Autos monstruo

Anuar Jalife Jacobo ensaya en torno a los autos monstruo.

Texto de 22/10/24

Anuar Jalife Jacobo ensaya en torno a los autos monstruo.

Tiempo de lectura: 6 minutos

Hace unas semanas fui llevado por mi sobrino de 7 años y mi hermano al célebre Monster Truck Xtreme Show, un espectáculo al que no hubiera asistido por propia cuenta pero que resultaba irrenunciable ante tal compañía. Al recibir la invitación, no pude sino evocar aquel viejo capítulo de Los Simpsons en el que la familia asiste a una función de camiones monstruo: un gigantesco robot tritura su carro, Bart se convierte en un acróbata suicida y Homero protagoniza una de las secuencias más recordadas de la serie al golpearse la cabeza repetidamente mientras es izado por una camilla de rescate aéreo. Con esas imágenes de comedia física en el inconsciente, me lancé a la improbable aventura.

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Viernes. 7:30 a.m. Me dispongo a salir de casa más temprano de lo habitual. La idea original era no llevarme el carro; pero voy cargado con mochila, libros, materiales didácticos y hasta un par de pasteles para celebrar la inauguración de una sala de lectura en una primaria. Debo apresurar las actividades de la jornada para salir a media tarde y llegar con luz a la Ciudad de México. Liliana me ofrece quesadilla de garbanzos para que no me vaya con el estómago vacío, pero la rechazo con soberbia —que más tarde se revelará como verdadera hybris—: quiero aprovechar mi salida para visitar unos tacos de guisado tan buenos que se acaban en punto de las 8 de la mañana. Todo es alegría y diversión durante las primeras calles, hasta que salgo a la carretera y me encuentro con una enorme fila de autos a vuelta de rueda. Es un tránsito que desconozco, pero que imagino parecido al de otros horarios: cargado pero que eventualmente fluye. Me equivoco. Tardo una hora en recorrer los 5 kilómetros de distancia que normalmente transito en 10 minutos. Y apenas es la mitad del camino. Ante los sentimientos de cólera, trato de pensar “no estás atorado el tráfico, eres el tráfico”; el mantra no surte efecto. El resto del trayecto no es tan tardado, pero es tardado. Se avecina el Festival Cervantino e históricamente los gobiernos municipales eligen estas fechas para abrir zanjas, destapar coladeras y cerrar calles. Los tacos de guisado son ahora una promesa incumplida y mis precauciones temporales se han disuelto a tal grado que temo no llegar a tiempo a ayudar con los preparativos de la inauguración. Eventualmente lo consigo y una rebanada de pastel de chocolate es mi consuelo.

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Llega la media tarde. Pensaba aprovechar la mañana, pero esta se ha precipitado vertiginosamente. Es hora de regresar a casa, donde dejaré el carro y los incitadores del viaje pasarán a recogerme. La vieja ciudad de Guanajuato, hecha para el paso de las mulas, se revela constantemente contra los automóviles que la agobian. Largas calles de un solo carril y avenidas periféricas que pese a su modernidad emulan a sus pares virreinales, hacen que el tránsito sea una procesión. Llego a mi destino arañando la hora aunque sin comer. Ya compraremos algo en el camino. Salimos por el rumbo de Irapuato al sur y mi mayor alivio es ir de copiloto. En la autopista, desentonando con esta crónica, el camino es bueno, debo confesarlo. Conversamos un poco, contamos cuentos y me descubren un nuevo género musical: música de videojuegos. En Tepozotlán decidimos intercambiar asientos. El gozo de la carretera se transforma en tensión. En todas las ciudades se maneja horrible, pero en la Ciudad de México, la cólera está a flor de asfalto. Nosotros no llevamos prisa y podemos darnos el lujo de la calma, pero incluso esta puede ser censurada por decenas de mentadas de madre si los automovilistas deciden que interfiere con su imposible celeridad en medio del tráfico. Todo sale bien. Llegamos a nuestro destino marchando como una columna de hormigas lentas pero seguras rumbo al hormiguero. 

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Estamos hospedados a unos pasos de Reforma. Dormimos. Algo me ha despertado de un sueño profundo. Descubro que han sido los cláxones de un embotellamiento que alcanzo a ver desde la ventana. Miro el reloj. Son las 4 de la mañana. Pensando que se trata de una pesadilla, regreso a dormir.

