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Una vocación de editor es el
tercer título de la editorial Gris Tormenta, dentro de su colección Editor,
dedicada a memorias y ensayos sobre el backstage literario. Entre el ensayo y la memoria, el editor y crítico Ignacio
Echevarría nos ofrece una evocación panorámica de Claudio López Lamadrid
—editor literario en Penguin Random House en español— como el prescriptor que
representa el modelo más plausible de editor en el siglo XXI. Junto al prólogo
de Emiliano Monge, este libro es un recorrido personal por los largos caminos
de la literatura.
¿Cómo se convierte alguien en editor?
¿Cuál es el proceso por el que existe cualquier libro? Echevarría aquí narra ese
camino de principio a fin a través de los impulsos y deseos que lo hacen
posible. Otros temas que se exploran en este ensayo son: la formación del
criterio, los rasgos determinantes de una editorial independiente, la
relevancia del crítico en los mecanismos comerciales, los códigos de lectura de
un editor y la relación con sus escritores.
Recuerdo bien a Claudio en su mesa de trabajo, trabajando a la luz de
un flexo con las pruebas de Hollywood
Babilonia, de Kenneth Anger, otro de los «bombazos» que consolidó el éxito
de la colección Andanzas. Era un libro endiablado, lleno de ilustraciones. Por
aquella época Claudio fumaba sin parar y sostenía el cigarrillo entre los
labios mientras con sus manazas trataba de ajustar las fotografías y el texto.
El humo del cigarrillo le daba directamente a los ojos, que entrecerraba sin
dejar de controlar la posición de las fotos en el blanco de la página. Claudio
era más bien torpe con los dedos, pero sobre todo era impaciente, muy
impaciente: dos características que se compadecen mal con la minuciosidad, la
atención al detalle que muchas veces reclama la revisión de un libro.
Claudio y yo trabajamos juntos en Tusquets cerca
de cinco años, quizá algo más. Desempeñábamos básicamente las mismas funciones,
si bien, dado su buen conocimiento del inglés, él se ocupaba preferiblemente de
los autores en lengua inglesa, en tanto que yo, licenciado en Filología
Hispánica, me hacía cargo de los autores en lenguas española y románicas
(francés e italiano), y también —debido a mis aficiones como lector— de los
alemanes. Pero no era este un reparto «oficial», ni se cumplía a rajatabla.
[…]
Es sabido que el término editor es confusamente polisémico. Como tantos, también yo, cada
vez que digo que soy editor, debo aclarar que no soy dueño de ninguna
editorial, ni la dirijo. […] El tipo de proyección al que aspiro como editor es
el que refleja una fórmula aún bastante convencional: «Edición al cuidado
de…». Pero, dado que presentarse a sí mismo como «cuidador» de libros sería,
además de chocante, más impreciso y confundidor todavía que presentarse como
editor, me resigno a adoptar la expresión «editor de mesa» para referirme a mis
tareas, por mucho que la mayor parte de las veces también tenga que añadir, al
decirlo, algunas explicaciones. Y es que, aun entre los lectores más expertos,
es muy poco lo que suele saberse de los oficios del libro, entre los que apenas
se acierta a identificar los de traductor y corrector, todos los demás
subsumidos en el tan impreciso de editor.
El mismo Claudio, ya convertido en editor
importante, aludía en una entrevista del año 2017 a los malentendidos derivados
de este desconocimiento generalizado del oficio: «Los jóvenes hoy en día se
piensan que ser editor es ser publisher
directamente; que es trabajar con la contratación, con el autor, etcétera,
cuando para nosotros era fundamentalmente trabajar con los textos. Y luego, sí,
se convirtió en trabajar con los autores, pero a lo largo de los años…».
[…]
Durante cerca de quince años, Claudio y yo
desarrollamos trayectorias bastante coincidentes. Quiero decir que trabajamos
más o menos juntos y más o menos en lo mismo, primero en Tusquets y luego
como freelancers. Si las
circunstancias se hubieran ordenado de otro modo, podríamos haber continuado
así indefinidamente. Pero los dos sabíamos que, aun desenvolviéndonos en una
misma dirección, los sentidos en que operaban nuestros respectivos talentos
eran hasta cierto punto divergentes.
Por muy elevada que fuera la estima en que tenía
el trabajo del editor, del editor de
mesa, del «cuidador» de textos, Claudio tenía madera de editor en el sentido
más alto del término, el de publisher.
Para ello, además de una razonable cultura y de un criterio bien articulado,
contaba con algunos rasgos imprescindibles, que raramente concurren en la misma
persona, mucho menos en la forma tan acusada como concurrían en él. Entre esos
rasgos destaco una curiosidad insaciable, solidaria de un saludable
diletantismo; también un cierto impulso proselitista y, estrechamente ligado a
este, un instinto de seducción al que nunca es del todo ajeno cierto grado de
esnobismo.
Soy consciente de que algunos de estos rasgos
—el diletantismo, el esnobismo, aun el proselitismo— pueden despertar la
aprensión de los espíritus más severos —tal vez porque desconocen su importante
poder fertilizador en el ámbito de la cultura, en el que la transmisión opera
comúnmente por contagio. En cualquier caso, se trata de rasgos que he
reconocido en casi todos los editores «de raza» con los que he tenido trato.
Con independencia de que él mismo posea o no
algunos de esos rasgos, casi ninguno de ellos contribuye a perfilar al crítico,
ocupado como está en resolver una cuestión cada vez más espinosa: la de su
autoridad. Creo que este es el punto que, como a tantos, incomodó a Claudio
cuando se vio en la situación de escribir reseñas: el de tener que amagar un
tipo de autoridad que no se sentía llamado a ejercer.
Aunque no sea este el lugar para entrar en el
fondo de esta cuestión —la de la supuesta autoridad del crítico—, estimo
importante deslindar el concepto de autoridad del concepto de poder, por mucho
que a menudo se solapen. Precisamente la crítica ofrece un buen campo de
observación de cómo una autoridad se puede construir al margen del poder,
incluso en oposición al mismo. Que Claudio no se sintiera llamado a ejercer la
autoridad no significa, ni mucho menos, que fuera indiferente a las relaciones
de poder, a cuyas dinámicas era muy sensible, razón por la que sabía
desenvolverse muy bien en ellas. De hecho, Claudio era un hombre poderoso, en
un sentido amplio del término. Insistiré luego sobre esto. Baste por el momento
decir que ocupaba con naturalidad posiciones de poder, algo que estimo
relevante para matizar lo que acabo de decir sobre su desinterés por labrarse
—como tiene que hacer el crítico— una autoridad.
Al preguntarle cómo concebía él, convertido ya en un editor
destacado, las relaciones entre el editor y el crítico, Claudio me respondió
así: «Ambos, crítico y editor, son prescriptores, pero prescriben con la
vista puesta en lugares distintos. Un editor no contrata lo que le gusta, sino
lo que le conviene; contrata con la vista puesta en su propio catálogo. Un
crítico, por el contrario, en el mejor de los casos debería ejercer su
trabajo de prescripción con la vista puesta en un canon concreto, el que sea.
En ese sentido creo que crítico y editor se complementan más que compiten».
Proyecto apoyado por el
Fonca (Sistema de apoyos a la
creación y a proyectos culturales)
Fragmento de Una vocación de editor. Un acercamiento personal a la figura y la labor editorial de Claudio López Lamadrid — lector y prescriptor entre dos siglos.
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