En los tiempos que corren enfrentamos una crisis de grandes proporciones relacionada con el cambio climático. Podría decirse que es una avalancha de problemas ecológicos ajenos a la voluntad humana, pero en realidad es una crisis socialmente construida, una crisis de saber y poder: ¿qué se sabe y qué se puede hacer respecto al cambio climático?
Una crisis de verdad
En los tiempos que corren enfrentamos una crisis de grandes proporciones relacionada con el cambio climático. Podría decirse que es una avalancha de problemas ecológicos ajenos a la voluntad humana, pero en realidad es una crisis socialmente construida, una crisis de saber y poder: ¿qué se sabe y qué se puede hacer respecto al cambio climático?
Texto de Leonardo Tyrtania 01/11/15
Sabemos que la atmósfera terrestre está llena de gases invernadero, que las capas de hielo continentales se están desmoronando, que está en marcha una masiva extinción de especies, que nuestro mundo ya no es sustentable desde hace tiempo. Sabemos que todo ello obedece al desbocamiento de una economía extractivista basada en un consumo insensato y malsano, una economía cuyo crecimiento mal encaminado es la obsesión de los gobiernos de todos los países.
El registro del carbono nos da el dato duro, verificable, de que cada año, década tras década, la industria libera más y más contaminantes al ambiente. Existe suficiente información como para advertir que esto no puede seguir así por mucho tiempo. “Nuestro futuro común”, pues, está en entredicho. Tenemos suficiente conocimiento de los hechos como para hacer algo decisivo al respecto, pero también sabemos que están en juego fuerzas muy poderosas que no permitirán más que unas cuantas simulaciones. Las súper lucrativas empresas del planeta dedicadas a la extracción de recursos no abandonarán sus ganancias, el capital financiero no renunciará a la especulación y la economía de casino que nos tocó vivir seguirá promoviendo sus ofertas hasta agotar existencias. La casa invita; hay crédito para rato.
Con los poderes fácticos hemos topado, pues. Pero ¿no habrá algún contrapeso? Esa es la pregunta que se hace Naomi Klein en su último libro, Esto lo cambia todo: El capitalismo contra el clima (Paidós, México, 2015). ¿Qué es lo que podría cambiar todo en relación con la catástrofe climática en curso? La autora examina los movimientos sociales de supervivencia que se están gestando en diferentes lugares del planeta. Comunidades y grupos humanos que dependen directamente de su medio local se están movilizando contra los megaproyectos que amenazan la vida en su entorno. Son movimientos de resistencia en pequeña escala que, a primera vista, no parecen tener relación directa con el cambio climático global, ni tampoco importancia para el mercado. La autora los observa desde su posición de periodista informada y llega a la conclusión insinuada en el título: la posibilidad de cambio residiría en que estos movimientos se comunicaran y compartieran entre sí sus recursos; principalmente sus conocimientos y, en especial, su visión del mundo, que es diametralmente opuesta a la del utilitarismo mercantil. El subtítulo del libro podría leerse como sigue: el capitalismo va contra el clima, pero nosotros, que somos muchos, vamos contra el capitalismo. Dado que los dirigentes políticos “han abdicado por completo de sus verdaderas responsabilidades”, las de velar por el bienestar colectivo —explica Klein—, la respuesta al desafío climático tendrá que venir desde abajo.1
No sería la primera vez en la historia que sucediera algo así. En tiempos recientes la capacidad de los movimientos sociales como fuerzas históricas transformadoras quedó demostrada en las movilizaciones a favor de los derechos humanos y civiles de minorías y mayorías (como en el apartheid), por los de las mujeres y por otras causas que la justicia patriarcal suele ignorar. Pero todos estos movimientos, subraya Klein, se dieron en el terreno legal y cultural. La batalla de nuestros tiempos debe librarse a favor de una metamorfosis mucho más profunda, de una “gran transformación”, diría Karl Polanyi, que incluyera el aspecto económico, siendo orientada por las normas de convivencia, no por las de ganancia: por las de la convivencia entre nosotros, entre sociedades y entre seres humanos y naturaleza.