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Sábado por la mañana. Estamos por llegar al antiguo Palacio de los Deportes. Tiene años que no voy a un estadio o a un evento masivo y todo me sorprende. En un semáforo contiguo, un grupo de personas ofrecen lugares de estacionamiento. Un conductor frente a nosotros decide contratar los servicios de una señora que, acto seguido, se sube al cofre de la camioneta y colgada del marco de la ventanilla le va indicando la ruta para estacionarse. Menos temerarios, decidimos llegar por nuestra cuenta. El estacionamiento cuesta 350 pesos. Un abuso. Nos estacionamos junto a un par de vehículos de lujo, a lado de los cuales permanecen de pie un grupo de hombres hieráticos. Tienen pinta de guaruras. Me pregunto si venimos al evento correcto. Los puestos de afiches de camiones monstruo me lo confirman. Adentro venden los vasos de cerveza en 250 pesos. También un abuso. Una joven diligente nos intercepta en el pasillo mientras buscamos nuestros lugares y se ofrece a llevarnos hasta ellos. “¡Qué gran servicio!”, me digo, pero después descubro que se trata de algo por lo que hay que pagar. El colmo del abuso. 

El lugar está lleno. Hay sobre todo familias. Muchos niños emocionados y padres más entusiasmados que sus hijos. En la fila de un expendio, contemplo a uno francamente arrobado. Mira fijamente la estructura interna del domo diseñado por Félix Cadela y dice “Aquí está hermoso”. Creo que suscribo.

Al centro del escenario han dispuesto una pequeña pista, montículos de tierra y rampas. A los costados de la pista, ocho camiones monstruo aguardan el inicio con los motores encendidos. Uno tiene forma de tiburón, otro de dragón, otro de carroza fúnebre, a otro le cuelgan unos brazos cadavéricos de las puertas y otro simula unos enormes cuernos de toro en la parrilla. De niño nunca presencié algo así. Mi familia o el país o ambos éramos más austeros. Pero puedo imaginar que de haberlo hecho, hubiera conmocionado un poco. Inicia el espectáculo. Los camiones comienzan a rodar, levantan polvo, hacen rugir sus motores. No se dan concesiones entre ellos. Van uno detrás del otro a toda la velocidad que les permite la pequeña pista, derrapando, tomando las curvas cerradas, casi a punto de chocar en todo momento. Mi incredulidad se desvanece y pronto me dejo llevar por la emoción que producen estos camionzotes conducidos con imprudencia. Lo cierto es que después de un rato, el apasionamiento disminuye. Las curaduría de las emociones a que nos exponen las pantallas a diario hacen que las acrobacias resulten un poco sosas. Si un camión no logra levantarse un par de metros por encima de la pista o no consigue rodar varios segundos en dos ruedas, los aplausos se tornan condescendientes. 

Sin embargo, el espectáculo no está libre de sorpresas. En este deporte que uno imaginaría totalmente masculino, hay tres conductoras. Una de ellas es la que termina dando la nota del evento. En la última ronda de acrobacias libres, Kristen Adams, la veterana conductora del Tomb Scooper, realiza un salto mortal. Durante un par de segundos vemos a su camión dar un giro completo, quedar de cabeza y caer sobre sus cuatro ruedas. El público estalla. Grita emocionado y luego angustiado al ver que debajo del motor comienzan a salir llamas. Los bomberos corren a extinguir el fuego. El equipo de Adams se apresura a sacarla del camión. La conductora logra salir íntegra, se retira el casco, sonríe y da una vuelta a la pista saludando a la masa que se le entrega. A la escena, digna de un final de película de acción, le falta una moraleja. Y Kristen Adams está a punto de dárnosla. Se encuentra de pie en un promontorio ubicado al centro de la pista. La animadora del evento se acerca para entrevistarla, micrófono en mano: “Wow, Kristen! What do you feel? How did you get the courage to perform that stunt?” La conductora del Tomb Scooper responde: “¡Gracias, México!” Frase mágica que en nuestro país es capaz de encender a la multitud más férrea. Y luego continúa en buen español. “Quiero mucho a México. Estoy muy contenta de estar aquí. No lo pensé mucho. Solo sentí que podía hacer el salto. Y se lo dedico a todas las niñas que vinieron. Todos les van a decir que no pueden hacer las cosas. Pero aquí estamos tres mujeres demostrando que sí se puede.” El discurso recibe quizás más aplausos que la acrobacia. Sobre todo de las niñas, que no son pocas, y que han recibido con emoción el mensaje. El espectáculo ha terminado.

*Salimos sin demora hacia Guanajuato porque otra vez no queremos que la noche nos encuentre en la carretera. La ciudad es piadosa con nosotros y nos deja marchar sin contratiempos. Salimos por el Circuito Exterior Mexiquense, vía periférica de paisajes tristes que nos lleva hasta los límites con Querétaro. En la autopista nos encontramos, en los carriles que van en dirección contraria a la nuestra, con un largo embotellamiento. Por las noticias sabremos que el exhausto conductor de un tráiler se durmió al volante y volcó provocando un atasque de alrededor de 20 kilómetros en que el tránsito se detuvo por más de cuatro horas. Y entonces pienso —porque también quiero dar mi moraleja— que los autos-monstruo no están en la pista de acrobacias. EP

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