Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.
La noche de la demencia
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Texto de Alaíde Ventura 10/08/20
El mundo era ancho y ajeno. Ahora es limitado, pero su estrechez no lo ha vuelto más propio. A ratos, lo desconozco. La ausencia de horizonte potencia la sensación de extravío. Mundo de otros. Ajeno, como si alguien más dictara las reglas.
En el jardín de una casita donde vivió mi abuela, había una araucaria descomunal cuyo tronco llegó a ocupar la mitad del terreno. Los dueños la tiraron y poco después abandonaron la ciudad. En ocasiones pienso en las raíces de aquel gigante y en la posibilidad de que sigan creciendo por debajo de los cimientos.
El confinamiento restringe mis mecanismos de evasión —caminar, andar en bicicleta, ir a bares, enamorarme—, pero he encontrado refugio en los libros. Durante las últimas semanas he comenzado a relacionarme con ellos de una manera en la que me había propuesto nunca hacerlo: como un sustituto, y ya no un complemento, del mundo real.
Igual que los árboles se ocultan a veces bajo tierra, así los ciudadanos de la pandemia hemos redescubierto el interior de la casa que habitamos, y de paso ese otro microcosmos que somos nosotros mismos.
Hace años, cuando decidí que la literatura dejaría de ser un pasatiempo y se convertiría en mi oficio, también me prometí que no se volvería una adicción y, mucho menos, una tabla flotadora. Este año he roto varias promesas. Bienvenido, cualquier salvavidas.
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La semana pasada murió mi abuela. No he encontrado los mecanismos para hablar sobre ella. Soy reacia a las videollamadas y más si implican lágrimas —las mías—, pues a través de la pantalla la distancia se torna insalvable y la mirada compasiva de los demás me recuerda la visita a un zoológico. Quisiera liberarme, romper el vidrio de mi celda. Las palabras de mis amigas contienen abrazos, pero no es lo mismo y estoy cansada de pretender que lo es.
Primer dispositivo narrativo: heredo de Sylvia y Abril —y de Maggie Nelson— el artilugio de la enumeración.
1. Evangelina Muro Montero
2. 92 años
3. Demencia senil
Todo me parece corto, inadecuado. La escritura no es el mundo real. No quiero convertir a mi abuela en un holograma.
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«Escribes algo porque esperas controlarlo —dice Sigrid Nunez—. Escribes acerca de experiencias en parte para comprender lo que significan, en parte para no olvidarlas con el tiempo. Pero siempre está el peligro de que suceda lo contrario. Al final, la escritura y la fotografía probablemente destruyen más del pasado de lo que sin duda lo conservan. Así que al escribir sobre alguien a quien has perdido —o incluso nada más hablando demasiado sobre ese alguien— puede que lo estés enterrando para bien».
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Me debato entre los polos de un falso dilema: por un lado, está mi compulsión por documentar todo, aferrada a la idea de que la escritura sirve para ahuyentar el olvido; por el otro, el peligro de fijar un recuerdo —incompleto— con el fin de atesorarlo y así, sin querer, condenarlo a un recipiente demasiado estrecho.
No encuentro el tono adecuado. Si hago recuento de los sucesos desde mi voz habitual, el resultado es cursi, melodramático. Mi abuela me amó sin restricciones y de este modo me salvó. Si intento, en cambio, ficcionar la historia, un miedo cerval me paraliza. ¡Cómo me atrevo!
Acudo a los libros, una vez más, como algunos acuden a la religión o a las artes adivinatorias: con la esperanza de confirmar aquello que ya se sospechaba y sin mucha gana de hallar sorpresas.
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Pienso en el niño Conor, de la novela de Patrick Ness, y en su madre enferma. El monstruo que lo visita cada noche no es otra cosa que su propio anhelo secreto de calma, el cual solo se verá realizado cuando su mamá finalmente muera.
El monstruo, por cierto, es un tejo, árbol de la vida y de la muerte: medicinal y tóxico a la vez. Conor tiene la esperanza de que el tejo desaparezca el cáncer. Este, en efecto, lo consigue; le quita la enfermedad a la mamá, pero no le devuelve la vida, tan solo la paz.
Mi abuela llevaba diez años enferma de alzhéimer. Al despedirla, mi hermano eligió esta frase: «perdida en la noche de la demencia». No se me ocurre una imagen más precisa.
Nosotros llevábamos diez años fantaseando con su muerte —con la segunda, pues dice Arnoldo Kraus que el alzhéimer te obliga a morir dos veces—. Al principio esas epifanías eran tristes —la persona que amábamos se diluía gradualmente entre alteraciones lastimosas que aún no es momento de relatar—, mas pronto se revistieron de una tímida resignación que acabó convirtiéndose en el anhelo pleno, honesto, impaciente, egoísta, de que la abuela se retirara del mundo y nos regalara su descanso.
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En 1995, Tobias Wolff escribió un cuento que se convertiría en un clásico moderno, tal vez no tanto entre los lectores como entre los profesores de literatura, que lo usan para ejemplificar la analepsis y la ralentización del tiempo narrativo. En la historia, Anders, un crítico literario, agrio y desencantado, recibe un balazo en la sien. Antes de que su vida transcurra frente a sus ojos, como marcan la tradición y el cliché, el narrador nos cuenta lo que Anders no ve: aquellas imágenes que podrían haber sido emblemáticas, pero no lo fueron, porque al momento de caer al suelo él ni siquiera las recordó.
