resolver la única urgencia importante: adquirir una tarjeta de servicio telefónico para abrir la aplicación de Maps. Necesitaba comprar el registro de mis coordenadas exactas lo antes posible. Pero, si no había baños, ¿cómo encontrar un lugar donde vendieran tarjetas de wifi?

Todo era infortunio. Caminé unos diez metros intentando ver un milagro en otro idioma. No pasó mucho tiempo antes de que comenzaran a sitiarme. Eran taxistas. Entre ocho y diez hombres de unos cuarenta o cincuenta años me llamaron con palabras, tonos y señas que no respondían a mi forma de establecer un pacto, siquiera de intercambiar saludos. Las voces se atropellaban unas con otras y su volumen se iba incrementando cada vez más. Parecía una pieza del compositor Wilfrido Terrazas donde —lejísimos de emitir un bel canto— todo es puro caos, desconcierto y angustia. Sofoco y más sofoco. Sin embargo, algo de ese aturdimiento me resultó familiar: el asedio de conductores de transporte público en todos los rincones de mi país. En medio de esa “desarticulación acústica” alcancé a responder casi gritando: “To batumi beach, how to get there”.

Elegí a uno de los hombres como quien decide con quién tender el cuerpo ante una situación extrema de presidio: la elección como una última forma de ejercer la libertad. Pero era claro que mi era obligado. Me subí a su coche sin mirar las placas —¿para qué?— y me acomodé en el asiento de atrás. Comenzamos a avanzar. Sólo podía pensar que estaba a doce mil kilómetros de México, o sea, una simulación sobre la idea del espacio infinito.

Un hombre y yo en medio de la carretera yendo a “nosédónde”. Sentí miedo y luego tedio de haber acumulado casi veinte horas en un asiento. Después pavor: con el fondo de la radio del taxista —ruido blanco para mis oídos— imaginé el coche orillándose en medio de la nada y luego… todas las posibilidades de abuso.

“Que la tierra no te abrigue” es una frase de odio que se acostumbra en las tierras del Cáucaso. Ahí, nada conmueve tanto como la suerte de quienes no tienen lugar de descanso (y no sin razón, pues las palabras ‘genocidio’ y ‘diáspora’ cuánto han significado para los armenios). Atormentados y exasperados, los muertos sin sepultura vagan con los vientos y aterrorizan a los viajeros demorados: los insepultos infunden miedo a otros que pueden morir así, sin ninguna tierra.

Empecé a llorar con disimulo. El ruido de mis mocos confundido con la música, el hombre viéndome por el retrovisor. Íbamos a medio camino entre las señas y las demostraciones, ¿de qué? Sentí que eso era el suspenso, y que esa sensación conformaría, en un futuro, mi definición: Suspense: abstracción de las certezas ante las acciones de otros. ¿Es posible descifrar los caminos que trazan los miedos incontrolables?

“Sentí que eso era el suspenso, y que esa sensación conformaría, en un futuro, mi definición: Suspense: abstracción de las certezas ante las acciones de otros.”

En la larga cordillera que atraviesa el sur de Georgia y de Armenia, se habla de una creencia pagana: el terror inspirado por los Devs o Ajdaha, espíritus perversos que encarnan el símbolo del mal. Usualmente se evita nombrarlos para evitar convocarlos. Toda persona caucásica se cuida de expresar en voz alta cualquier temor frente a un peligro, pues esa aprehensión podría inspirar a los demonios a llevar a cabo una desgracia. “Algo sabe el que no sabe, si callar sabe”, dice mi abuela. Cuando se profiere algo que pudo haberse mantenido en secreto, siempre se pronuncia la fórmula: “Que sea sordo el maligno”. Esa frase resonaba en mí, no porque en ese momento yo la supiera, sino porque la percibía en el ambiente: a causa de que yo le había dado información personal al taxista, me acompañaba una sensación de lo pernicioso “a-punto-de-ser”. Mi licencia en el pecho me nombraba ‘extranjera’, mi apellido era ‘inerme’. Dudaba si el taxista fingía no saber inglés. Tal vez conocía sobre el poder de advertir las razones del llanto en el otro. Acaso me engañaba llevándome adonde “quería ir”. 

No recuerdo cuánto tiempo pasó entre mi llanto nervioso y el campo metiéndose cada vez más por la ventana del coche: todo lo verde, en ese instante, era la significación de lo terrible en lo nítido: ver las cosas con demasiada claridad. Hallar en el verde la naturaleza —campo, esperanzas—, y con esta, todas las posibilidades dentro de sí, incluyendo una forma de locus horridus. Solo veía belleza, desconfiaba. El horror de saberme guardadora y rebaño:La angustiosa opresión hasta en el estómago / La náusea de todo el universo en la garganta. / Sólo por causa del verde”.

Si hasta ese instante todo había sido movimientos de afuera hacia adentro —los taxistas y sus voces, la mirada del chófer sobre el retrovisor, la radio, el paisaje silvestre y desatado—, el desplazamiento de mi cuerpo comenzó de la nada a tomar otra dirección: la potencia era un gesto ínfimo. “You look at me and, girl, you take me to another place. / Got me feeling like. / I’m flying, like I’m out of space”. Empezó a sonar esta canción. Un dardo certero a mi confianza. “Ese fuego por dentro / Me está enloqueciendo. / Me va saturandosalía del estéreo”. Por la acción del conductor, sentí la posibilidad de volver a reconocer: de nueva cuenta, tener noción de algo a través de la memoria. Recordar un fragmento de los ritmos en mi lengua.

Vestigios de un tiempo: la canción era un recuerdo de 2014 en mi país. Pero también era, en 2020, la presencia de mis tierras en una remota parte del territorio euroasiático. ¡Quién diría que en un país extranjero apreciaría una canción de Enrique Iglesias tanto como la odiaba en el mío! Pensé en lo que significan las palabras dichas, pero sobre todo en las no dichas; aquellas decisivas que toman forma, no de silencio, sino de una cápsula intocable (como la letra de una mala canción que pasa a la historia de las generaciones).

El taxista emitió un par de palabras en un tono de quien no busca sino decir lo que está diciendo —libre de intenciones, de dudas y de timideces. Pensé que sabía que yo lo entendía y que él a mí. Volteé a ver al hombre desde el retrovisor y sentí calma: su sonrisa, luego la mía respondiéndole a la suya. El movimiento de mi cuerpo, efectivamente, se había invertido: algo se trasladaba de adentro hacia afuera. Iniciaba un proceso de expansión, como un breve desahogo.

Dice Marguerite Duras que en la vida llega un momento, creo que fatal, inescapable, en el que todo se pone en duda. Es, justamente, el instante para poner todo en confianza, para reconocer que vivir no es otra cosa que caminar con lo extranjero hasta que se funde con nosotros mismos.

“Dice Marguerite Duras que en la vida llega un momento, creo que fatal, inescapable, en el que todo se pone en duda.”

Cuando llegamos al malecón de Batumi, me despedí y pagué. Veía a lo lejos los brillos del agua. Supe que había vivido —aunque sea por un instante— el sueño. Pero no el mío, sino el primer sueño de la humanidad: el nomadismo. Estar sin rezos, sin Dios, sin formas concretas de la memoria.

“Hey. Where are u from?”, me saludó el primer guía de turista que me vio. “I come from nowhere”, le respondí sonriendo. EP

DOPSA, S.A. DE C.V