El método de Klein consiste en analizar sucesos ocurridos a lo largo de la historia que lograron cambiar de algún modo y en algún grado “el rostro de la cultura dominante”. Así, por ejemplo, los movimientos obreros posteriores a la Gran Depresión obligaron a los gobiernos del mundo industrializado a invertir en infraestructura y en servicios públicos tales como educación, sanidad, vivienda, transporte y otros. Sin embargo, el “Estado de bienestar” que esto permitió conformar en esos países creó, paralelamente, una enorme burocracia parasitaria que hizo cada vez más difícil garantizar los derechos adquiridos. Como resultado tenemos que en la actualidad la balanza se inclina hacia el “ajuste estructural” que practican los gobiernos neoliberales.
Frenar el cambio climático exigiría gastos presupuestales de enorme magnitud, sin precedentes. En su momento, el golpe más fuerte dado a una economía establecida fue la abolición de la esclavitud en las postrimerías del colonialismo. Pero Naomi Klein insiste en que, como en otros casos, el resultado no fue nítido del todo: ningún Gobierno cumplió sus promesas de ayudar a los exesclavos a ubicarse en la economía nacional mientras que, en contraste, sí se indemnizó a los antiguos dueños de esclavos como si hubieran sido ellos los verdaderos perjudicados.
El punto es que las lecciones que se pueden extraer del pasado son poco concluyentes y hasta descorazonadoras. Tremendas revoluciones, luchas por la independencia de pueblos explotados y protestas heroicas contra injusticias que clamaban al cielo tuvieron un éxito siempre parcial. A la postre, todos los movimientos se estrellan contra esa “realidad” que llamamos económica y que pensamos inamovible. Gobiernos socialistas elegidos democráticamente, como los de Mohammad Mosaddeq en Irán y Salvador Allende en Chile, que se proponían redirigir la riqueza hacia las clases pobres, lograron poco o nada antes de terminar abatidos mediante violencia militar. Los movimientos de independencia poscoloniales que se proponían eliminar la concentración de los recursos en pocas manos fueron sistemáticamente saboteados hasta que las estructuras políticas locales acababan controladas por las élites nativas corruptas e impunes.
Con todo, los resultados de los movimientos sociales de liberación son polivalentes. Gracias a ellos tenemos, por una parte, instituciones que nuestros abuelos ni siquiera soñaron, como la educación y la salud públicas. Pero, por otra parte, nuestro mundo es crecientemente desigual, injusto e insostenible. La gente lo sabe porque lo experimenta, y los movimientos por los derechos humanos, la autodeterminación de los pueblos, la seguridad alimentaria y la igualdad en el acceso a los recursos siguen brotando por doquier. Sin embargo, en lo que respecta al cambio climático parece prevalecer una extraña inactividad de la sociedad civil. En las urbes, el ciudadano común voltea para otro lado, se dice a sí mismo que ese es un asunto de ecologistas o del Gobierno. El citadino tarjetahabiente no siente la necesidad de reaccionar frente al cambio climático porque su vida no depende, en apariencia, del entorno natural, sino del supermercado de enfrente, de la gasolinera de al lado y del crédito que le otorga el banco.
¿Acaso se necesita un nuevo tipo de movimiento social que triunfe allí donde los otros fracasaron o quedaron con logros parciales? Klein ofrece una respuesta interesante: se necesitan muchos de estos movimientos y de todo tipo, porque “el cambio climático es nuestra oportunidad de corregir por fin esos enconados males, de terminar el proceso inacabado de la liberación”.2 Vale la pena atender su argumento, porque no podemos desestimar el problema de las condiciones de vida en nuestro planeta. Vivimos en un mundo profundamente injusto e inseguro, y los efectos del cambio climático nos permiten percatarnos de dónde está el origen del problema.