A menudo pienso en los eventos que mi abuela vivió de manera mecánica y sin que le quedara ningún registro. Todas esas veces que estuvo presente y ausente al mismo tiempo. Cumpleaños, celebraciones, tragedias, efemérides: anotaciones de un calendario de plastilina, como el 2020 para el resto de la humanidad.
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Dado que soy escritora, me dedico a la creación de imágenes. Al pensar en la muerte inminente de mi abuela, me daba por planear su funeral. Una despedida típica del puerto, con el sol a 35 grados, aroma de azahares y un vendedor de hielitos anunciando a gritos su producto a la sombra de un almendro. Coronas de flores con leyendas variadas: Asociación de orquideólogos, IMSS, DEP Doña Eva. Habría música, como era su deseo, y comida en abundancia. Los parientes desfilarían hacia el féretro, contando anécdotas graciosas e inspiradoras. Mi hermano y yo nos abrazaríamos igual que hicimos aquella vez frente al cadáver de tía Lucía. Mi mamá cerraría un capítulo, entre rezos y respirando hondo, tras diez años de cuidados ininterrumpidos.
En cambio, tuvimos esto: despedidas particulares, uno por uno, de las cuales no hemos hablado todavía. Mi hermano con su abuela. Yo con mi abuela. Mamá con su mamá. Al final nos envolvimos en bolsas de plástico para darnos un abrazo, el único en todos estos meses.
Aquella tarde mi mundo volvió a su eje por unas horas. Segundo dispositivo narrativo: escribir sobre mi abuela mediante un no escribir sobre ella. Delineo un catálogo de escenas que no fueron, pero debieron ser.
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Durante los últimos años, mi mamá se apoyó en el servicio de cuidadoras profesionales. Ellas se encargaban del baño y la alimentación de mi abuela en relevos diurnos y nocturnos. Al terminar cada jornada, documentaban los pormenores en unas libretas que hoy son mi posesión más preciada. Entre sus notas se han colado intervenciones de mi abuela, palabras que leo casi escuchando su voz.
Una vez le pregunté a un lingüista si alguien había estudiado la manera en la que la mente enferma de alzhéimer construye oraciones. Mi abuela perdió los componentes pragmático y semántico del lenguaje, pero mantuvo el sintáctico y el léxico hasta el final. Dejaba que su lengua se guiara por una extraña intuición. La misma que —dice Lao Tse— nos salvará al final de nuestros días. La misma que —dice Shakira— pertenece a las mujeres.
No recuerdo qué me respondió el lingüista. A veces me comporto como San, la de Yukiko Motoya: absorbo las sustancias nutricias de los hombres igual que si fuera tierra, y cuando trasplanto uno nuevo, desaparece —ajá— el rastro del anterior. La memoria selectiva a conveniencia es algo más que he heredado de mi abuela.
Tercer dispositivo narrativo: análisis metaliterario de bitácora. No me atrevo. Prefiero dejarlo, por el momento, como mero ejercicio de citación.
Estas son algunas de las notas de las cuidadoras:
«Abrir un diccionario, leer algo, y dibujarse en el rostro una sonrisa de orgullo satisfecho». A este placer suave, Julio Torri lo llama «confirmación de una presunción filológica».
Hamamelis: género de cuatro especies de plantas con flores de la familia Hamamelidaceae, con dos especies en Norteamérica, una en Japón y otra en China.
Espiritifláutico: muy delgado, muy flaco.
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Czesław Miłosz se escandalizaba ante los novelistas. Decía que eran capaces de incluir cualquier cosa en una historia y que no tenían sentido del honor. Hasta la inscripción de la tumba de la mamá de Dostoievski había ido a dar al ficticio general Ivolgin, quien entierra su propia pierna en El idiota.
Me pregunto qué pensaría mi abuela de todo esto. No alcanzó a leer ninguno de mis libros —en los que ella palpita, tergiversada—, pero entre sus pertenencias han aparecido mis cartas y algunas notas que le fui dejando a lo largo de los años. Te quiero mucho, abuelita. Te llamo mañana. Gracias por los libros. Tuve que recurrir a mis dotes de paleógrafa para entender mi propia caligrafía. Me alegró mucho leer las notas. Luego me puse a llorar.
La escritura es como el tejo, pienso: medicinal y tóxico a la vez. Con esta ambigüedad de presencia-ausencia, podría ayudarme a recuperar un poco de lo perdido. No la vida —qué hechicería—, pero a lo mejor la paz. «No quiero hablar por miedo a hacer literatura», dice Barthes, a propósito de la muerte de su madre. No obstante, en pandemia, ¿qué me queda, si la palabra es el único lazo ante la falta de proxémica?
Pasaré un rato hundiendo las manos en estos tres mecanismos narrativos. Así no convierto a mi abuela en la mamá de Dostoievski. Aunque, quizá —ya empecé a especular—, a ella no le molestaría demasiado. Después de todo, la noche terminó. Comienza el día. EP
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