“El problema es que durante años hemos hablado de los animales sin considerarlos realmente, utilizándolos como una herramienta para referirnos a nosotros mismos”, dice Isabel Zapata sobre el famoso documental de Netflix.
Mi maestro el pulpo: una historia de amor (con trampa)
“El problema es que durante años hemos hablado de los animales sin considerarlos realmente, utilizándolos como una herramienta para referirnos a nosotros mismos”, dice Isabel Zapata sobre el famoso documental de Netflix.
Texto de Isabel Zapata 17/11/20
Hace algunas semanas, durante varios días seguidos, recibí llamadas y mensajes de Whatsapp en los que amigos y familiares me recomendaban enfáticamente una película de Netflix llamada Mi maestro el pulpo (me gusta más el título que le pusieron en España: Lo que el pulpo me enseñó). “A ti que te gustan los pulpos”, me decían antes de soltarse hablando sobre por qué tenía que ver, urgía que viera, este documental de moda que Amanda Arnold describió como “la historia de amor que todos necesitamos” y que narra la historia de un hombre en crisis existencial que, tras un período intenso de depresión, decide emprender excursiones diarias al mar. Al cabo de unos días, esta alma atormentada encuentra, en medio de un bosque de algas en la costa oeste de Sudáfrica, a una pulpo (octopus vulgaris) cubierta de pedazos de concha. Y no se trata de cualquier hombre, sino del mismísimo Craig Foster, destacado documentalista de la naturaleza que ha trabajado en producciones del calibre de Blue Planet II y descubierto siete nuevas especies, una de las cuales lleva su nombre: el camarón heteromysis fosteri. Quizá precisamente porque sabe de pulpos, por decir lo menos, es que lo sorprende la manera en que este individuo en particular le va perdiendo el miedo, conquistándolo hasta el punto de llevarlo a decir que está enamorado de ella.
Como resultado de mi confianza en que un día la humanidad será —¡finalmente!— contactada por aliens, a veces me pongo a pensar en cómo vamos a hacer para explicarles a las visitas lo extrañas que son algunas de las criaturas que viven en nuestro planeta. Por ejemplo, el pulpo: en cuanto logramos atraparlo con la mirada, cambia de forma y se nos esconde a plena vista o se escapa por un huequito. Es alga, es arena, es roca, es nada: excepto por una pequeña protuberancia rígida de quitina que tienen en la boca, parecida al pico de un loro, es un cuerpo de pura posibilidad. Y ni qué decir de su mente: como tienen neuronas en los tentáculos, piensan con el cuerpo entero: juegan, engañan, planean, nos reconocen, aprenden y son capaces de usar herramientas para resolver problemas complejos.
Podría seguir elogiando a estos sobresalientes moluscos, cuyas cualidades son múltiples e impresionantes, pero ya otros han escrito libros enteros al respecto y hasta yo he dedicado algunas páginas a esa tarea. Hoy quiero, más bien, hablar de los sentimientos encontrados que generó en mí la manera en que Foster va construyendo, en su imaginación, un idilio de amor que empezó conmoviéndome pero terminó por irritarme.
A partir de aquel primer encuentro en el que ella se cubre de conchas, Foster visita a su enamorada todos los días y empieza a pensar que entre ellos existe un vínculo con poderes curativos que alivian su depresión y le dan un sentido de propósito a su vida. ¿Pero es realmente una historia de amor? ¿Desde el punto de vista de quién? Dado que los pulpos no son sociales —no interactúan ni siquiera con sus crías—, no es factible pensar que la octópoda haya experimentado nada más allá de curiosidad. Se trata de un amor no correspondido, digamos. La trampa de Mi maestro el pulpo es justamente ésa: no hablar de las cosas como son, sino de cómo las interpreta el protagonista.
“Esto es cierto de cualquier obra de arte”, dirán algunos y tendrán razón; otros alegarán que no es posible quitar el velo de nuestra propia mirada para ver a esa criatura mitológica a la que llamamos las cosas como son. De acuerdo. El problema, sin embargo, de un enfoque así en un documental sobre otra especie es que, durante años, siglos, la historia entera, hemos hablado de los animales sin considerarlos realmente, utilizándolos como una herramienta para referirnos a nosotros mismos. Nuestro siglo ha sido testigo, en tan sólo un puñado de años, de la exterminación masiva de miles de especies, la pérdida de hábitats naturales por la crisis climática y la consolidación de un sistema de producción cárnica que implica el asesinato cruel de millones de animales al año. En medio de todo esto, ¿necesitamos otra historia en la que un animal es retratado desde una perspectiva absolutamente antropocéntrica? Puede que no haya nada dañino en el hecho mismo de explorar nuestra humanidad a través de los animales (no me atrevería a hablar mal, por ejemplo, de Babe, el puerquito valiente), pero, ¿no sería más oportuno, sobre todo en el caso de un naturalista destacado como Foster, utilizar esta oportunidad para relacionarnos de otra manera con lo vivo, como hacen Blackfish, The Cove o hasta Okja?
Pero Craig Foster no resiste la tentación de poner su drama personal como medida de su relación (perdón, “relación”) con la pulpo. En vez de interpretar sus acciones a través de su lente como naturalista, ve en ella una guía o una maestra que puede darle lecciones sobre su propia fragilidad y decide buscar el sentido de su existencia en la naturaleza, aunque eso implique irrumpir en el equilibrio de otras vidas que ni siquiera alcanzamos a entender del todo. Foster asume que lo que siente es simétrico, convirtiendo esta interacción en una historia de amor del peor tipo: una de las partes piensa que todo va viento en popa mientras la otra espera el momento perfecto para salir huyendo.
Y es que la inteligencia de los pulpos es parecida y totalmente distinta a la nuestra. Un pulpo es lo más otro que hay, dice Peter Godfrey-Smith en su aclamado libro Otras mentes. El pulpo, el mar y los orígenes profundos de la consciencia: en esa diferencia radical está justamente la oportunidad de reflexionar sobre la consciencia sin centrarnos solamente en los seres humanos. La pulpo del documental, como cualquier otro pulpo de su especie, adapta su estrategia de caza, evade tiburones montándose en ellos y se convierte en un pedazo de roca ante nuestros ojos. Todas estas escenas son memorables y dejan a cualquiera enganchado y con ganas de saber más de estas elásticas criaturas. Ese es quizá mi segundo problema con el documental: le sobra Craig Foster y le falta pulpo.
Es increíble, en ese sentido, que Foster haya aprendido tanto de la pulpo, habiendo llegado al grado de complicidad que asegura tener con ella, y que los espectadores del otro lado de la pantalla hayamos aprendido más bien poco acerca de su especie en general. ¿Cómo sería si hubiera sido filmado desde el punto de vista de la octópoda? Más divertido, al menos. En una de las escenas más impactantes, en la que la pulpo se recupera de un ataque en el que un tiburón le arrancó un tentáculo, Foster sugiere que su vida y la de su maestra son espejo una de la otra. Si es cierto que los pulpos tienen sentido del humor, creo que ella hubiera soltado una buena carcajada con esa comparación.
Mentiría si dijera que no me gustó la película. ¿Quién podría no disfrutar estos paisajes como de otro planeta, especialmente ahora que la vida en el nuestro parece insostenible? Quizá, como dice Amanda Arnold, tengo que desprenderme de la idea de que es un documental sobre la naturaleza y considerarlo simplemente una historia de amor, con todo y momentos de azote y final trágico. Y bueno: algunas de las personas que me lo recomendaron dicen que ahora sí van a dejar de comer pulpo. Si sirve para eso, estoy satisfecha. EP
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