El cambio climático es una emergencia planetaria real. Las sociedades deben prepararse para enfrentar fenómenos meteorológicos extremos, intensas fluctuaciones en la provisión de recursos vitales, problemas relacionados con los desechos tóxicos y la proliferación de biocidas en la agricultura. El suministro de agua, la fertilidad de los suelos y el funcionamiento normal de los ecosistemas están en peligro extremo. Si la atención al desafío climático no promueve la organización de sociedades más seguras, justas y solidarias, nuestra oportunidad se perderá, y tal vez para siempre. Las sociedades humanas deben aprender a compartir el mundo. Pero ¿cómo se aprende esto? En la lucha por la autodeterminación de las comunidades de vidas humanas. Nadie vendrá a salvarnos de milagro. Podemos, sin embargo, aprender algo al defendernos de “los estragos de un sistema económico salvajemente injusto”.3 Ese sistema está desestabilizando los ciclos naturales que regulan la vida en la biosfera y hace peligrar la vida tal como la conocemos. Si las sociedades humanas no aprenden cuanto antes la lección que les depara el momento actual, difícilmente tendrán oportunidad de aprenderla más tarde, cuando la biosfera deje de funcionar tal como todavía lo hace.
Urge reconstruir las economías locales, sanear los sistemas agrícolas, invertir en servicios públicos esenciales, dejar de consumir cantidades ingentes de energía, atender la migración de refugiados ecológicos, respetar los derechos de los indígenas a sus tierras. Entre los asuntos más apremiantes destaca la necesidad de abandonar cuanto antes el consumo de combustibles fósiles. Para conseguir todo esto primero hay que “liberar nuestras democracias de las garras de la corrosiva influencia de las grandes empresas transnacionales”.4 Naomi Klein asegura que hay señales —en su país y en el mundo— de que este proceso ya está en marcha. Ella se propuso escribir el libro para dar a conocer esos hechos, para invitar a que se discutan los argumentos y que se construyan las alianzas. Como periodista, cree en el poder de la comunicación e insiste en que es posible la solución pacífica de los problemas y el logro democrático no violento de cambios sustanciales, sin baños de sangre. No son las vanguardias revolucionarias violentas, pues, las que tienen la respuesta a este problema de dimensiones extremas, como tampoco la tienen los mercaderes de armas, aunque ya se estén frotando las manos.
Se dice que saber es poder. Apreciamos tanto el poder de las ideas que, a la mera hora, nos desconcierta el hecho de que el conocimiento racional no tenga prioridad en la toma de decisiones políticas. La realidad social no es solo compleja, sino también desastrosa e inaceptable. No llegamos a comprender cómo y por qué suceden las cosas en nuestro mundo. Es tal la controversia acerca de cómo componerlo, que el conocimiento termina por pasar a segundo plano: en momentos de tensión se imponen los intereses particulares, el azar, las creencias o cualquier otra cosa por sobre el razonamiento sereno. “En el clima de desesperación que se vive en el momento de una crisis de verdad toda oposición prudente y sensata se viene abajo”, observa Klein.5 En momentos de crisis, la discusión se suspende y la toma de decisiones se delega a los grupos de poder. Pero la autora opina que, a pesar de que el daño ya está hecho, aún es tiempo de argumentar y de tomar decisiones sensatas.
La construcción social de las catástrofes es un tema de investigación que atraviesa las ciencias como una dimensión inter y multidisciplinaria por excelencia. Cualquier catástrofe “natural” se nos viene encima porque estamos ahí, expuestos con todo lo que hemos construido para atraerla. En Dead Cities and Other Tales(traducido al español como Ciudades muertas: Ecología, catástrofe y revuelta, versión electrónica de Traficantes de Sueños, 2015), Mike Davis argumenta que un desastre en el que somos copartícipes siempre pone a prueba, antes que nada, nuestra visión del mundo. ¿Qué es lo que salvaríamos de una casa en llamas si tuviéramos la oportunidad? Salvaríamos lo que vale para nosotros. En el capitalismo, las personas y los seres vivos que habitamos el oikos de la biosfera en llamas tenemos el valor de mercancía: ya valimos. Que todo puede ser objeto de compra-venta es la creencia más compartida en el mundo moderno. Se difunde por sí sola a través del libre mercado. Quienes la aceptamos somos capaces de hacer por dinero lo que nunca haríamos en la vida si tuviéramos libertad de decidir.
1 Naomi Klein, Esto lo cambia todo: El capitalismo contra el clima, Paidós, México, 2015, p. 555.
2 Ib., p. 563.
3 Ib., p. 21.
4 Íd.
5 Ib., p. 342.
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